Saludamos el regreso y el análisis de nuestro reseñista estrella don Adrián Mercado e Islas 🙂


A falta de tiempo en estas semanas recientes para ver material qué reseñar, me puse a trabajar esta idea que tenía guardada en alguna carpeta olvidada en el ordenador. La desempolvé, le hice unos ajustes y le di su “chaineada”. Espero que sea de su agrado.

Mientras veía un programa de Variety —del semanario de cine con base en Hollywood— donde dos actores conversaban sobre el proceso de construir un personaje, me detuve en un detalle que a menudo pasa desapercibido. Uno de ellos, Patrick Schwarzenegger —sí, hijo de Arnold— relataba cómo, durante el rodaje de la tercera temporada de White Lotus (2025), en una de las escenas, el director intervino con precisión quirúrgica: un pequeño ajuste en el diálogo y una sutil mirada bastaron para que la escena dijera mucho más de lo que podrían expresar varios párrafos de texto. La diferencia no estaba en las palabras, sino en cómo el director posicionó la cámara, encuadró el rostro y permitió que el silencio y la mirada hablaran por sí solos. Ahí es donde el cine despliega su lenguaje más puro.

Pensé entonces en lo distinto que es leer un libro y ver una película. Aunque ambos puedan contar historias, los mecanismos por los cuales comunican son radicalmente diferentes. En un libro, la unidad básica es el texto. Las palabras, los párrafos, las descripciones van guiando al lector, que a medida que avanza, construye en su mente los escenarios, los rostros, las emociones, los climas. Es el lector quien da forma visual a lo que el autor sugiere. Como lo ha expresado Paul Thomas Anderson, uno de los grandes cineastas contemporáneos: “Leer es como hacer cine en la cabeza. Solo que es tu película.” En el libro, la imaginación del lector llena los espacios.

En el cine, en cambio, las imágenes ya han sido construidas. No es el espectador quien decide cómo se ve el atardecer o qué expresión tiene el personaje; eso lo determinan el director, el director de fotografía, el diseñador de producción. Pero esto no convierte al espectador en alguien pasivo. Al contrario: la verdadera riqueza del cine está en lo que uno es capaz de percibir dentro de esas imágenes construidas. Ahí es donde la diferencia se vuelve más profunda: la unidad básica del cine no es la frase, sino la toma.

En ese sentido, una mirada puede decir más que cualquier línea de diálogo. Esa escena mencionada al principio es un ejemplo simple, pero poderoso. Hay otros aún más elocuentes. En Perdidos en Tokio (2003) de Sofia Coppola, la famosa escena final donde Bill Murray susurra algo al oído de Scarlett Johansson es un ejemplo perfecto de cómo el cine puede sugerir sin revelar. Nunca sabemos qué se dice. Pero el encuadre, la cercanía, la mirada de ambos y el contexto que hemos vivido como espectadores durante la película llenan ese silencio con un peso emocional inmenso. El misterio de lo no dicho es, paradójicamente, lo que la vuelve inolvidable.

Lo mismo sucede en Días Perfectos (2023) de Wim Wenders. El personaje interpretado por Kōji Yakusho apenas habla durante toda la película. Son sus gestos, su rutina cotidiana, los pequeños detalles de la luz atravesando los árboles, la manera en que escucha música mientras limpia baños públicos, lo que nos va permitiendo entenderlo. El arte de Wenders está en hacer del tiempo y de la observación algo hipnótico. El espectador no necesita que se le explique lo que siente el personaje; lo percibe al mirarlo existir. Como dice el propio Wenders: “El cine es el arte de mirar con paciencia.”

Este poder de las imágenes tiene otra dimensión fascinante: la construcción del punto de vista. Quentin Tarantino lo maneja como pocos. Su cine está lleno de diálogos memorables, sí, pero también de elecciones visuales que amplifican la tensión. En Bastardos sin Gloria (2009), la célebre secuencia inicial en la casa del granjero francés es puro cine: la cámara lenta, el travelling descendiendo al sótano, los silencios alargados, el juego de encuadres estrechos sobre el rostro de Christoph Waltz construyen un nivel de angustia que ningún monólogo, por brillante que sea, podría lograr por sí solo. Tarantino lo explica sin rodeos: “La cámara es un personaje. El ángulo lo es todo. Desde donde eliges mirar una escena define el tono emocional.”

Es ahí donde muchos espectadores tienden a quedarse solo en la superficie de la trama. Siguen la historia, pero no siempre perciben cómo se está contando. Como ha dicho Martin Scorsese, «El cine es lo que está dentro del encuadre y lo que queda fuera de él.» Entender el cine como lenguaje visual es comprender que cada movimiento de cámara, cada encuadre cerrado o abierto, cada corte de edición, cada decisión de color o sonido tiene un sentido narrativo.

Un ejemplo extremo, pero muy claro, está en Llámame por tu nombre (2017) de Luca Guadagnino, cuando en el plano final vemos el rostro de Timothée Chalamet frente a la chimenea. La cámara permanece ahí durante varios minutos. No hay palabras. Solo el rostro del joven, mientras su expresión cambia imperceptiblemente, atravesado por el dolor, la memoria, la aceptación. El espectador no necesita que nadie le diga lo que está sintiendo; lo ve, lo intuye, lo comparte.

Al final, ver cine no es simplemente mirar. Es aprender a leer imágenes. Mientras que en la literatura uno construye imágenes a partir de las palabras, en el cine uno descifra emociones, ideas y matices a partir de las imágenes ya construidas. Es un ejercicio diferente, pero igual de exigente. No basta con seguir qué sucede; es fundamental prestar atención a “cómo” sucede. David Lynch lo resume con su habitual misterio: “Las palabras son limitadas. Las imágenes son infinitas.”

En el fondo, quizás se trate de educar la mirada. De aprender, como espectadores, a ver más allá de la historia. A mirar con los ojos atentos de quien sabe que el cine, como arte, ocurre en esos detalles que no siempre son evidentes. Cuando logramos eso, la experiencia de ver cine adquiere una profundidad completamente nueva.

Por Adrián Mercado Islas

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Sobre el autor

Adrián Mercado Islas es mexicano de nacimiento y chicano por naturalización. Dedicado a la interpretación (inglés-español) en tiempo real. Licenciado en Historia por la Universidad de Sonora. Vehemente amante del cine y haciendo sus pininos en esto de las reseñas.

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