Vaya texto y vaya imágenes las que nos llegan desde Tijuana
Saludamos el debut de Eduardo Carrillo y Luis Gutiérrez en esta plataforma editorial
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Extendía la sábana y vaciaba los costales de ropa en medio. Una a una sacudía las piezas hasta llegar al momento de acomodar la mercancía y vender. Comenzaba ordenando por colores, moda, utilidad, tamaño, pero como no tendía a la realidad pronto recogía todo para comenzar de nuevo… quitada la harina de encima, organizaba las cosas según el closet, la cocina, el baño, entonces se presentaba el primer cliente.
El día apenas completaba seis horas, en el puente del Soler, Tijuana, Baja California, el México. Y si algo molestaba a Esteban, además de trabajar desde muy temprano, era que lo interrumpieran al estar acomodando.
—Este, ¿cuánto cuesta esto? —preguntaba la señorita (por su estado civil) ajustándose al cubrebocas, sin detenerse en realidad a especificar qué (pues era más lo tiquismiquis que el resplandor de la edad lo que le conservaba señorita). Tenía un horario, un ajustado uniforme de Coppel y un teñido dorado en el cabello que cualquiera hubiera volteado a ver, pero no Esteban, que ya había guardado lo suyo en los costales y se dirigía a los arbolitos de abajo a fumar cristal.
Ayer había ido bien. Logró vender tres piezas. Es decir: para una comida y dos globos, pero como pasaron de comer aún llevaba dos de las tres dosis en su bolsillo. Fumando olvidaba que lo esperaban, que los recuerdos y los lunes son asuntos de varias veces por semana.
Extendía la sábana y vaciaba los costales de ropa en medio. Una a una sacudía las piezas hasta llegar al momento de acomodar la mercancía y vender. Comenzaba ordenando por colores, moda, utilidad, tamaño… para las diez de la mañana se había quitado cuatro veces más, ignoró a seis posibles clientes y para fumar quedaba muy poquito hielo. De no ser por la pandemia, decía por decir últimamente.
Solía pasar interminables jornadas sin comer pero no sin fumar. Fumaba de tres a cuatro globos diarios durante el tiempo que la patrulla le considerara ciudadano con todas las de la ley (su marca no rebasaba un mes). Vivía en donde estaba y llevaba algunas semanas durmiendo en un cementerio de por ahí, el panteón municipal número tres, en la colonia Herrera, lejos de sí y con el desiderátum de quedarse con una tumba techada y temporalmente resguardada por una pareja de atorrantes que ni a los familiares del difunto habrían dado bienvenidas por seguir fumando adentro.
Sin sueños, pesadillas, ni comerciales, en donde la esperanza recibe muy diversos nombres (jamás familia, escuela o Estado). Un proyecto de realidad referente, referida o real (nunca una ficción, aunque el atorrante tienda a cruzar sus cables). Un ahora que asegure neurolépticos, no su identidad.
Ansina tramaba entonces, ayer y antier y últimamente al alejarse del panteón. La tumba, su tumba, asesinar, enterrar y mudarse. No es que fuera ingrato con Víctor Antonio Méndez Rivera, los restos que le recibieron en una humilde sepultura con acabado de concreto, aunque sin cruz, que fue lo que la volvió atractiva: ardía tan a menudo que el cielo sólo le provocaba disfunción eréctil.
Pero es que el sepulcro de Don Alfonso Gutierrez Pantoja era de las mejores estancias para un indigente de la delegación Zona Centro. Tenía techo, cuatro paredes, loseta y boquilla que sobraron de alguna remodelación hogareña y, por supuesto, el infaltable Cristo, a Guadalupe y la biblia abierta en el sermón de la montaña, que a él le gustaba leer antes de salir a trabajar, además de la inherente privacidad de cementerio necesaria para las urgencias metabólicas y, hecho mayor, quedaba fuera del radar de las instituciones de seguridad y sus constantes levas para completar los turnos del llamado crimen organizado.
¡Ay de nuestro Esteban!, sosia de aquél Esteban que once años atrás dejara Tepic besando el frío de una madre a la que no se quedó a enterrar, pues al día siguiente traspasó la peletería que les había dejado Don Lalo y visitó por última a vez a Minervita, a quien prometió pedir su mano cualquier día de estos.
En Tijuana seis días le bastaron para desperdiciar la herencia familiar en mujeres coleccionistas de tipos como él: andariego, con dinero y no tan peor (sin propina ni recuerdos). Pero como la guerra de sexos parapeta a simples víctimas de la naturaleza, a una de ellas le conmovió su historia, tanto que insistió para que el encargado del bar lo brincara al gabacho, aunque fuera por el cerro y transportando metanfetamina. El trato incluyó el 50% de cuatro noches por semana durante un mes para cerrar la cuenta, considerando que el fulano dormía con ella todos los días y hasta solicitó su mano pa cruzarla una vez que empezara a ganar en dólares.
—Serás cabrón muchacho, porque pendejo no. Cuando llegues a Escondido busca una panadería que se llama Bakery, b-a-k-e-r-y, así como suena. Bakery, diles que vas de mi parte y verás que en unos meses andas emigrando a la Berta como Dios manda…
En el desierto el sol resplandeciendo en rocas segadoras y el calor acorralado por los montes circundantes, los anhelos y recuerdos, liquidaron uno a uno a sus cuatro acompañantes y el pollero, un viejo que además trabajaba de jalador en el bar, le hizo cargar lo que pudo de la mercancía de los caídos. A punto estaba de resignarse a la bala en su quijada de burro bigotón advertida por el arriero, cuando Cristo iluminó su camino, el viejo le aseguró que si deseaba llegar a su destino habría que raspar el producto. Así lo hizo. Sobrevivió y llegó a Escondido hallando la fuerza en algo que el cristianismo da por perdido: el milagro químico.
Para 2012, tres años después del cruce, ya consumía los tres Cristos que ahora le eran indispensables, montaba un negocio de jardinería que los números de las financieras enrojecían exprimiendo sus horas de trabajo, pagaba biles del sueño americano, criaba dos hijas y estaba casado con la risueña michoacana del mostrador aquél al que llegara buscando la panadería recomendada.
Y ahí estaba, sin más para fumar y escuchando al hambre hablarle desde muy lejos. Quizá fuera su madre. Hijo come, hijo podrías por favor recordarme… Allí había una lucidez que lo alejaba de cualquier concepto. Vendería tres cosas para ir a conectar. Anaclisis, tótem, vicio o etcétera, al gato y al ratón cualquier definición. La gente iba y venía, en carro o a pie rodeando la glorieta, ayer y mañana protegidos por un cubrebocas: el riesgo epidemiológico era un nuevo modo de nombrar a la semana, al calendario, a los parientes, a la enfermedad, la libertad, la escuela y el trabajo, a la opinión pública, a la extracción de gas de las piedras, al arte, el entusiasmo, la amistad, a la violencia simbólica y al arriero de las bestias de ganado que eran la sociedad en la que Esteban ya no alcanzaba a formar parte, por más silencio que su tapapalabras (de uso obligatorio) guardara.
A la otra acera, por la salida rumbo a Playas, atisbó a un sujeto tropezando su premura en el tianquiztli, le recordaba al compadre aquél de su padrastro que nomás tenía prisa cuando la sirvienta estaba solita, y al que a menudo Don Lalo Mendieta insinuara como su padre. Al reducir la distancia, es decir, al atravesarse entre los carros, puso el ojo en unas pericas que Esteban solía dejar guardadas. Y así, onírico como estaba, Esteban Mendieta comenzó con el pásele, pásele, pásele, a cincuenta apá, que correspondía…
Algunas horas más tarde sucedió, yendo por la acera de otra trampa llamada Infonavit y con cubrebocas para camuflar alienación, cargando las chácharas y de a ratitos arrastrándolas, deteniéndose entre árboles, bolsas de basura y los carros estacionados a rasparle a Cristo, desenchufado de lo que en verdad pasaba a su alrededor sucedió: ¡Eureka! Un desarmador al fondo de sus tiliches. La tumba, su tumba, asesinar, enterrar y mudarse.
Oscurecía de ese modo en que el cielo aparenta estar prohibido para todos, a causa de la industrialización, la naturaleza o sea de Dios. La sepultura de Don Alfonso Gutierrez Pantoja estaba junto a la calle, después de un tope, así que al llegar esperó a que el velo del horario segara la complicidad de cualquier sonrisa al volante…
Recargó los bultos junto a la entrada, retroalimentó su adicción una, dos, tres veces más y, con el desarmador plano en la diestra, el sermón de la montaña volvió a detenerlo al entrar: Bienaventurados serán los psicópatas del siglo XXI…
—¿Qué trajiste de comer? —salió de entre las sombras al fondo del mausoleo.
Esteban Mendieta apretó el desarmador. La mujer siguió reincorporándose sin perderlo de vista.
—Pero dame de fumar primero, que lo que me dejaste no me duró ni madres…
El desarmador cayó al piso. Ella salió y metió los costales. Las pupilas de Esteban lograron identificar el catre en la oscuridad, en donde ella sacaba del par de calcetines lo que había instruido ocultar de tal manera. Esteban seguía perdido: rumiaba catarsis.
La mujer esnifó lo triturado y la mugre de sus uñas y otro pecado de milagro pendiente y deudas suyas que parecen tuyas y volvió a escanear a Esteban, no a Esteban, ¡Esteban!
—Andas con tus chingaderas de nuevo, verdad —y en un pispás lo abrazó por la espalda, empujándole contra el monumento del libro cristiano y susurrando disoluta prosiguió—. Ubícate Esteban, no es una pesadilla, sólo que el sueño americano terminó. Vives conmigo, Brandy, tú todo, en esta tumba que elegimos para…
Entonces recordó que jamás conocería a su hija, que a las nenas que crió como si fueran suyas nunca le dirían papá, que no podía abrazar a mamá ni sabía quién fue su verdadero padre, que la vida nada era en realidad y, no obstante, podía arrebatarle todo una y otra vez si descuidaba el siguiente el lunes. De no ser por la pandemia, respondió por responder.
Brandy serpenteaba la lengua dentro del oído izquierdo de Esteban mientras sus palmas acariciaban erupciones y cicatrices del pecho, las desnutridas carnes, los catatónicos genitales, las ancas de alimaña en peligro de extinción hasta dar al suelo para encontrar el desarmador que aquél soltara al reconocerse de nuevo.
Lo apuñaló por lo menos seis veces antes de caer muerto del sermón de la montaña. Otras tantas ya en el piso y retándolo a volver a llamarle Berta o dignarse a desatar sus sandalias de nuevo.
Texto de Eduardo Carrillo Vázquez
Fotografías de Luis Gutiérrez @lougtz21
Este texto es digno de una representación teatral, se me figura. Muy bueno!
De acordeón, Tacha 😉
De mis secciones favoritas, muy bien elaboradas las narrativas, mas contenido de este tipo por favor, felicitaciones a cada uno los colaboradores