Hermosillo, Sonora, México.-
El mundo moderno es cuna y escenario de la condición precaria del trabajo artístico y cultural periférico al mercado. No hablo aquí de la modernidad del Siglo de las Luces y su refinado pensamiento ilustrado puesto generosamente al alcance del pueblo; ni de la Revolución Industrial que opuso el horizonte del progreso a la realidad anquilosada del Antiguo Régimen; no hablo de la posguerra y la prosperidad del imperio que hizo realidad la utopía del American Way of Life; menos del florecimiento de los preceptos de Milton Friedman y sus Chicago Boys que erigieron científicamente al lucro como Bien Supremo. Esas modernidades son solo mascaradas, salvajes White Parties de la Metrópoli en cada corte de caja. Hablo aquí, más bien, de la modernidad primigenia cuando Colón creyó llegar a tierras Indias, creyó superior su cultura oscurantista a la de las grandes civilizaciones de la Abya-Yala, el Tawantinsuyu y el Anáhuac y creyó más profunda su fe que la del Hant, el Juya Ania y la Pachamama. Por eso, los suyos impusieron con la espada su mitología y arrancaron con la sangre el alma de los conquistados.
Junto con el alma, se arrancó todo significado y se sustituyó por un precio. Franz Hinkelammert, en su libro Totalitarismo del mercado: el mercado capitalista como Ser Supremo (Akal, 2018), dice que entre los siglos XIV y XVI nacen y se generalizan las relaciones mercantiles, fundamentadas en la contabilidad italiana y encarnadas en el sujeto del cálculo, capaz de reducir todo a mercancía. Surge entonces la visión moderna del mundo como un mecanismo para generar ganancia calculada, donde el Estado, como forma de organización social también impuesta con sangre, es la esfinge guardiana de su funcionamiento. Entonces, la belleza se vuelve producto y no importa si genera vida, solo importa generar ganancia. Entonces, el rol social de artista y de agente cultural portador de saberes y tradiciones deviene rol laboral de trabajador del ocio portador de incomprensiones y miserias. Dany-Robert Dufour aborda esta operación de mercado en su libro El arte de reducir cabezas: sobre la servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo total (Paidós, 2007) y la llama desimbolización, lo que constituye una lectura crítica de la liberalidad moderna.
Desde aquellos siglos dorados se desarraiga el papel comunitario de la expresión cultural y se la encierra en el anaquel del escenario romantizado con el aplauso. Se le arrojan migajas institucionales en forma de becas como asfixiantes mecanismos de control con injustas exigencias de retribución social como si su trabajo no aportara a la sociedad. Se le trata de domar con retorcidas convocatorias que orillan a la simulación, al desmantelamiento de proyectos reales y al abandono. Se le doma a base del miedo y del precarizador virus del emprendedurismo. El nuevo contrato social se da entre el Estado y el Mercado, donde el primero entrega como ofrenda sacrificial agentes culturales al segundo en espacios privados disfrazados de públicos. Por eso no es raro ver vangoghes, modiglianis y allanpoes, ismaelmercados, sergiorascones y abigaeles muertos en su romántica miseria. Por eso sigue siendo común ahora ver a artistas de los 15 a los 90 vivos en su romántica miseria, sufriendo el vilipendio institucional y empresarial. Tomás Ejea Mendoza le llama la liberalización de la política cultural (Revista Sociológica, año 24, núm. 71, pp. 17-46).
La pandemia demostró que la cultura se abre paso como la vida. Mientras la modernidad paró, la cultura dio frutos para salvarnos del abismo. El mundo, aliviado un instante, floreció. La cultura es expresión necesaria de nuestra vida en común. No es una mercancía y no tiene precio. Es hora de organizarnos y cimbrar la violenta indiferencia y la opresiva ignorancia, prisión del vital impulso creativo.
Por Oscar Joel Mayoral Peña
Jefe del Departamento de Difusión Cultural de El Colegio de Sonora
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