Robbie Williams lo dijo cuando aún había tiempo. En su video para “Rock Dj” el cantante aparece en una pista circular y pretende atrapar la atención de las hermosas mujeres que, patinando, lo circundan. Primero se quita la ropa. Después empieza a despojarse de su piel, mientras arroja pedazos de carne y sangre a su público ahora en éxtasis.
El mensaje está en la botella: no quieren tu talento, no desean tu identidad, piden la entraña. Porque son caníbales, porque disfrutan con tu sufrimiento y con tu deshonra.
Y jamás quedarán satisfechos.
Humillada y ofendida, la historia de Tonya Harding queda expuesta en Yo, Tonya (I, Tonya, Craig Gillespi, 2017), como una cinta biográfica construida contra sí misma, pues comprende a los protagonistas pero jamás los justifica, porque en realidad es imposible hacerlo. Ni modo. Pobre Tonya.
El 6 de enero de 1994 la principal rival de la Harding en pos de la competencia olímpica, Nancy Kerrigan, fue atacada: intentaron romperle la crisma o la pierna, cualquier parte del cuerpo que la sacara de la competencia. La noticia del atentado y la supuesta participación de Tonya Harding provocó un frenesí mediático apenas comparado por el escándalo que, muy pronto, escenificaría O.J. Simpson.
Todo esto antes de internet. Antes de las redes sociales. Antes de la aparición de la jauría que a todos amenaza.
Así las cosas Yo, Tonya elabora un falso documental – en la era de las “fake news” -, incorpora actuaciones de lujo, una edición monumental y los ingredientes de comedia negra, negrísima, que provocan la risa y la carcajada ante eventos que, por ser reales, resultan todavía más patéticos.
Mucha atención. El montaje de esta película toma, con toda corrección, sombras y siluetas de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) y, sobre todo, de Annie Hall (Woody Allen, 1977). Y eso no es malo, al contrario. Resulta que a través de la edición podemos saborear, con todo morbo, el temperamento explosivo de los presuntos implicados. ¡Excelsior!
¿Mencioné el soundtrack? La selección de las canciones se unta en la piel de la Tonya en cada gota de sudor y lágrimas en este cuento donde una cenicienta es cercada por su irreversible condición social.
Yo, Tonya es el relato del origen disfuncional de Tonya Harding (Margot Robbie, la mejor interpretación de su carrera). Si como escribió Tolstoi, las familias infelices lo son cada una a su manera, los golpes físicos y sicológicos que recibió la patinadora desde niña, sitúan a la cinta en las antípodas del american dream: hipocresía pura de la élite deportiva norteamericana, violencia y abuso doméstico que roba con impunidad salvaje la niñez de la víctima. Pobre Tonya.
“I made you a champion, knowing you’d hate me for it. That’s the sacrifice a mother makes!”, escupe LaVona, mamita querida (Allison Janney, en una actuación de antología), perversa, amargada, desnaturalizada y obsesionada con el éxito de su primogénita.
En las miasmas de los white trash está el amor infausto de la Harding, Jeff (Sebastian Starling), quien a punta de chingadazos y reconciliaciones será la mecha que incendia la conjura de los idiotas en compañía de su compadre, Shawn (Paul Walter Hauser, maravilloso papel). Ellos arman el complot más estúpido. Chivos en cristalería.
Yo, Tonya no deja títere con cabeza. Tonya Harding, talentosa patinadora artística, no pasó a la historia por sus atributos deportivos, sino por haber sido crucificada al no reunir los valores esperados: familia ejemplar, castidad, sumisión y un vestuario correcto.
Aunque, hay que admitirlo, la Tonya tampoco puso mucho de su parte para evitar el desastre. El filme no pretende exonerarla. El humor ácido de la puesta en escena coloca a la patinadora, por momentos, como un gran chiste. A lo Simpson.
En este juego cruel de defenestración a las celebridades han sido las mujeres quienes han corrido la peor suerte. Amy Whinehouse, Britney Spears, y en México Gloria Trevi y Ana Gabriela Guevara, pueden dar testimonio de esta inquisición que se ensaña y no perdona.
La reconstrucción de la truculenta e impresionante leyenda de un patito feo, que al convertirse en cisne se convierte en el oscuro objeto del deseo del canibalismo y la caída, sin duda es un argumento que llega con toda oportunidad para llamar la atención de #Metoo: ¿Qué hacemos con los abusos perpetrados por todos? ¿Son sólo los atropellos sexuales los únicos que debemos denunciar y combatir?
La esencia de todos los chistes es la desgracia ajena. Nos reímos de la humillación del otro. Siempre.
No tenemos reparo ético o moral en reír (a carcajadas) durante Yo, Tonya. No nos sintamos culpables, es una comedia provocativa. Los pendejos fueron otros, no nosotros.
¿Significa eso que Yo, Tonya es tan cínica y sensacionalista como el contexto que pretende desmitificar? En una de esas y sí.
Pobre Tonya.
Por Horacio Vidal
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