Basada en hechos reales
En una casucha de la colonia Solidaridad, aquí en Hermosillo, la mañana transcurría radiante para Marcos Clark. Era un día propicio para ejecutar su plan, diseñado con el fin de obtener algo de dinero y así mitigar la crisis por la que estaba pasando. Planchó meticulosamente su única camisola blanca, misma que reservaba para ocasiones especiales; hizo lo propio con su pantalón de vestir plisado color azul oscuro, a sus zapatos negros les sacó brillo con residuos de jabón de baño, la crema y la grasa para lustrar eran un lujo que no se podía dar.
El Clark, como le decían en la universidad, rentaba esa casa junto con su hermano y un primo desde que llegaron del norte de Sinaloa a estudiar en la Universidad de Sonora. Como estudiante de psicología sentía que podía aplicar lo básico de la psicología inversa y sacarle algún provecho. En cuanto a lo poco que entendía de psicología positiva, habría de aplicarla para sí mismo.
Con una determinación desbordante, El Clark salió de la barriada luciendo su cabello castaño bien recortado y una ropa que le quedaba muy al cuerpo. Sería por razones genéticas o por la escasa despensa en la cocina, pero su abdomen era lo que se conoce como “abdomen de lavadero”.
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En otro lugar de la ciudad, en la colonia El Ranchito, Evaristo Luna, de oficio yesero, ya tenía preparado el lonche y se disponía a calentar su carro, que si bien era ilegal, se trataba de un BMW, porque El Luna siempre procuraba el estatus y, por lo mismo, no iba a conducir cualquier carro. Por eso no consumía hierba ni piedra, decía que eso era para macuarros, que él no era tan corriente y, por lo tanto, consumía whisky y polvo del más refinado. Por eso se propuso ser yesero, de los oficios mejor cotizados en la construcción.
Por fuera de su casa lo esperaba su ayudante para ir a trabajar en el desarrollo urbano más exclusivo, por los rumbos del Estadio Sonora, al poniente de la ciudad.
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Marcos Clark llegó a su destino, era el crucero de los bulevares Colosio y Quiroga. Se emplazó en medio del camellón, su respiración era profunda y sus movimientos los hacía lentos y muy bien marcados con tal de atraerse seguridad. En su cintura se ciñó una bolsa de canguro, abrochó el botón del cuello de su camisa con toda parsimonia, extrajo de su mochila un moño negro que se colocó a ciegas ante la mirada curiosa de los conductores, quienes pensaban se trataba de un mago.
Una vez convertido en un dandi, lo siguiente era lo que le faltaba para comenzar aquella atrevida actividad, quizá absurda o ridícula. De nueva cuenta echó mano a su mochila de la que extrajo una botella con agua enjabonada y un plástico para limpiar parabrisas. La luz en rojo fue como el campanazo que lo hizo saltar al cuadrilátero de asfalto en el que su esquina de apoyo era la psicología positiva que, esperaba, lo hiciera ganar por knock out.
Se dirigía a las filas de carros cuando el chofer de un camión repartidor de sodas le gritó con una risa sarcástica: “¿Me puedes pasar la cuenta?”. Y El Clark, ante aquello que ponía a prueba su entereza, sonrió y respondió levantando su puño con el dedo pulgar hacia arriba.
El primer carro al que se dirigió a ofrecer sus servicios fue otra pequeña prueba, era un auto nuevo y de lujo en el que solo viajaban mujeres como de su edad. Cuando terminó de hacer la limpieza, la mujer que conducía no lo esperaba con una moneda, lo esperaba con el puño lleno, pero al momento de recoger el dinero se le escapó una moneda que cayó encima de las piernas de ella.
El Clark mostró una pena mayor a la que en realidad sentía y dijo: “Perdón, perdón, déjelo, así está bien”. Y enseguida el limpiavidrios se sintió atraído por una risa seductora que surgió del asiento trasero: era una chica que en sus brazos acariciaba una guitarra, su rostro era delicado y le habló al reluciente mozuelo como una zorra en celo desde su madriguera: “A ti todo se te perdona, principito”. Ante eso, El Clark optó por reprimir las ganas de regresarle “la flor” y sólo dio las gracias. Cambió la luz del semáforo.
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Evaristo se dirigía al trabajo en su BMW y su ayudante le decía que su carro era una bestia poderosa y elegante, lo cual era música para los oídos de El Luna, mejor que la música que en ese momento se transmitía por la Zeta 93.
Cuando llegaban al primer crucero importante Evaristo advirtió aquello que tanto aborrecía: malabaristas con naranjas, tragafuegos, limpiavidrios, mercachifles y maromeros. Del rostro cadavérico de una mujer salió una violenta llamarada de tonalidades rojas y naranja con una mancha de humo negro a la vanguardia. En la banqueta estaban a punto de liarse a golpes un tamborero rasta y un vendedor de baratijas.
El Luna, con fastidio, se dirigió a su acompañante y le dijo: “Aquí está esta bola de mugrosos renegridos, ganan más dinero que uno y lo usan para comprar cochinada”.
Un adolescente, al que le colgaban de la bolsa de su pantalón los hules de una resortera, se acercó a limpiar el parabrisas del flamante BMW. Violentamente y con un gesto humillante, El Luna le dijo: “¡¡No!!”, Y el chamaco a su modo le expresó que no era para tanto valiéndose de un: “Todo bien, apá, Dios le bendiga”. El semáforo cambió la luz.
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El Clark seguía en un crucero de la zona geográfica de Hermosillo marginal pero aburguesada y notó que su bolsa cangurera estaba a punto de llenarse. Cambió la luz y un carro BMW con dos hombres a bordo le pareció el mejor prospecto del día para cerrar la faena con broche de oro.
Se acercó al parabrisas y El Luna no podía creer lo que estaba viendo: un botones de un hotel de cinco estrellas limpiando vidrios en la calle: “Ya era hora de que yo y mi carro tuviéramos el servicio que nos merecemos”, le dijo el fanfarrón a su ayudante.
Cuando El Clark terminó de hacer la limpieza también quedó asombrado, fue el primer servicio que le pagaban con un billete, y encima de eso le daban palabras de ánimo: “Gracias, wey, todo bien”. El semáforo cambió la luz.
Cuando El Evaristo llegó a su trabajo se desmoronó estrepitosamente cuando el ingeniero residente le informó de un paro indefinido de la compañía en esa obra, la única obra que tenían. Se apagaron las luces para El Luna.
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Al día siguiente, El Clark, a quien algunos en su barrio y en las redes ya le decían El Principito, salió de su casa muy bien desayunado, pues se había dado el gusto de preparar unos huevos con tocino y un licuado de fresa.
Con su mochila al hombro se apostó a esperar el Uber que lo llevaría a otro crucero de una zona selecta, a un crucero sin tribus urbanas que lo pudieran sabotear, a una tierra de nadie donde trabajaría a sus anchas. Durante el viaje El Principito reflexionó que debía mejorar
su imagen: “No es justo, pero yo qué culpa tengo que la gente hasta en eso sea clasista”, se decía.
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Mientras tanto, en El Ranchito, El Luna leía preocupado el citatorio para presentarse a responder por el incumplimiento de pensión alimentaria. Por fuera de su casa ya no lo estaba esperando su ayudante para ir a trabajar y un enorme signo de pesos adornaba el vidrio trasero de su BMW.
Ilustración —¡ex profeso!— by MoMo