La primera vez que leí un libro de Solís fue Díada (2004), y recuerdo nítidamente el impacto que me produjo la tenacidad y atrevimiento de su poesía, puesto que cuestionaba su propia materialidad desde distintos enfoques, con un dejo de sinsabor existencialista y escepticismo, pero al mismo tiempo con una acuciante necesidad de cuestionar la consistencia del mundo que se puede captar mediante la poesía. Pienso, por ejemplo, para ser más preciso, en uno de mis poemas favoritos de la vasta obra de Solís, se trata de “Mensaje”: 

No mires lo que dejas en mi cuerpo.

No desoigas la lengua navegando tu nombre.

No sigas erguida en el centro de los gritos.

No dejes tu yacer de pan desnudo en el rumor de los ojos.

No permitas que el silencio se vuelva una canción que desciende.

No creas esa fibra suspendida para el beso del viento.

No despojes de azúcar la palabra que circunda el velamen de la noche.

No limpies el pálido resabio de sangre que cubre las fotografías.

No rompas la calma donde naces como un fruto olvidado.

No olvides la luz de la impureza.

No escuches lo que escribo.

Lo primero que me llamó la atención, valga la obviedad, fue la repetición del “no” en cada inicio versal, esa invocación poética tan desesperanzada que retumba en una conclusión lógica en la última línea, y la que nos advierte, bajo la figura retórica de una amenaza tergiversada, que no escuchemos lo que escribe. ¿Pero cómo no hacerlo cuando ya lo has escuchado? ¿Para qué, entonces, leer poesía, si no es para escuchar lo que ella nos comunica? Me fue inevitable, en ese momento, pensar en la paradoja de Epiménides de Creta: “Todos los cretenses son mentirosos”. Fue una revelación que me permitió por primera vez plantearme el escepticismo de Ricardo Solís acerca del lenguaje de la poesía como forma de aprehender el mundo y sus experiencias.

 

Y es que escribir poesía en los años noventa era radicalmente distinto a escribirla en los ochenta o en los setenta, o más atrás. Yo siempre he pensado en esta época como un limbo ideológico, tanto así que incluso se le llamó el fin de la historia, según lo planteó Francis Fukuyama. Esta idea se desprendió de las críticas vertidas en el libro de Jean-François Lyotard, La condición postmoderna, sobre el agotamiento de las metanarrativas, aquellos grandes discursos estructurados en torno a un centro teleológico, con una finalidad trascendental en el drama de la historia humana y que a esas alturas del siglo XX ya habían caducado. Ante la falta de nociones ideológicas que guiaran el rumbo del planeta, ante ahora sí un capitalismo hegemónico y sin resistencias, era inevitable que surgiera en el arte una desazón equivalente a esos tiempos de euforia. Antes para los poetas era mucho más sencillo ocupar una posición política e ideológica, generalmente inclinados al socialismo, incitados obviamente por las grandes figuras de Pablo Neruda y de Ernesto Cardenal. Pero este mundo se había pulverizado de la noche a la mañana con la caída del muro de Berlín y prometía desvanecerse al fin del siglo XX con el apocalipsis. En ese tiempo postsocialismo y preinternet, ya no se podía ver el mundo con los prismas de la ideología; en este estado de orfandad, se podía, sin embargo, cuestionar el lenguaje, el reducto principal con el que se podía enfrentar, filosofar y recrear el mundo, y esa desazón existencial y escepticismo Ricardo Solís la pudo captar en su obra: la poesía como reflejo de un lenguaje caído, babelizado. Dicha pesadumbre, me parece que se capta ejemplarmente en Díada, pero sobre todo en Trapisonda (1998), un poemario que me parece se ha pasado por alto sin enfatizar suficientemente su importancia en cuanto a estos temas semióticos, desde su hechura lírica y su tremenda conciencia lacaniana sobre el lenguaje como deseo: cuando penetramos en el mundo como hablantes entramos al juego de la referencialidad entre las múltiples sustituciones posibles que entraña la relación arbitraria entre significante y significado. La distancia con el exterior es insalvable, aunque nos veamos obligados a creer que existe una identificación plena entre las palabras y las cosas. Esta ilusión genera un principio de insatisfacción constante. El objeto en sí o la realidad neuménica es incapaz de aparecer en lo pronunciado. El mundo se desvanece cuando se nombra:

 

Esto es el centro

así llamado por mí en el instante

de oprimir la tecla final en esta frase

donde pueden nacer las fisuras del deseo

las cicatrices del amor en la espalda de cualquier mujer

la mentirosa evocación tangencial del objeto

eso que nunca aparece

sin importar lo que intente la palabra.

.

En cuanto al estilo poético del navojoense, podemos acudir a la clasificación que expuso José Joaquín Blanco en su famosa Crónica de la poesía mexicana, en la cual configura las dos dominantes ontológicas con mayor impacto en la tradición lírica de nuestro país: poesía retórica y cultista versus la poesía coloquial, alejada de los excesos de las figuras del lenguaje, división formularia que actualmente pervive (y que acaso heredamos de la vieja lucha entre Góngora y Quevedo, entre culteranos versus conceptistas).

En este sentido, sin embargo, habría que ser conscientes de que ambos estilos no son excluyentes, como muchos podrían creer de forma simplista, sino que ambos coexisten y se “contaminan” mutuamente. Es así que es posible hablar de que en Solís perviven los influjos de la reflexión filosófica, las referencias mitológicas y las formas retóricas junto con los temas cotidianos, el fraseo que trata de imitar formas “sencillas” y conceptos del habla habitual, las construcciones sintácticas lógicas como la argumentación, la adversativa y la paradoja: en esta dualidad discursiva, encuentro claras en Ricardo Solís las influencias de la poesía de Miguel Manríquez y Abigael Bohórquez.

Solís y Bohórquez en el año 1995

Asimismo, hay que esclarecer que su estilo se aleja radicalmente de los modelos de escritura posmoderna, como lo son el palimpsesto, el mismo pastiche, lo kitsch, la escritura esquizoide, y se decanta por un estilo retórico clásico, breve, pulcro y bien definido, con construcciones sintácticas que recuerdan la aparente sencillez de los argumentos filosóficos presocráticos. Sin embargo, sus inquietudes sobre el lenguaje sí que lo emparentan con las preocupaciones del posmodernismo, que en sí mismo se construye sobre el cuestionamiento de la materialidad misma de los discursos.

Wittgenstein, el más grande filósofo del siglo XX, junto a Saussure, desmitificó el lenguaje y lo despojó de su aura bíblica y sagrada: ello constituyó su caída histórica y filosófica, como Terry Eagleton afirmaría después al criticar el libro La cárcel del lenguaje de Frederic Jameson, ya que no existía una relación natural entre las palabras y los objetos. Lacan también hablaría de ello, como ya vimos, pero en términos de una falta y de lo real (aquello que no se puede nombrar, lo inaccesible de los objetos).

Estas pulsiones en la poesía de Solís configuran una amenaza constante, el estigma permanente sobre el lenguaje y, por extensión, sobre la poesía, y ello origina una visión sobre la existencia, la cual parecería disiparse detrás de las palabras, el último bastión que el hombre posmoderno parece poseer frente al fin de su propia historia, tras la muerte de los grandes metarrelatos de la humanidad. Por ello, creo que la obra de Solís es importantísima, porque nos aporta y nos urge a reflexionarnos como seres capaces de nombrar, de construir ideas, sentimientos y emociones, vía el lenguaje, pero al mismo tiempo susceptibles de perderlo todo en la fugacidad de su materialidad, una angustia que el filósofo de Viena ya la intuía cuando sentenció en uno de sus aforismos sobre que habría que tirar la escalera una vez se haya subido por ella, es decir, toda vez que se alcance la comprensión filosófica del lenguaje no queda más que el silencio, ya que no puede existir lo que no tiene un nombre. Esta actitud de silencio, Solís la deconstruye en un brevísimo poema de Poesía nómada (1994):

Y resbalamos en la palabra

descalzos,

sin defensa. 

Resbalar en la palabra es la imagen opuesta (y anti-hierática) a la escalera del filósofo de Viena, tras lo cual se parece inaugurar esta conciencia acerca del mundo crudo, que nos enseña que está construido a partir de la matriz del discurso. En El fuego dormido (2000), en su poema “Huida”, sentenciará: “Por cada palabra: todos los fracasos”. Si el lenguaje es un habla caída, el mundo, que no se puede desligar de él, es eso: un fracaso, pérdida, falta. 

En Piel de lo posible (2000), en sus poemas “Numismática” y “Modelo”, Solís habla de una especie de arte poética, pero revela la tensión principal que ha ocupado buena parte de su búsqueda poética: la lucha entre la luz y la tiniebla. Gilbert Durand en su libro Las estructuras antropológicas de lo imaginario, habla de las dominantes simbólicas que se pueden encontrar en ciertas etapas de la historia de la literatura y que se reflejan en el simbolismo que los diversos escritores(as) adoptan. Se refiere a la existencia de símbolos diurnos y nocturnos, de esta tensión que se desata entre las fuerzas de la revelación y la amenaza de destrucción de lo verbalizable, del orden. 

Solís plantea en su poesía ambas facetas y es capaz de revertir sus pulsiones diurnas con breves, pero poderosas, imágenes de la oscuridad. En “Numismática” habla de que la palabra se origina y se nutre del sueño, imagen de la epifanía nocturna por antonomasia, pero termina el poema con la imagen de la belleza como una moneda al aire, en posición vertical, es decir, en la postura diurna por excelencia. En “Modelo”, se simboliza una cierta zona abisal, para finalizar con una negación:

Nunca su sola palabra 

con que deshace lo escrito 

para vencer la luz

en el blanco de la hoja.

La amenaza de la tiniebla es tan densa porque la tensión entre la búsqueda de la revelación poética del mundo y su destrucción o desaparición detrás de lo oscuro, del silencio incluso, es permanente, irresuelta, a diferencia, por ejemplo, en Canto a un dios mineral, de Jorge Cuesta, donde la palabra que arde sale victoriosa de la crisis de la penumbra del lenguaje lírico. El vencimiento de la luz, sin embargo, tampoco es completamente un hecho consumado, más que una idea persistente, al igual que la tendencia de Solís de realizar construcciones sintácticas basadas en el silogismo clásico, que van desde la negación (como en “Modelo”), pasando por la adversativa hasta la afirmación implícita o la paradoja.

Sería impreciso aducir que la obra de Solís no aborda otros temas e inquietudes, como la nostalgia, la intuición del olvido y la muerte, como en el extraordinario poema “De otra parte”, de su libro Tonos de lo claro (2007), o como en “Cánida”, de su libro Cuerpo en mi cuerpo (2011), o la angustia y el padecimiento ante la ausencia familiar y la nostalgia del lugar de origen que recorre el libro Los peces todos (1997). 

La poesía de Ricardo Solís constituye una pieza fundamental para entender la tradición lírica de nuestro estado. Su obra ha perdurado como referencia obligada a la hora de reconstruir la historia de la poesía sonorense y la cual ha trascendido a nivel nacional, con una de las visiones más sólidas y coherentes de la generación de los poetas de los años setenta. Su poesía nos ayuda a percibir estas regiones sutiles en pugna entre la luz la oscuridad, con tonalidades que abarcan la amplia gama del sentir humano, a través de un lenguaje marcado por el dolor y al cual Solís despoja de su fría funcionalidad, de su faz utilitaria a la que fue reducido por la filosofía del lenguaje y los estudios quirúrgicos en semiología, para hacerlo resonar con las angustias del ser concreto, mediante una inmensa lucidez que nos muestra el mundo como experiencia de la metamorfosis que el lenguaje poético es capaz de revelarnos.

Por Hugo Medina*

https://www.facebook.com/fugomedina

*Este artículo fue realizado en el marco del Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC), a través del PECDA Sonora 2023.



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Sobre el autor

Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad de Sonora y maestro en Letras Españolas por la UNAM. Ha obtenido, en diversas ocasiones, el premio del Concurso del Libro Sonorense en poesía, cuento, ensayo y novela.

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2 comentarios

  1. Qué importante que cuando iniciábamos en nuestra carrera literaria teníamos a poetas como Ricardo Solís y Alejandro Ramírez, que eran también jóvenes, pero que en verdad mostraban una responsabilidad con las personas lectoras y con su propios materiales poéticos. Yo aprendí de estos ejemplos —y de otros más, locales y no locales— que otra poesía era posible, que otra literatura era posible. Excelente y sesudo ensayo.

  2. Gracias, Carlos, sí, nos tocó leerlos cuando ellos estaban «en formación», sin idea de que integrarían una gran obra literaria, central para entender la poesía regional. Saludos!

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