¿Para qué vivimos en ciudad?
Saludamos el debut de un viejo suscriptor 😉
Hermosillo, Sonora.-
Apreciable público: lamento profundamente haber recurrido a las peores tácticas de clickbait con el título de este artículo, con el único afán de captar su atención. A mi favor, el eterno problema de la movilidad urbana en Hermosillo, que al igual que el de tantas ciudades latinoamericanas, amerita dicho amarillismo: son cada vez más frecuentes los siniestros viales, y también más graves.
cuando hablamos de “siniestros”
A modo de introducción, cabe aclarar que cuando hablamos de “siniestros” en lugar de “accidentes”, nos referimos a eventos que pudieron haberse evitado, de no ser por una negligencia humana; entre las más habituales se encuentran el exceso de velocidad, el no respeto de semáforos o señales de alto, y la distracción por el uso del teléfono.
Biológicamente somos seres diurnos y sociales, y lo tengamos más o menos presente, la esencia de la ciudad es la convivencia. Así, desde el inicio histórico de los primeros núcleos, tomamos la decisión de abandonar el mundo rural para formar parte de las aglomeraciones urbanas por motivos fundamentalmente colectivos: mayor protección frente a amenazas externas, facilitación de los intercambios comerciales o profesionales, acumulación de alternativas de ocio, optimización de infraestructura y un largo etcétera.
Cabe aclarar que, tarde o temprano, todos los usuarios de la vía pública cometemos algún incumplimiento de las normas codificadas del reglamento de circulación, o las no tan codificadas del civismo. La mayor diferencia entre las distintas formas de movilidad radica en el impacto que nuestro incumplimiento tiene en nosotros mismos y en el resto de usuarios de la calle: con suerte, los mayores daños que provoca un peatón son golpes -o a lo sumo algún hueso roto a otro peatón-, arañazos a un automóvil o algunas plantas aplastadas si tiene la mala suerte de desplomar su cuerpo en cualquiera de las insuficientes áreas verdes de la ciudad. Por otra parte, una bicicleta provoca daños de mayor consideración, por el simple hecho de alcanzar velocidades mayores: en un desenlace fatal -estadísticamente poco frecuente-, un peatón puede fallecer a causa de la colisión con un ciclista. Pero en un siniestro provocado por un vehículo motorizado (motocicleta, automóvil, autobús, camión,…), hay altas probabilidades de que peatones, ciclistas e incluso ocupantes del vehículo siniestrado pierdan la vida. Solo hay que revisar las noticias locales cada semana para comprobarlo.
A veces, mi imaginación comienza a jugar
y plantea realidades paralelas. En una de esas ensoñaciones, visualicé a quienes somos conductores de automóviles como una especie de superhéroes; unos Tony Stark de rancho que más que realizar acciones heroicas, nos enfundamos en un exoesqueleto que proporciona poder sobrehumano al portador. En el caso de las ciudades, esto se materializa en la capacidad de controlar el desplazamiento de una mole de por lo menos una tonelada, a velocidades de más de 60 km/h. En tales condiciones, nuestra pequeña célula de seguridad metálica amplifica la visión de túnel, que a su vez deshumaniza nuestra experiencia en el espacio público, haciéndonos desconocedores de lo que en él hay y ocurre, y derivando finalmente en una mayor inseguridad en las calles.
La literatura acerca de la movilidad sostenible en las ciudades es inmensa y de fácil acceso. Por ello, el objetivo con estas palabras que el maestro de ceremonias Benjamín me invitó a hilvanar para alimentar más el debate, no es tanto posicionarme (más de lo ya hecho), como plantear cuestiones que cada persona debería reflexionar interiormente, para luego actuar en consecuencia: ¿Mis trayectos urbanos en auto me hacen más feliz? ¿También yo soy causante del atasco que cada día sufro? ¿La ciudad debería ser un lugar de respeto y convivencia? ¿Estoy dispuesto a que el automóvil dicte la pauta de cómo es la ciudad que anhelo?