Nos complace anunciar el ingreso de la intimista y elegantemente afilada pluma de Joel García a esta pobre casa editorial.
Bienvenidas todas
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En la espléndida novela Tú no eres como otras madres, Angelika Schrobsdorff se refiere a la memoria como el órgano que más daño nos hace y, curiosamente, como el que más felicidad puede proporcionarnos. En este sentido y tomando como oportuno pretexto lo anterior y, si usted improbable lector me lo permite, hablaré de mi cada vez más lejana infancia.
I
Pertenezco a la Generación X. Una generación quemada por el desencanto, ya saben. Nací en la década de 1970, en una familia atea de clase media baja. Por esos años estaba de moda entre los jóvenes leer a Marx y conversar sobre materialismo histórico. La lucha de clases se sentía tan espesa en el ambiente, que se podía cortar como se corta una barra de plastilina.
Mi padre, que era en ese entonces un tipo de personalidad chispeante -ya no-, pertenece a la estirpe de sujetos que a la fecha asegura que, por esos años, si no eras buen lector de Marx, o si no citabas a Marcuse en tus charlas, simplemente no era posible llevar a la cama a una linda universitaria.
El movimiento jipi, la liberación sexual, las vanguardias y todos sus ismos habían hecho lo suyo ya, influenciando a cierto segmento de jóvenes mexicanos. Ya saben, lo tópicos típicos de la generación nacida en los 50.
***
Corrían los años 70, y mis padres, ambos con estudios truncos y empleados de una universidad estatal, militaban en un partido político de izquierda de corte trotskista-leninista, el cual operaba en la clandestinidad. La reforma política mexicana no se materializaría sino hasta varios años después.
En la militancia, por obvias razones, todos los miembros del partido en cuestión llevaban seudónimo. Por lo que, cuando mi madre tuvo la genial ocurrencia de parirme, se inspiró –románticamente- en el seudónimo que mi padre portaba al interior de ese instituto político clandestino que, por esos días, pretendía –no sin poca ingenuidad- tomar el poder para cambiar el orden establecido mediante la estrategia de infiltrar con sus militantes al mayor número de sindicatos posibles, para así inyectar y diseminar el germen de la revolución obrera-campesina en la sociedad mexicana. El plan era estupendo, ya saben.
Corrían tiempos oscuros para todos aquellos sujetos con ideales y con hambre de justicia social e igualdad de derechos. Hombres y mujeres que -en su mayoría universitarios politizados- en ese momento estaban enfermos de ese extraño síndrome llamado juventud.
Recuerdo con claridad -porque muchas veces acompañé a mis padres- que la dinámica al interior del partido era un tanto extraña, quizá por su naturaleza clandestina. Pero hoy a la distancia entiendo que su funcionamiento se asemejaba más al de una pequeña secta politizada, pues no solo se discutían lecturas sobre pensamiento trotskista y materialismo dialéctico, o se planeaban estrategias para lograr los nobles objetivos del partido; sino que también se discutían temas del ámbito privado.
Por ejemplo, si una camarada estaba embarazada y dudaba sobre su proceso de procrear, automáticamente su problema se incluía en el orden del día del partido y el asunto se abordaba con seriedad. En ese tiempo, la responsabilidad de perpetuar la especie era un gesto que podía ser tomado como políticamente incorrecto al ser considerado por los revolucionarios camaradas, contrario a los intereses de la causa.
Así, la decisión de tener o no al producto, era compartida de forma horizontal y dejada en manos de la colectividad. Aquello era quizá una retorcida y curiosa forma de ejercer e interpretar el movimiento de liberación sexual y la noción de solidaridad. El partido era también una manada.
II
De entre las amistades de mis padres que más recuerdo durante esos años, destacan las amigas de mi madre. Vaya personajes. ¡Qué mujeres! Por la reducida sala de la casa -de interés social- de mis padres, desfilaron mujeres autosuficientes, oficinistas, obreras, licenciadas, estudiantes, doctoras, enfermeras, campesinas, sociólogas, trovadoras, historiadoras, economistas, escritoras. Mujeres inquietas, feministas inteligentes, politizadas, liberales enloquecidas y, por lo que platicaban, casi todas se cargaban una libido monumental.
He de confesar que disfrutaba mucho de las visitas de las chicas a casa. Sobre todo porque solían ser visitas de largas y aleccionadoras charlas, atravesadas todas por un hilo conductor: el hombre. Vaya repugnante y primitivo animal.
Cada vez que llegaban a casa las amigas de mi madre, me hacía el loco -haciendo como que jugaba a que era astrónomo instalando mi pequeño telescopio que me había regalado papá una navidad- y me quedaba quieto en el cuarto colindante a la sala, apuntando mi telescopio hacia el espacio, para así poder escuchar con claridad aquellas estimulantes y odiadoras conversaciones sobre lo detestables que podían llegar a ser todos los hombres. Pero las chicas también se referían con insistencia a un concepto que -con mis escasos 7 años- no alcanzaba a comprender, pero que repetían una y otra vez: patriarcado. ¡Vaya palabra tan más extraña!, la tuve que buscar en el viejo y enorme diccionario Larousse color rojo, que había pertenecido al abuelo.
La palabra “patriarcado” fue de mis primeras palabras favoritas. De hecho, la llegué a utilizar con cierta frecuencia en la escuela para impresionar a mis ingenuos amigos. Esa palabra se hizo lugar común de las chicas y mi madre. De hecho, en una ocasión llegué a contabilizar su repetición 24 veces en menos de 2 horas. Una locura.
Recuerdo que debido a la resonancia en mi cerebro de esas encarnizadas charlas, llegué a imaginar a mi padre como un verdadero monstruo come niños. Incluso, hasta lo empecé a ver como un ser detestable e indigno de mi amor. Por lo que empecé a tenerle miedo y a odiarle en secreto. “No hagas caso a lo que dicen esas brujas” Solía repetirme a mí mismo, para no rechazar a mi padre. Pobre de mi viejo, lo empecé a odiar muy temprano.
De esas encarnizadas charlas, escuché vociferar creativas frases como -palabras más, palabras menos-: “Cuando tenga un hijo varón, le enseñaré desde pequeño a orinar sentado para que experimente la humillación que siento yo por todos estos años de opresión patriarcal”. Confieso que esa frase me llamó tanto la atención, que mi curiosidad me llevó a ensayarla varias veces. Pero abandoné la práctica de orinar sentado cuando entendí que era algo muy poco práctico.
Extraño esos días, tengo que decirlo. Era un pasado mejor, no me queda duda. A pesar de que por esos días llegué a desear tener una madre más ordinaria y menos bruja.
Por Joel García
Bucólicas y con aires de melancolía son las casas de Davis, California. Fotografía de Benjamín Alonso
Gran texto, Joel.
Que forma tan sencilla, entendible y realista de escribir, me remontaste al pasado, pero comparto tu forma de pensar, eso no era liberación femenina.
Sigue escribiendo, saludos Joel
Que afortunado fuiste de vivir esas experiencias, sin duda fué una gran escuela, que te proporcionó gran capacidad de análisis, pero en algun momento construiste una especie de ácida y contradictoria mirada hacía las feministas y los feminismos.
Me considero afortunada. Entre mi hacer y tu decir, hay congruencia. Mom.