Saludamos la remembranza y el coscorrón de Tere Padrón, vieja colaboradora de la región 🙂


No hay nada mejor
No hay nada mejor, que casa…
            Gustavo Cerati

Hace un mes, internet, Facebook en especial, se inundó con mensajes, fotografías y videos de mamás y de abuelas a propósito del día de las madres. El domingo pasado fue día del padre. Ocurrió algo semejante pero ahora con fotografías de papás con sus hijos, de publicaciones con pensamientos acerca de la paternidad, de videos cortos con mensajes sobrepuestos, todos acerca de los padres. Apenas hace un par de meses, en el día del niño, ocurrió lo mismo y antes, el 14 de febrero también y antes de eso, con la Navidad. Pasamos rápidamente las publicaciones, deteniéndonos en aquellas que nos llamaban la atención, sobre todo en las de nuestra familia y amigos cercanos. Nos damos cuenta que falta algo. Hay una sensación de frialdad, de desapego, de irrealidad. No se siente lo mismo que cuando contemplamos detenidamente una fotografía vieja, impresa, desgastada y un poco arruinada de las orillas.

Hace unos días visité la casa de mi madre en Mexicali y como siempre lo hago, saqué los viejos álbumes de fotos. Algunas datan de hace 100 años, como la de la boda de mis abuelos maternos y la de mi tía Inés, la hermana mayor de mi madre, con su ropón y su gorro de bautizo. Otras, un poco menos viejas, son de mis padres durante su noviazgo caminando juntos de la mano por una calle del centro de Matamoros acompañados por mi querida tía Otila, hermana de mi mamá. Después, las de su boda, en 1954, en la catedral de Matamoros, con el cortejo nupcial formado por mis abuelas, mi abuelo, pajecitos y otros familiares. Luego, fotos de cumpleaños de alguno de mis hermanos o hermanas, con un pastel cuadrado hecho en casa, con las velitas según el número de años, mis primos y primas alrededor de una gran mesa en torno al festejado y todos con gorritos de cartón en forma de cono invertido, viendo fijamente el pastel y ansiando darle una mordida.

Boda de mis papás. Matamoros, 1954

También están las fotos de las Navidades. Todos sentados a la mesa con un gran pavo al centro, atrás, un enorme pino natural con focos y esferas enormes y debajo de él, el Nacimiento con el pesebre, los reyes magos, María, José y los pastores, un burro y un buey. El niño Jesús aún no ha nacido, hasta la medianoche, por eso no está en la foto y tampoco lo regalos.

Fotos de paseos a la playa, al rancho de mis abuelos, a Monterrey, a McAllen, donde teníamos familia, a Ciudad de México, a San Luis Potosí, donde estudiaba mi hermano mayor, a muchos otros lugares, a veces todos juntos, a veces sólo mis padres y a veces la mitad de la familia.

Apenas logro reconocerme en algunas fotos. En algunas soy una niña flaca, bajita y dientona, en otras una muchacha esbelta, con cabello largo, una falda de piel negra y labios color vino moscatel. En otras, tengo el pelo corto y frenos, pero siempre con lentes. Siempre he usado lentes. Volteo las fotos para ver la fecha (que mi madre siempre ha tenido la precaución de anotar) y recuerdo el momento justo de la fotografía, qué hacía, dónde estaba, quienes eran mis amigos y alguna que otra anécdota a propósito de la fecha.

Después aparecen en el álbum las segundas y terceras generaciones. Mis sobrinas y sobrinos, los nietos y bisnietos de mis padres, algunos en el día de su graduación, o de su boda, otros bautizando a sus hijos, o celebrando sus quince años. Entre esas están las de mi familia. Mi hermosa y pequeña familia. Las de nuestra boda, las de nuestro hijo recién nacido, las de nosotros tres en alguna de las ciudades en donde hemos vivido, rodeados de amigos entrañables.

Mi esposo, yo y nuestro hijo en nuestra boda judía. San Miguel de Allende, 2016

Cierro el álbum y voy a la cocina de mi madre a servirme más café y a coger algún bocadillo para merendar (en la casa materna siempre hay algo rico escondido en algún rincón de la alacena). Tengo todo el tiempo para mí, pues estoy de vacaciones, así que vuelvo a “scrollear” el Facebook. 

Las fotografías son cada día más solitarias. Para empezar, son auto tomadas (selfies),  posando o haciendo muecas, cara de malo (mala), o cara de interesante, o con la sonrisa forzada y falsa, pues no estás sonriendo para alguien en especial, sino para todos los que te vean. Lo que abunda ahora es el culto al Yo, a la personalidad. “Miren mi pelo de colores, mis lentes enormes, mis tatuajes y mis piercing. Porque eso me define. Esa o ese soy yo”. Si acaso compartimos nuestra vida con alguien, esa persona es igual a nosotros. En nuestros muros abundan fotos de nosotros mismos, comiendo solos, viajando solos, celebrando alguna ocasión especial solos o con un pequeño grupo de personas (no sé si amigos), pero gente.  

Incluso si subimos fotos con un nutrido grupo de gente, por ejemplo, en una manifestación a favor o en contra de algo que consideramos importante, somos nosotros los que ocupamos el centro. Los demás, la masa, aparecen desdibujados y en segundo o tercer plano. Lo peor es que, una vez dispersa la multitud, no volvemos a reunirnos con esa gente, ni siquiera conocemos a la mayoría, mucho menos podemos decir que sean nuestros amigos.

Es como si quisiéramos reivindicarnos

Compartimos fotos de nuestros logros académicos, de nuestros diplomas y reconocimientos, de las charlas o conferencias magistrales que hemos dado, de los coloquios en los que hemos participado y, salvo raras excepciones, somos siempre nosotros y nada más. Incluso en las fotos de bodas actuales, son siempre los novios los que aparecen en primer plano en poses francamente fingidas (como la que emula al cuadro clásico del marinero cogiendo a su novia por la cintura al desembarcar de la guerra). La familia e invitados se ven difuminados, allá, atrás. Es como si quisiéramos reivindicarnos, recordarle al mundo que somos únicos y especiales, para que no nos olviden y estén siempre pendientes de nuestra vida a través de Facebook. El afán de protagonismo se impone.

Ese culto al “Yo”, en su forma más idólatra, ha llegado a hacer que muchas personas se cambien el nombre e incluso los apellidos. Como si eso pudiera borrar de un jalón su historia. Nuestros padres y a veces nuestros abuelos o hermanos, nos pusieron un nombre porque significaba algo para ellos, porque querían, de alguna manera, sentir que habían formado parte de una elección importante dentro de la familia. Quitarse o cambiarse el nombre es sólo una forma más de renegar de nuestra herencia.

Ya no nos asumimos como parte de un linaje, de una cadena familiar con raíces profundas, con historias compartidas, con tradiciones heredadas de abuelos y padres y que son las que nos unen, las que nos vinculan a unos con otros dentro de la familia. Las que nos recuerdan que, aunque somos individuos, pertenecemos a un clan, a un grupo que ha velado por nuestras necesidades, que ha estado pendiente de nuestros logros y los ha celebrado junto con nosotros, que ha sufrido con nuestras desgracias y que, si somos lo que somos hoy, es justamente porque ellos, los miembros de nuestra familia, nos facilitaron la vida para conseguirlo. 

Y, aunque seamos muy diferentes a ellos en gustos, en aficiones, en intereses, lo que nos une, lo que nos arraiga y nos dice que pertenecemos a esa familia y no a otra, son justamente esos recueros compartidos, esas anécdotas, esos momentos, esas historias cotidianas como cumpleaños, navidades, bodas, quinceañeras, funerales.  

¿Cómo creer que se lucha por una causa justa, de un país remoto y desconocido, a favor de personas que jamás he visto si ni siquiera sé dónde nacieron mis abuelos, a qué se dedicaban, quienes fueron mis padrinos de bautizo, cómo se llaman los hermanos de mis padres y dónde están enterrados o de qué murieron? Ni siquiera nos enteramos de quienes viven aún ni en qué condiciones. No preguntamos, no queremos saber. No nos interesa. La lucha por las causas justas es sólo un escaparate más de nuestro ego. Es tomarse la foto con una pancarta o un abandera y sentir que somos solidarios, justos y buenos. 

La solidaridad empieza con el prójimo y el prójimo empieza con los que estamos más endeudados, con nuestra familia. Ofrecerse a cuidar a un pariente enfermo, a llevar a un tío o tía anciano a visitar la tumba familiar, cooperar para el entierro de una prima o un primo que no tienen los recursos. Pagar la educación de algún sobrino o sobrina.

En el funeral de mi padre, hace ya casi nueve años, me reencontré con primas y primos queridos que no veía desde la infancia y fue como si nos acabáramos de despedir. Nos sentamos frente al ataúd rodeado de gladiolas y recordamos anécdotas y travesuras, apodos de vecinos y de compañeros de escuela, kermeses de barrio, desfiles en los que debíamos participar a fuerza, aunque fuera un domingo muy temprano y en los que siempre hacíamos el ridículo cuando pasábamos frente a parientes, amigos y vecinos que nos vitoreaban.

incluso a los que habían muerto

Después de las exequias, una vez concluido el entierro en la tumba familiar, junto a sus padres y hermana en el panteón antiguo de Matamoros, mi madre me hizo recorrer con ella algunas de las tumbas. Leía los nombres en las lápidas y me contaba acerca de esa persona. Los conocía casi a todos, incluso a los que habían muerto hacía más de 70 años. 

Más tarde, en la casa de uno de mis primos, nos reunimos para comer y seguimos recordando a mi padre, cada uno a su manera y cada quien con sus propias anécdotas con él. Yo volví al día siguiente a casa con los míos con un hueco en mi corazón, pero también con un profundo agradecimiento con la vida por haberme recordado quién soy, de dónde vengo y a dónde pertenezco.

Eso es de lo que estamos hechos. Esa es la materia a partir de la cual construimos nuestros sueños, anhelos, proyectos. Cada una de las personas que comparten nuestros apellidos y que han formado parte de nuestra vida, han contribuido, incluso sin saberlo ellas, a formar nuestro carácter y nuestra personalidad, la real, la verdadera, no la de Facebook. Porque incluso si no tenemos fotos juntos, los llevamos en nuestra memoria y ellos a nosotros.

Teresa de Jesús Padrón Benavides

Hermosillo, Sonora, México

Verano de 2025

Mis cinco hermanos con mi abuela paterna, Enriqueta. Matamoros, 1965
Fiesta de cumpleaños de mi primo Gerardo Solís Benavides, en 1964. Ahí están mis hermanos, yo aún no nacía


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Sobre el autor

Teresa Padrón Benavides (Matamoros, 1967) es Licenciada en Traducción por la UABC, casi Licenciada en Letras Inglesas por la UNAM y próximamente Licenciada en Literaturas Hispánicas por la UNISON.

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