Hermosillo, Sonora, México.-

Más allá del sol ardiente del mes de mayo, las paredes frescas del Auditorio del Colegio de Bachilleres en Villa de Seris fueron sede de un encuentro que no solo reunió a especialistas, padres de familia, profesionistas educativos y del sector salud. También sucedieron historias que merecían ser contadas en voz alta. Del 6 al 8 de mayo, el Foro de Autismo abrió sus puertas y su corazón a conferencias, talleres y, quizás sin proponérselo, a catarsis personales.

El primer día trajo consigo la fortuna del reencuentro con excompañeros de trabajo, colegas y amigos de distintas zonas escolares, así como la expectativa de lo académico: expertos en neurodiversidad, estrategias inclusivas, avances en diagnósticos, y técnicas para acompañar el desarrollo de personas en el espectro. El auditorio casi se llenó de padres y madres atentos, educadores inquietos y jóvenes curiosos por entender más allá de los manuales. Pero también se llenó de algo más difícil de describir: una vibración de empatía que fue creciendo con cada historia compartida.

Hubo interesantes talleres prácticos y espacios de reflexión y, particularmente hubo una sección del foro que llamó poderosamente mi atención: la muestra de cortometrajes. Bajo luces tenues a través de una pantalla, seres humanos muy cercanos al autismo compartieron su mundo interior a través del lenguaje del cine casi casero. Fue ahí donde ocurrió algo que no esperaba.

Entre los créditos iniciales de un cortometraje con un guion cuidadosamente improvisado, apareció el nombre de mi amiga Raquel. El corazón me dio un pequeño vuelco: era ella, una amiga de juventud a quien no veía desde hacía años. La misma con quien compartí algunas fases importantes de mi vida. Nunca imaginé que ese silencio era, en parte, una forma de navegar el mundo con Asperger.

Su historia comenzó a desplegarse ante mis ojos: en la pantalla, algunas imágenes y su inigualable voz contaba su desconcierto, sus malentendidos, su esfuerzo por encajar en un entorno que nunca se adaptó del todo a su forma de ser. Narraba, con una mezcla de ternura y agudeza, el momento en que fue diagnosticada y el alivio que sintió al entender que no estaba rota, solo estaba hecha de otra forma.

Al final de la proyección, hubo un breve aplauso y después un silencio que decía más que cualquier ovación. Me acerqué con el corazón latiendo rápido, como si estuviera por saludar a una nueva persona. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron, supe que era ella, intacta y distinta al mismo tiempo.

Nos saludamos como si los años no hubieran pasado. Me dijo que había “salido del closet”, que había decidido contar su historia, sensibilizar a la sociedad en torno al tema y luchar por los derechos de las personas con autismo.

Ese foro, que comenzó con talleres y conferencias, se transformó en algo mucho más grande: en un espacio donde las máscaras caen, donde las diferencias no solo se respetan, sino que se celebran. Y donde, a veces, uno se reencuentra no solo con una amiga, sino con una verdad que tenía años esperando ser dicha.



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