Hoy presumimos con bombo y platillo el estreno de Jesús Montalvo en esta casa editorial,

la que día a día se consolida como una necia promotora de la lectura.

Lea por qué

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Para David Ezequiel Gómez Ibarra. Feliz cumpleaños

 

Varias son las razones que me hacen regresar al lugar donde nací y crecí. La razón principal es mi madre, y, por extensión, la familia; hermanos, sobrinos, amigos. Tijuana con su mítica, sus zonas neurálgicas y su sentido de pertenencia rayano en la caricatura, han ofrecido inagotable material a todas las disciplinas artísticas. Refiriéndonos, en este caso, a la literatura, un buen puñado de autores ha dejado su concepción de la ciudad (la obra Metro-Pop, de Fran Ilich, me parece lo mejor de lo mejor, seguiré defendiendo ese libro, por excelente, por único).

 

En mi primerísima juventud yo publiqué unos lamentables conatos literarios con Tijuana como protagonista. Quién sabe lo que me llevó a eso. En realidad sí que sé. Fue la inmediatez, los círculos, la ósmosis urbana de la frontera. Por supuesto, como la inmensa mayoría, me decanté por describir el halo sórdido, el vértigo de la noche, con sus yonquis y sus putas desangeladas y sus cantinas y sus resacas apoteósicas, para quedar como un poeta del infierno, el más maldito de los malditos ante los inexistentes lectores y los numerosos individuos del mundillo.  

 

Nuevamente me encuentro en Tijuana, y ayer, por puro ocio, por no dejar blancos los minutos en un café de la avenida Revolución, donde preparan el espresso ristretto como me gusta aunque no lo tengan en el menú, pensé en desarrollar una pequeña crónica sobre la ciudad. Algunos temas me saltaron a la cara, historias que a uno le han contado, viejas noticias de la nota roja, anécdotas personales (las peleas brutales en el Grullense eran mis favoritas, porque tenías la opción de participar o sólo quedarte a ver la sangre). Mi tentativa, mi lugar común se estaba dirigiendo sin querer, en inercia, por esa vía, la de narrar el sobado discurso del terrible sufrimiento en los separos después de una borrachera, adhiriéndome al desenfadado tono tijuanense, realizar el pastiche del pastiche. En fin, ya estaba yo en el poco fiable ejercicio de la retrospectiva. Pero el día estaba odiosamente bonito, se prestaba para pensar cosas tranquilas. Entonces recordé que aún no había comprado el regalo de cumpleaños para uno de mis mejores amigos.

 

David y yo somos amigos desde siempre. Fuimos vecinos durante gran parte de la infancia, y pese a que en determinado momento mi familia y yo nos mudamos a otro punto de la ciudad, jamás he dejado de frecuentarlo. De niños todos, él, yo, sus hermanos y los míos, corríamos sin parar, jugando a la pelota o robando moras y granadas de un terreno al final de la calle. David y yo, sin embargo, antes o después del fútbol o de los hurtos frutales, solíamos pasar lo días en el patio trasero de su casa, el cual era presidido por un árbol de pirul, cuyas raíces nudosas serpenteaban a ras de tierra entre pasto y helechos perpetuamente verdes. Nos convocaba un solo motivo, uno ancestral, anterior al Hombre: los dinosaurios. Era 1992 y nosotros, cada tarde, durante varios años, recreamos la Prehistoria en aquel patio. Nos gustaba, decíamos con seriedad alienada, la paleontología. Porque a los niños les gustan los dinosaurios, pero generalmente se queda en eso, en el gusto a secas por los dinosaurios, por lo monstruoso en miniatura. Lo nuestro en cambio iba más allá.

 

Él con ocho años de edad y yo con siete, sabíamos de memoria las eras geológicas, con sus respectivas especies de animales, las dietas de estos y sus ubicaciones geográficas (según los fósiles registrados) en el Supercontinente antes de la colosal separación de placas tectónicas, y en los que después pasearon en Gondwana y Laurasia, los continentes derivados a comienzos del jurásico. Acudíamos a la sombra del pirul, cada quien con una pequeña mochila o una bolsa de plástico. Se vaciaban los bultos… saurópodos y terópodos caían en un alud de plásticos. Los disponíamos en distintos lugares del patio, repartidos por eras, en manadas o pequeños clanes. Sabíamos que un Allosaurus y un Tyrannotitan no podían pisar la misma tierra, imposible el Jurásico tardío en el mismo espacio-tiempo que el Cretácico.

 

En nuestro juego no había cabida para el azar o el caos. Ni siquiera había lugar para la incertidumbre, pero tampoco para el aburrimiento. De hecho, distaba mucho de ser un juego, se semejaba más a un rito, una ceremonia. Después de acomodar los dinosaurios casi no volvíamos a tocarlos. No teníamos una trama, no los hacíamos actuar ni rugíamos en intentos por fingirles vida. Sólo hablábamos de ellos. No había imaginación, pero a falta de inventiva especulábamos sobre informaciones que la revista National Geographic nos proporcionaba. Fue hasta el año siguiente, 1993, que se nos abrió una cordillera de posibilidades. Se estrenaba Jurassic Park.

 

David y yo, de la emoción, creímos morir. Tras babear en el cine ante el Tyrannosaurus rex y posteriormente ver la película veinte mil veces en VHS, nos permitimos meter de cuando en cuando cochecitos y pequeñas figuritas de acción, para interactuar con los colosos prehistóricos. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Bendito Michael Crichton, bendito Spielberg. Igual preferíamos la contemplación llana y los comentarios en torno a nuestros reptiles de colores.

 

Los años pasaron con la velocidad y el peso de un camión sin frenos, y un día, no lo recuerdo con exactitud, seguramente sucedió cualquier día, dejamos de jugar. La adolescencia se presentó con sus propios misterios a resolver. Descubrimos, por ejemplo, que existían las muchachas, que existían las fiestas nocturnas y las cervezas a hurtadillas. Descubrimos el dolor de la muerte paterna: a mi papá se le ocurrió morirse un 30 de abril, y el papá de David arribó al Cielo pocos meses después. De súbito, sin saberlo, despertamos “al crudísimo día de ser hombre”, como el verso de César Vallejo.

 

Ahora, repito, estoy de nuevo en Tijuana. Mañana me veré con David, nos acercaremos a la barra de algún bar, nos pondremos al día, sacaremos a colación algunos recuerdos del pasado, y, con esto, de forma casual, de soslayo, uno incitando al otro (eso quizá sea lo más difícil, saber quién lo dirá primero), terminaremos hablando de los más recientes hallazgos de la paleontología, sabiendo que en ello estará implícita nuestra infancia, nuestra amistad a la sombra del pirul hace ya tanto tiempo, cuando los dinosaurios gobernaban la Tierra.

 

Por Jesús Montalvo

Fotografía de David Gómez

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Sobre el autor

(Tijuana). Ha publicado cuentos y una novela corta, casi noveleta, mejor dicho bolsilibro. Para verse interesante, suele poner sus semblanzas en tercera persona. Si le dan a elegir entre el allosaurus y el carnotaurus, él prefiere el segundo.

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1 comentario

  1. Tantas memorias, tantas anécdotas, tanta infancia, tan nosotros. Muchas gracias hermano.

    No tenías que arrancarme lágrimas, para disfrutarlo tanto.

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