Una de las técnicas empleadas por los medios de comunicación con el propósito de hacer de la realidad una mercancía demandable es la creación de noticias espectaculares. En ésta predomina una dinámica: dar datos imprecisos pero comercializables, es decir, objeto del morbo y el debate, como los que nos ha ofrecido el gobierno al juzgar de “atípicos” los recientes incidentes del metro y, sumado a eso, considerarlos probablemente “premeditados”. Pareciera que el gobierno ha dejado de ser una entidad política para convertirse en una empresa de producción de contenido mediático, muy acorde a los tiempos…
Y es que atípico es un término poco afortunado para juzgar un incidente que ocasiona la muerte de personas, como el originado por la coalición de trenes este enero. Más bien, y para poca fortuna de los mexicanos, el adjetivo debía de ser “usual”. Sobre todo cuando se tiene noticia de que en los últimos cinco años han perdido la vida más de 230 individuos en las instalaciones del metro. Poco menos de treinta debido a deficiencias operativas, me refiero a problemas de comunicación, incidentes eléctricos y fallas estructurales entre otros; y poco más de 200 consideradas suicidios. Muchos mexicanos, muy a pesar del gobierno, solemos poner las situaciones en contexto para ponderar los hechos y alejarlos de la tónica política.
Otra característica de la producción mediática es la legitimación, o en su defecto cuestionamiento, de un proyecto de gobierno; en este caso, el del partido en el poder. En ese sentido, los sucesos del metro son la punta de lanza para que Andrés Manuel López Obrador se justifique a sí mismo en su continuado intento de controlar los espacios públicos, que no es lo mismo que mantener la paz social, a través de la Guardia Nacional. Hay una clara diferencia entre el propósito político y la necesidad ciudadana.
Bastante se ha dicho que la Guardia Nacional es una fuerza de seguridad pública encaminada a preservar el orden social. Pero en esta realidad no va a restablecer el orden, sino que inusitadamente va contra un enemigo que en esta situación no es un delincuente o un extranjero que viola la ley, sino que se plantea como la población civil que, siendo usuaria del metro, ha padecido el acoso y registro de los elementos de esta institución. No está demás mencionar que, como normalmente ocurre, la disminución de la incidencia delictiva debía correr a cargo de las fuerzas policíacas locales, ya que son las encargadas de velar por “el orden”, concepto que dista mucho de las ideas de “defensa” y “combate” que pareciera que el primero de los organismos desplaza en el espacio público.
Pero sobre todo, la espectacularización de los sucesos del metro capitalino forma parte de un hecho común y corriente, básico y necesario en la producción mediática: la comercialización de la noticia. Me da la impresión de que al gobierno y a un sector de la población mexicana la une algo así como un contrato fiduciario que compromete al primero a generar información acorde a las necesidades de ánimo y emociones de los segundos, esto es, individuos que han ideologizado el concepto de justicia social para hacer realidad (por lo menos de manera mediática) una fantasía: encontrar en el presidente su principal baluarte.
El ámbito público se me plantea así como un escenario donde una gran empresa de medios, el gobierno, redacta una nota en la que la realidad ideologizada se proyecta como noticia vía la voz de las personalidades que ocupan las instituciones de poder. La desgracia se convierte, pues, en mercancía monetizable de valor político.
Fotografía de Eduardo Cabrera para La Razón de México
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