Charlie había despertado un lunes por la mañana después de haber tenido un excelente fin de semana. Él y su familia habían ido a la playa. Construyó un castillo de arena con su hermanita Marie de cuatro años de edad. Él era el mayor. A la misma edad que a la de su hermana le habían dado la noticia de que tendría un hermanito. Charlie había deseado que fuera un varón para jugar con él a los carritos, al futbol y a todo tipo de juegos que involucraran varones. Cuando supo que en lugar de un varón tendría a una niña como hermanita no le molestó, de hecho lo tomó para bien. Conforme pasaba el tiempo había un amor mutuo que crecía en ellos.
Ese mismo lunes en el que Charlie despertó su madre ya le tenía listo el desayuno. Uno a base de huevos con tocino y pan tostado, acompañado de jugo de naranja; el favorito de Charlie. Cuando se dirigía a la mesa de pronto su madre le dijo:
‒¿Adónde tan campante, jovencito? ‒le preguntó en tono cariñoso. ‒ Primero los dientes.
Charlie asintió de buena manera. Se cepilló los dientes y enseguida bajó a tomar su desayuno. El autobús llegó como de costumbre a las siete y media. El niño tomó su mochila, su suéter azul y vino su ritual diario: darle un beso de despedida a su queridísima madre. Lo que Charlie no sabía es que en esta ocasión, y para siempre, ese beso de despedida sería tomado de manera literal. Charlie salió de casa para nunca regresar.
‒ ¡Buenos días! ‒saludó al chofer al abrirse automáticamente las puertas del autobús.
‒ Buenos días, Charlie.‒dijo de buen agrado.‒ Pasa, que no queremos llegar tarde.
Charlie hizo caso y subió los escalones. En el interior del autobús estaban todos los compañeros y conocidos de Charlie sentados callada y ordenadamente. Era de regreso a casa, al término de las clases, cuando había todo un barullo, un torbellino en forma de niños en el autobús. Avioncitos de papel por aquí, pelotitas de papel por allá y uno que otro chiste acullá.
Charlie se sentó como de costumbre al lado de Martín, quien estaba del lado de la ventana. Martín era uno de esos niños escuálidos, con exceso de acné y de anteojos con marco grueso y de color negro al que todo el mundo le hacía bullying.
‒ ¿Qué tal tu fin de semana, Charlie? ‒le preguntó Martín mientras se subía el puente nasal de sus anteojos con el dedo de en medio.
‒ Excelente, Martín. ‒dijo Charlie eufórico‒ Fue un fin de semana familiar. ¿Qué tal el tuyo?
Martín se sonrojó un poco. ‒ Bien… ‒ respondió, con tono dubitativo y con asomo de nerviosismo. ‒ Bueno, muy bueno, de hecho. Fui con mis primos al zoológico.
‒ ¡Excelente, Martín! ‒le dijo Charlie dándole con el puño levemente en su brazo derecho.
Lo que en realidad hizo Martín durante todo el fin de semana fue reposar en cama. Había tenido una fiebre de 38.5° y no parecía mejorar, hasta el domingo por la tarde. El chofer había decidido hacer una breve parada en un 7-Eleven.
‒ Vengo rápido, muchachos. No se desesperen ‒dijo mientras bajaba de manera apresurada por los tres escalones del autobús.
A los niños no pareció importarles mucho, salvo a algunos ñoños que no dejaban de echarle una ojeada a sus relojes de pulso, ya transcurridos unos cinco minutos. Después fueron diez… quince… el chofer no aparecía y el tiempo no perdonaba. Estaba Charlie a punto de bajar a echar un vistazo cuando ve regresar al hombre del volante. Subió como un rayo al autobús y Charlie se percata de algo que no le gustó para nada: él no era el mismo chofer.
Acomodado ya en su asiento Charlie le pregunta a su compañero de al lado en tono confidencial:
‒ ¿No notas algo raro en el chofer? Va demasiado deprisa.
Martín alza un poco la cabeza hacia la derecha.
‒ Tienes razón. Ha de estar compensando el tiempo que hizo en la tienda.
No, dijo Charlie para sus adentros, dudo que sea por eso.
‒ Y otra cosa ‒le dijo a Martín. El chofer no es el mismo.
Martín soltó una carcajada tan fuerte que atrajo la mirada de la mitad de los niños que iban en el autobús.
‒ Estás imaginando cosas, amigo. Deberías dejar de ver tantas series policíacas.
Charlie hizo caso omiso a su comentario y decidió mejor creer lo que él vio.
Al pasar tres minutos decidió ir a averiguar por cuenta propia quién era el individuo que se había apoderado del autobús. Su corazón latía de manera violenta que hasta lo sentía en la garganta. No recordaba la última vez que había sentido tantos nervios acompañados de un mal presentimiento. En esto último no se equivocaba. Mientras pasaba por el pasillo del autobús sus compañeros de escuela volteaban a verlo con una interrogante en sus rostros. Tenía que sostenerse de los respaldos acojinados de los asientos, pues sentía una carga inmensa en sus piernas que casi le impedían caminar. Es como caminar entre arenas movedizas, pensó. Se encontraba detrás del extraño chofer cuando apenas alcanzó a decir:
‒ ¿Señor? ‒soltó en un llamado poco perceptible, pero que para sus adentros excedían los límites de sus decibeles.
‒ Señor… ‒volvió a insistir Charlie.‒ ¿Qué ha pasado con el otro chofer? Creía que…
‒ Vuelve a tu asiento, muchacho. ‒Le espetó.
‒ Sólo quería saber dónde está.
‒ El otro chofer tenía cosas urgentes que atender. Es por eso que yo tomé su lugar. Ahora, por favor, ¡ve y siéntate!
Charlie hizo caso y se devolvió hasta su asiento, no del todo convencido. En primer lugar por la actitud tan a la defensiva del nuevo conductor y en segundo porque lo notaba nervioso. Transpiraba en exceso y no dejaba de rozar su nariz con su dedo índice.
De pronto el autobús tomó un giro brusco e inesperado y todos los niños se ladearon. Los que estaban del lado del pasillo cayeron, seguido de gritos de sorpresa y de dolor. El conductor salió por una interestatal en la que no se veía ningún alma, salvo algunas aves volando por lo alto, de manera lineal y pacífica. A nadie le gustó la ruta que había tomado el nuevo chofer.
‒ Señor, ¿adónde nos dirigimos? ‒soltó una niñita‒. La escuela está por…
El conductor pisó el freno con tal peso que hizo al autobús chirriar. Los niños se estrellaron con el asiento que tenían enfrente.
‒ ¡SILENCIO! ¡Todos, TODOS ustedes! ‒vociferó poniéndose en pie la bestia que se había apoderado del control del autobús y de sus vidas‒. Ahora, escúchenme bien, pedazos de basura ‒dijo mientras se paseaba por el pasillo y colocaba unos objetos circulares con tres líneas delgadas en las ventilaciones del techo‒. Les tengo una mala noticia: hoy NO iremos a su estúpida escuela. En su lugar iremos a acampar a un lugar secreto, lejos, lejos de aquí y de donde puedan ser vistos y escuchados. Así que por favor dejen de molestar y compórtense como les enseñaron sus gordas y culos-redondos maestras, ¿de acuerdo? ‒dijo con una sonrisita.
El conductor soltó una carcajada violenta y repentina que puso los pelos de punta a más de un niño. Acto seguido se devolvió a su lugar, encendió el motor, sacó de su chamarra una máscara antigás y un pequeño control con un solo botón, el cual presionó después de haberse colocado la máscara. De las ventilaciones salió un humo del color gris como las nubes en las lluvias de verano. Encendió la radio a todo volumen donde se escuchaba a AC/DC tocando “Highway To Hell”.
Los niños quedaron dormidos después de haber inhalado todo el cloroformo que salió de las ventilaciones, entre ellos Charlie.
Pobres niños, pensó el demente conductor, que nunca despertarán. Que no verán otro amanecer colarse por sus ventanas, ni estarán para otro fin de semana a lado de sus queridísimos padres, ¡ni qué decir de su primera vez! El conductor soltó una carcajada mientras se le ponía dura debajo de sus pantalones.
Al ver una montaña gigantesca el conductor aumentó la velocidad y también su erección. Ochenta… cien… ciento cuarenta… ¡doscientos veinte kilómetros por hora!
‒ Pobres niños inocentes, ¡si tan sólo entendieran que estoy obrando como Cristo, nuestro Señor me ordena! ‒dijo el conductor‒. ¡Los liberaré a todos de sus pecados!
La montaña estaba cada vez más cerca. A doce, ocho, cuatro kilómetros. El fin estaba cerca.
El autobús se estrelló con tal impacto que quedó reducido a la mitad. La otra mitad se incendió al instante. Quemando vivos, aunque durmiendo, a todos los niños que de ahora en adelante estarán ausentes en cuerpo de la escuela. Aunque presentes en alma en las memorias de sus familiares.
Por Pedro Luis Salas Valdéz
Ilustración digital -realizada ex profeso- por Momo
Me deja un poco perpleja, pero sin duda leería algo más de usted.
Muchas gracias por el comentario!
Esté pendiente de la página, ya que se subirá más contenido mío.
Saludos!
Me he quedado perplejo, sorprendido y más… muy buen texto… es un sabor entre inocencia, terror y hasta erotismo… felicidades!!
Gracias por el comentario! Me alegra el saber que haya sido de su agrado. Estese al pendiente, pues ahí viene la precuela.
Saludos!
Me ha gustado un poco. Pero no me cuadra lo del cloroformo en la ventilación. Además de innecesario, ¿cuándo lo metió? Y me parece tramposo pasar del narrador focalizado en el niño y, de golpe, al chofer.
Al entrar el nuevo conductor en escena, dice que «subió cual rayo» por lo que no describe si traía el cloroformo o no, quizás para de cierta manera centrar al lector en la confusión matutina que se vive sobre el transporte escolar: no se percata de todo uno (menos un niño).
Puesto que no soy el autor, no puedo hablar respecto a las intenciones detrás de los cambios en la narración; que no necesariamente es «trampa» ese tipo de cambio (sobre todo si se maneja un narrador omnisciente en el texto). Sin embargo, 8 de cada 10 críticos literarios dirían que debe de haber una cierta transición entre puntos de vista.
Una agradable narración (independiente del tema por supuesto, que de seguro más de un padre o madre puede terminar con «el jesús en la boca»). Deja recuerdos de «The Thief of Always» por Clive Barker, mismo libro que recomiendo al autor si no lo ha leído.
Yo corregiría el tono en el se que se expresan los niños. Me parece inverosímil que lo hagan con tal propiedad: «Ha de estar compensando el tiempo que hizo en la tienda», por ejemplo. Por lo demás, la resolución tampoco me parece demasiado sorprendente ni reveladora. Lo digo, claro está, a fin de aportar algo constructivo y no con afán de simplemente joder.