Abrimos semana con estreno internacional 😀
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Ayer le compré tres libros a un anticuario bogotano: La gramática de la vida y El lenguaje de la locura de David Cooper, un médico psiquiatra que dedicó gran parte de su obra a criticar a la psiquiatría con algo que él, junto con otros teóricos, llamaron “la antipsiquiatría”. La política de la experiencia de R. D. Laing es el tercer libro y en general lo que ahí escribió tiene la misma empresa que los dos anteriores. La locura, o sea ese “lenguaje demente”, es un acto político y por esa misma razón se busca su normalización a través de las instituciones creadas por las clases dominantes. Advierten –se advierte en las tres reflexiones– que la locura de la que se habla es aquella que más o menos está en todos nosotros, una locura universal, muy lejos de la esquizofrenia diagnosticada por la psiquiatría. Pero ojo, que de pronto se puede pasar de esa locura –de ese acto político– al encierro del cuerpo esquizofrénico por promover la desestabilización de la normalidad. Aquí está en evidencia el poder del nominalismo psiquiátrico: “loco” o “esquizofrénico” es determinado con base a la verdad o al discurso de la verdad.
A David Cooper lo conocí unas semanas antes de comenzar el primer semestre de la carrera en psicología en México. Muy cerca de donde mi padre tenía su oficina había una librería de viejos y con treinta pesos que encontré en mis bolsillos me compré El lenguaje de la locura. El libro estuvo guardado en mi pequeña biblioteca hasta ese día que me vi esperando al profesor de mi primera clase universitaria desde una de las mesas de la cafetería a las siete de la mañana. Podría decir, entonces, que el primer libro que leí en mi carrera fue ese, pero igual lo dejé inconcluso porque sin que me diera cuenta las lecturas que encargaban en cada materia iban aumentando imparablemente. Me preguntaba cómo sacar tiempo para poder cumplir con aquel compromiso académico que en mí nunca decayó. Durante los cinco años –el programa exigía a los matriculados al menos nueve y hasta diez semestres– intenté leer de punta a punta cada uno de los capítulos y cada libro que nos encargaban. Pero me fui agotando hasta que mi profesora de filosofía de la ciencia me dio uno de los mejores consejos que he recibido en mi vida académica: “Puedes seguir quemándote las pestañas con toda esa mierda que te dan a leer, o bien asume la responsabilidad de elegir los textos y autores que te interesan”. Eso hice y durante toda la carrera tuve la sospecha de que mis argumentaciones mejoraron y que cada una de mis intervenciones en clase terminaban en el mismo puerto.
El local de Gabriel Corchuelo, el anticuario, está en la Carrera 11 No. 67-24 –“en la once, sesenta y siente con veinticuatro”, dirían los colombianos–. En la planta baja –aquí eso es el primer piso– están los libros apilados en pequeñas mesas o en estantes que casi besan el techo, y juntos formas pequeños pasillos en donde uno huele y siente el paso del tiempo en los libros. No sólo se dedican a vender, también compran y restauran aquellos títulos que los bibliófilos llevan bajo el brazo como tesoro recuperado en una isla perdida. Estuve ahí viendo portadas, revisando índices y leyendo cuartas de forros y prólogos durante tres horas hasta que me decidí por los tres libros que me compré. El primer piso –aquí eso sería el segundo piso– está lo que ellos llaman un “café libro”, ahí hay libros de reciente publicación a la venta y una pequeña máquina que expende tinto o perico para pasar el rato o a “esperar mientras escampa”. A uno ahí el tiempo se le pasa rápido, como la prisa de las sombras bajo los muebles cuando alguien entra al cuarto y enciende la lámpara.
Por la mañana impartí una conferencia en el departamento de física de la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. Hablé frente a los chicos y a los profesores sobre la posibilidad de desestabilizar esa insistente perpetuidad de los conceptos científicos que van de boca en boca y de facultad en facultad sin el revestimiento del paso del tiempo. Convertí en idea la concepción moderna de laboratorio y la Odisea de Homero me sirvió de punto de partida para terminar en el puerto del mercado mundial y la inversión privada de las farmacéuticas en los laboratorios universitarios. Cuando escuché las preguntas me di cuenta de que el objetivo se había logrado, pero también me percaté de que tuve una regresión intelectual a los años de mi carrera, cuando en el auditorio universitario sostenía que la psicología servía, al menos, para paliar los dolores de la sociedad moderna. Me vi camino a mi salón de clases leyendo a David Cooper y escribiendo mis ensayos afirmando que la psicología que nos estaban enseñando los profesores no era más que producto de un revisionismo inmediato, y que la que yo quería aprender estaba en los clásicos, en los disidentes y contestatarios de la tradición racionalista y normalizadora del comportamiento humano.
Me doy cuenta de que voy de ese primer día de carrera a la tarde de ayer, de las lluvias del invierno mexicano al aguacero rolo y coqueto. Supongo que a todos nos pasa, eso de volver, eso de hacer reminiscencia y encontrarse con que uno no cambia, más bien le da por ocultar lo que fue; pero irremediablemente se delata, eso que está allá atrás –si es verdad que el pasado está a espaldas de uno– emerge en momentos inapropiados, como cuando uno está ofreciendo una charla a estudiantes del departamento de física. Pasado y presente están ahí. Una pareja preguntó por Richard Rorty, que “en la Nacho es lectura obligada” dijeron y el pelusa que atendía preguntó si fulano de tal seguía siendo el titular de la cátedra mengana, la pareja afirmó al unísono y después el encargado externó orgulloso “es que yo también me gradué de ahí”. David Cooper ya estaba en mis manos, junto con Laing; me despedí convencido que basta con que uno asome la cara al recuerdo para que le caiga encima como cascada mnémica. ¿Será que el pelusa, que en más de una ocasión me preguntó si me podía ayudar, recordó con aquella pareja que una vez rondó los pasillos de una facultad que conserva residuos de su existencia? Cómo podía saberlo si pagué y me fui librando los charcos de la avenida que estaba flanqueada por expendios de cafés.
El anticuario se despidió de mí con un “tan propio, usted, siga. Aquí lo esperamos a que vuelva”. Seguramente volveré y lo iré convirtiendo en mi librero oficial, porque Margarita, mi librera en Ciudad de México, espera por mi regreso que quizá tarde un poco, pero ese plazo sin duda se cumplirá. Después el café nocturno para “dejar pasar la hora pico” y subirse al Transmilenio que me trae hasta mi estudio. Entonces escucho conversaciones ajenas en la mesa de al lado –una costumbre que me viene desde la infancia, cuando mis papás y mi abuela platicaban hasta muy entrada la media noche y yo me hacía el dormido–, saco mi libreta y tomo notas de la mala noticia que la bailarina le dio a la profesora.
Simulo la locura visitando tiendas de anticuarios, clavo la nariz para decir que rondo la razón y respondo a los impuestos que cobra la vida cotidiana de una ciudad a la que poco a poco voy perteneciendo. Y a los años de mi carrera le rindo homenaje olvidándolos con esa parsimonia de quien no quiere abandonar la regresión, o más bien resguardo las imágenes en diarios que de vez en cuando consulto para darme cuenta de que sigo siendo el mismo chaval que llegaba derrapando a las clases de siete de la mañana, sólo que ahora soy yo el que deja esperando a sus estudiantes.
Bogotá, Colombia.
Texto y fotografía por Afonso Brevedades
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