Ciudad de México.-
Hace unos días volvía de visitar a mi familia en Mexicali. Mi vuelo despegó exactamente a las 00:05 de la medianoche del 8 de enero. Me gustan los vuelos nocturnos, en especial cuando el cielo está despejado. Después de unos minutos, y con la cabina a oscuras, pude contemplar, absorta, el cúmulo de estrellas e incluso pude distinguir claramente la vía láctea, nuestra galaxia.
Qué pequeña e insignificante me pareció mi vida en contraste con la inmensidad de lo que veía. Las lágrimas brotaron, inevitablemente.
Pensé en nosotros, en los animales humanos que no somos más que polvo y ceniza y que, sin embargo, somos también parte del maravilloso e irrepetible universo. Pensé en nuestra casa común. La Tierra. Pensé en cuánto daño puede infligir un ser perecedero como nosotros a un planeta tan hermoso e improbable como el nuestro, en donde fue posible que surgiera la vida, en todas sus formas, hace más de miles de millones de años.
Pensé en las formaciones montañosas, en la gran barrera de coral en el sudeste de Australia, en los océanos y sus profundidades, en los cañones, los desiertos, las selvas, la tundra, el bosque y, en fin, en cada uno de los ecosistemas en donde han sobrevivido las más diversas formas de vida a través de las eras. Mi mente se remontó hasta la Creación, cuando Di_s pronunció las palabras “Hágase la luz” y la luz se hizo.
Pensé en el momento mismo de nuestro debut en el universo, y me sobresaltó el hecho de que el homo sapiens tenga apenas unos minutos en la Tierra y han sido suficientes para estar a punto de acabar con ella. Recordé el Génesis, donde dice “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza” y pensé en las grandes hazañas de la humanidad, sus logros, sus descubrimientos e inventos a favor de sus semejantes y entonces vinieron a mi mente las palabras de Shakespeare en su Hamlet:
What a piece of work is a man! how Noble in
Reason, how infinite in faculty, in form, and moving
how expressive and admirable in Action, how like an Angel
in apprehension, how like a God
Pensé en Ptolomeo, en Copérnico, en Newton, en Miguel Ángel, en Leonardo Da Vinci, en Cervantes, en Shakespeare, en Sor Juana, en Madame Curie, en Benjamín Franklin, en Gandhi, en Martin Luther King, en Einstein y en tantos otros hombres y mujeres que han ennoblecido a nuestra especie y nos han servido de inspiración para no perder la fe en la humanidad.
Pensé también en los tiempos históricos a los que estamos asistiendo. En la pandemia, en cómo en medio del torbellino social y político mundial, surgió un virus que es capaz de aniquilarnos en pocas horas a nosotros, los que hemos enviado sondas al espacio, hombres a la luna, satélites a orbitar el planeta. Los que hemos hallado la cura para enfermedades terribles, los que hemos inventado artefactos capaces de conectarnos con quienes queremos instantáneamente, incluso si se hallan al otro lado del mundo. Los que hemos acortado las distancias geográficas gracias a aparatos como en el que yo estaba volando en ese momento.
Pensé también en lo vulnerables y frágiles que somos como criaturas y en cómo, comparados con otras, no logramos sobrevivir sin la ayuda de los demás.
Pensé en mi primera infancia, en las veces en que tuve miedo o estuve enferma y alguien estuvo ahí para darme valor o para curarme. Pensé en que la vida es valiosa en la medida en que valoramos la de los demás. En el cúmulo de posibilidades que podrían existir para que cada persona pudiera desarrollar sus capacidades al máximo siempre y cuando no fuese sometida u oprimida por otra. Sino al contrario, ayudada.
Pensé en que, si estamos aquí ahora, si hemos podido llegar a este momento, es porque alguien nos ayudó a lograrlo. Agradecí en silencio a todas esas personas que estuvieron ahí para mí en algún momento de mi vida, muchas de las cuales ya no están presentes físicamente pero sí en mis pensamientos.
Pensé que efectivamente, el ser humano es maravilloso, pero también un monstruo capaz de destruir, depredar y asesinar a los de su propia especie sin piedad con tal de obtener lo que quiere. Su ansia de poder es tan ilimitada como su inteligencia y ésta la utiliza para hacer el bien, pero también para hacer el mal. Puede construir y destruir maravillas a su antojo, tiene la capacidad para echar abajo lo que es incapaz de volver a crear.
Y pensé en el libre albedrío, ese regalo que Di_s nos dio para, justamente, discernir entre el bien y el mal y optar por el primero, pues sólo así podemos honrarlo y ser dignos de Él. Recordé las hermosas y sabias palabras de Deuteronomio: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia”.
Y fue ahí donde volví de mis cavilaciones. Y sentí una fuerte sacudida en la espalda. Miré en torno mío y la mayoría de la gente dormía plácidamente. Todos con sus mascarillas puestas, ajenos a la amenaza letal a la que estamos expuestos. Cerré los ojos y volví sobre mis pensamientos. Agradecí a Di_s por estar viva, por estar respirando, porque pude pasar un tiempo con los que quiero, porque volvía a casa con los míos sana y salva.
Miré de reojo por última vez a través de la ventanilla. La vía láctea se desplegaba en toda su hermosura. El misterio de la vida y de la muerte no nos fue revelado, sin embargo, sin ese misterio, nada tendría sentido. La noche, allá afuera, seguía constelada.
Por Teresa de Jesús Padrón Benavides