Saludamos con orgullo el debut de don Ignacio Almada Bay en esta casa editorial



Hermosillo, Sonora.-

Hoy tengo el gusto de presentar el libro autobiográfico de Jorge Luis Ibarra Mendivil, quien es el primero de los integrantes de su generación que publica las memorias de la infancia y primera juventud, hilvanadas en las décadas de los años cincuenta y sesenta del siglo XX.

Este es un punto de llegada y un punto de partida para Jorge Luis, tanto en los planos personales como familiares de las opciones vitales, intelectuales y sociales. Dotado del don de gentes y de una sonrisa con los que se granjea las simpatías de quienes lo tratan, se abrió camino desde Etchojoa a Navojoa, Hermosillo y la ciudad de México para estudiar preparatoria, Derecho y Ciencia Política en la Universidad de Sonora y la Universidad Nacional Autónoma de México. 

Apoyado en la memoria y el presente ha escrito recuerdos y muestra una selección de ellos en 10 capítulos que suman 400 páginas. La memoria es dúctil, plástica, cambiante, escurridiza, selectiva y engañosa. El presente es el molde de la memoria. Así, la historia es el estudio del pasado desde el presente. El presente condiciona la percepción del pasado. El autor advierte a los lectores que este libro es fruto de “un ejercicio libre de memoria” que “puede ser sesgado o parcial”, pero que contribuye “a la reconstrucción de la memoria colectiva.” (pp. 53-54). Su recuento registra una considerable densidad de vínculos sociales propia de una continuidad transgeneracional.






A lo largo de estas páginas, Jorge Luis realiza un inventario de Etchojoa, con hincapié en sus gentes, sobre todo de las familias y las redes de parentesco, incluyendo también las casas, las cuadras, las calles, los barrios, los lugares de recreo y de convivio, y los límites del asentamiento, privilegiando la mirada como modo de conocimiento. El autor subraya que ha visto lo que describe.

Jorge Luis se detiene morosamente en las gentes empezando por su familia nuclear, por sus primas y primos –éstos son tan importantes que un subtítulo del libro podría ser “Jorge Luis y sus primos”-, tías y tíos, que complementan o suplen a los padres, las vecinas y vecinos, los practicantes de los oficios o menesteres –presentando un censo de cada oficio, aquí está una de las riquezas del libro por ser éste un directorio de ocupaciones y un álbum de familias, que lo llevará a ser consultado por las presentes y futuras generaciones-, y también reparando en las gentes de las orillas, los forasteros, los que van y vienen, los que aparecen y desaparecen, porque Etchojoa como todas es una comunidad restringida, que distingue entre los fundadores y quienes van llegando en oleadas o en cuentagotas y en los forasteros que arriban vendiendo mercancías o alimentos y se quedan de por vida, asimilándose, o los forasteros-viajeros que llegan y se van en caravanas artísticas o en circos, como las húngaras que leen la suerte y los húngaros que provocan suspicacia.

Jorge Luis también alude a los hijos del pueblo que saliendo a estudiar o trabajar se convierten en hijos ilustres de la localidad, donde sus seres queridos celebran su retorno con fiestas que tiran la casa por la ventana para aliviar el hueco de la ausencia. Pues nunca hay una despedida sin equipaje ni golosinas familiares, sin ancestros y sin difuntos. Y parte de los que retornan de paso lo hacen para mantener o recobrar la identidad del hogar común, dejando atrás penas y borrascas. 

En estas páginas, las gentes de Etchojoa son desgranadas por las sociabilidades: el parentesco, el compadrazgo, la escuela, los oficios, los deportes, los juegos de mesa, las fiestas religiosas y profanas. El autor se permite hacer guiños sólo a su amigo Fernando Robles, autor de la ilustración que abre el libro, luego de la hermosa portada que recrea la plaza del pueblo; y a su hermano Mario Humberto, un archivo local móvil, generoso y accesible.

La inocencia infantil se prolonga en un ambiente lúdico. En cuanto a su vida, Jorge Luis señala las iniciaciones: cuando leyó el primer libro, cuando vio la primera película, cuando bebió los primeros tragos de alcohol, cuando fumó el primer cigarrillo, cuando salió a dar la vuelta a la cuadra con una muchacha. Estos ritos de iniciación no incluyen aprender a manejar vehículos de motor ni a cambiar llantas en la carretera, los que entonces eran obligados.

Su capacidad de observación y de recolección de datos se exhibe en listados a guisa de inventarios de las carretas emblemáticas de Etchojoa, las marcas de los refrescos en boga, las tiendas y comercios que son también centros de reunión cotidiana, las plantas del monte, las palabras tomadas del vocabulario mayo usadas comúnmente, el impacto de las crecientes del río, y los efectos de la presa Adolfo Ruiz Cortines en los cultivos alrededor de Etchojoa.  

La trascendencia de la educación pública (pp. 166-182) es valorada por el autor como un instrumento de nivelación social, y de convivencia de niñas y niños de diferentes niveles socioeconómicos. Al respecto hace una serie de observaciones que incluyen la incongruencia en el trato áspero dado a los niños de la otra banda del río que hablan mayo y se les dificultaba la dicción y la escritura en español y la “cultura” compartida entre indígenas, mestizos y blancos, retóricamente alabada; el uso de los castigos físicos; el significativo papel de las historietas en la edad de cursar la primaria y la secundaria; el pegue con las muchachas; y el impacto del movimiento del 67.

El mercado es percibido como centro de reunión, de sociabilidad, de lugar donde se trenzan y compiten las ramificaciones familiares en las diversas tiendas, donde se compran y se intercambian las cartitas para álbumes de próceres o de jugadores del béisbol; donde hay mesas de futbolito que producen los característicos ruidos al vibrar las varillas que sostienen jugadores de madera que disputan la bola para tirar a gol y el golpe de la bola al chocar con la madera atrás de la portería.

Destaco por su prosa fluida y la riqueza del contenido, los capítulos donde el cronista le gana al politólogo, el capítulo “V. El espacio social” que presta atención a las cantinas y billares, pero también a los talleres y peluquerías como focos de sociabilidad, la Sociedad Mutualista como organización y como espacio de usos múltiples y el cine como conexión con el mundo exterior, las noticias y las modas, en ausencia de la televisión, y el posterior impacto en el autor de la película Cinema Paradiso que valora como parte de su vida; el capítulo “VI. Los ciclos del tiempo circular” que repasa el tránsito de las estaciones a lo largo de los ciclos agrícolas y las festividades sociales que van del Día de Muertos en noviembre a la fiesta patronal de la Santísima Trinidad en julio; el capítulo “VII. El intenso, rico y entretenido verano” para huir de los adultos a escondidas y escapar a darse chapuzones en los canales y bombas; y el capítulo “VIII. Visitantes temporales: raros, simpáticos y excéntricos”, unas observaciones misceláneas al Otro y a los otros. 

Hoy cuando el país se debate por una transición inconclusa y la opción autoritaria luce atractiva, cabe la siguiente reflexión. 

El autor omite el registro de la codicia, las envidias, los ajustes de cuentas, la puja por salir en el periódico, el apego al poder. Jorge Luis da prioridad a mirar y examinar las virtudes y la fortuna de los lugareños. De manera inadvertida o no, este libro es un elogio a los años que van de 1950 a 1968 por la cohesión social, los avances en la educación y la salud pública, la difusión de las tecnologías, la certidumbre financiera, la seguridad dentro y fuera de las casas, logros atribuidos al modelo económico del desarrollo estabilizador.

  Así, la disidencia en la comunidad sólo cristalizó en 1949 con los “pepinos” que siguen a Jacinto López, pero años después se diluye frustrada por el fraude electoral. Por otra parte, la desgracia emblemática de su generación es el accidente automovilístico ocurrido la noche del 25 de diciembre de 1970 donde pierden la vida cuatro jóvenes de Etchojoa y uno de Huatabampo –del que se omite el nombre- que se hallaba de visita en la casa de la novia en Etchojoa, tronchando las expectativas de sus familias y golpeando de manera atroz a los seres queridos que les rodeaban (pp. 218-219). Hasta el día de hoy los accidentes de carretera son de las principales causas de defunción de la población de Sonora entre los 16 y los 50 años. Todas las políticas públicas implementadas han fracasado para disminuir la ingesta de alcohol al manejar. A nuestra generación le toca abatir esta forma prematura de morir.

El paso del tiempo seguramente ofrecerá otros prismas y perspectivas para interpretar las dos décadas, de 1950 a 1970, objeto de la memoria de Jorge Luis. Ojalá que las reflexiones que Jorge Luis haga a partir de la circulación de su libro le animen a establecer un premio o una beca que estimule el rescate de la memoria de estos años o su estudio. Por lo pronto, Jorge Luis Ibarra Mendívil, esquivando los obstáculos que aparecieron en el camino, convencido de que “no basta con volver para que todo recomience como antes”, ofrece este puente entre la memoria y la percepción de la realidad, donde Etchojoa queda como una tierra encantada, donde hogares y tiendas conectan “a una antigua y casi olvidada plenitud, la de cuando todos vivían.”

Por Ignacio Almada Bay*

Fotografías de El Colegio de Sonora excepto la del libro, by CRÓNICA SONORA

*Texto leído por el doctor Ignacio Almada Bay en la presentación de Infancia de agua, tierra y sol. La vida en Etchojoa a mediados del siglo XX, del maestro Jorge Luis Ibarra Mendívil, el 18 de octubre de 2023.



ESTE ARTÍCULO APARECIÓ POR VEZ PRIMERA EN NUESTRA EDICIÓN IMPRESA NÚMERO 10



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Sobre el autor

Navojoa, 1949. Historiador. Profesor investigador en El Colegio de Sonora. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Otrora miembro del comité editorial de la revista Nexos. Contacto: ialmada@colson.edu.mx

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