Una cantina vacía es deprimente, pero una cantina llena también lo es. La cantina ideal siempre tiene el número adecuado de parroquianos. ¿Qué cuál es ese número? Vaya a su recinto etílico favorito, párese en el marco de la puerta y lo sabrá. Apenas los aficionados son capaces de discriminar entre una cantina y otra: ponderar las ventajas del espacio, de la hechura de las mesas y las sillas, de la miserable pintura que araña las paredes, de los baños, del mesero o del cantinero, de la música de la rocola, de la temperatura adecuada de las siempre insuficientes bebidas, de la fauna nociva o mejor dicho de sus fieles asistentes, de la mejor hora para asistir, de la ubicación en el plano de la ciudad, etc. Es debido a estos aficionados que eligen por temporada una cantina para colmarla, como si eligieran un destino turístico o el trayecto más corto a casa, que hasta la cantina más venerable puede volverse repulsiva para los que nunca juegan con emborracharse.

 

Apenas los aficionados, porque un verdadero borracho, un santo bebedor, apenas reparará en detalles tan insignificantes: para ellos la cantina es un estado de excepción, un limbo; el santuario donde se preserva del mundo. Para mí, una de esas cantinas era el Pluma Blanca, en Hermosillo, hasta que algún payaso catador de miados corrió la voz de que era el lugar de moda y comenzaron a sitiarla seres de todo tipo, rango y posición. Creo que alguna vez, parado de puntitas y asomándome desde fuera porque ya no cabía una botella de cuartito más, vi a Sean Penn vestido como jipi de secundaria acaparando la barra y abrazando a dos estudiantes de enfermería de la Unison, o al menos eso creo que eran por el uniforme. Fue cuando puse los pies en la tierra y me desterré de allí. Esa cantina ya no me pertenecía. Decidí trasladarme una cuadra y meterme a la de la competencia, a la siempre más aséptica Seven o Eleven.

 

Siempre supe que el Seven o Eleven no era el sitio donde hallaría la felicidad, pero que al menos no haría ningún esfuerzo, si deformo un poco más las palabras de Onetti. Y me resigné a ver deportes de todo tipo en la televisión, a sobresaltarme con el choque de las bolas de billar, a pagar cada botella que me iban destapando, a encontrar siempre ocupado el lugar que un día antes me había parecido cómodo, a beber, ahora sí, hasta la inconciencia.

 

Fue en una de estas noches de desilusión que me hallé sentado a un lado mío al escritor Ismael Mercado Andrews, fundador y socio deshonorario del Pluma Blanca, el primer parroquiano en contar con su propio busto de cera en su cantina favorita. Al principio no lo reconocí porque lo vi sentado, no bailando paganamente como es su costumbre, elevando sus brazos al cielo como dos pitones que se calientan al sol después de un frio invierno. Me le quedé mirando hasta que su doble figura se hizo una.

 

-¿Ismael? –dije.

 

-No me dejaron entrar, no me dejaron entrar –repitió incrédulo con su voz de ladrillo.

 

-Ah, sí, supe que cambiaron al guardia de la puerta –fue lo único que le dije, pero Ismael ya no me escuchaba, o yo en realidad no había dicho nada, no lo sé.

 

Bebimos sentados en la barra por dos o tres horas, apenas alzando un dedo para exigir la siguiente cerveza. Dos buitres desplumados. Decidí invitarle una botella a Ismael cuando al cabo de un rato vi que no pedía otra. En esta cantina no tenía cuenta abierta, debía pagar el consumo al instante.

 

-Te voy a decir lo que le dije al rector en el 67 para tumbarlo -me dijo.

 

Yo creí que escuchaba mal, sin embargo supe que eso había dicho porque tenía su boca muy pegadita en mi oreja y me miraba con misterio, o a lo mejor confundí esa mirada con su problema de estrabismo.

 

La leyenda dice que Ismael Mercado Andrews, el escritor de El día que explotó la rabia y No quiero ser como el amanecer que termina con todas las fiestas, dirigente del movimiento de protesta estudiantil en la Universidad de Sonora en 1967, fue quien consiguió que el rector de la Unison dejara el cargo de la máxima casa de estudios en Sonora. En las borracheras, Alonso Vidal, el poeta sonorense, siempre nos decía que Ismael había apartado al rector Moisés Canale en las escalinatas del teatro Emiliana de Zubeldía, y que después de un breve dialogo, el rector bajaba y anunciaba su renuncia. La eterna pregunta para Ismael era qué le había dicho al rector para convencerlo de renunciar. Esa era la eterna pregunta sin respuesta, porque también era de todos sabidos que Ismael no hablaba de ese episodio a nadie, ni siquiera a su gran amigo Alonso Vidal.

 

Y acababa de decir que me lo confesaría. Recuerdo que volteé a mi alrededor para cerciorarme de que nadie más lo había escuchado, aunque el ruido del estéreo casi nos hacía gritar para darnos a entender.

 

-¿Qué le dijiste al rector, Ismael? –le pregunté para no darle tiempo a que se arrepintiera. Me imaginé escribiendo un libro con esa historia, me imaginé con el poder secreto de esas palabras. Imaginé que en mi vida miserable se abriría por fin una tregua, un descanso. No sé qué otras tantas cosas idiotas imaginé. Estábamos borrachos. Yo estaba muy borracho.

 

Ismael clavó aún más la boca pastosa en mi oreja y confesó su secreto. Yo asentí ante el ruido. Luego se levantó, el abanico de pedestal movió sus ropas como si estuvieran sujetas de un tendedero, dijo algo más que no entendí y marchó. Yo salí de la cantina a las dos de la mañana. Mejor dicho alguien me echó a un taxi a las dos de la mañana. Al día siguiente desperté pasadas las dos de la tarde, con el tiempo escaso para llegar al periódico. Sentando en el escritorio, después de dos cafés y cuatro aspirinas, me vinieron destellos de la noche anterior. Me acordé de Ismael, de su historia, pero cuando quise recordar las famosas palabras que me había confesado no pude hacerlo, no me acordaba de ellas. Pasé la tarde imaginado el momento en el que me hablaba en la oreja pero nomás no pude saber qué fue lo que me dijo, cuál había sido su secreto. Lo intenté recordar todavía dos o tres días más y no pude. Recordaba las imágenes de la noche, no estoy seguro si los diálogos eran correctos pero no hallaba nada falso en ellos, pero ni siquiera podía formular la idea de lo que me había dicho, no ya la frase literal, la idea que me había dado. Nada.

 

Tiempo después el Pluma Blanca pasó de moda. Toda la fauna nociva emigró a La Verbena, como esas plagas de insectos que van de campo en campo destruyéndolo todo. Ismael pudo volver a su cantina, a bailar junto a su rocola. Yo ya no me atreví a volver, se había corrido la voz de que era un asiduo del Seven o Eleven y no quise decepcionar a nadie desmintiéndolo.

 

Por Alfonso López Corral

Fotografías de Benjamín Alonso Rascón,

ambas realizadas en el Pluma Blanca del año 2003.

Papazul y AnayelI en PB (2003)

Pluma Blanca 2003

Sobre el autor

Alfonso López Corral nació en Navojoa en 1979. Su más reciente libro publicado es «Cien caballos en el mar», por Editorial Paraíso Perdido.

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