En mi familia, sobre todo por el lado de los Rascones, nos gusta cantar. Mi mamá cantaba, mientras lavaba los trastes, canciones rancheras de despecho y borracheras para no decir palabras peores en serio cuando sus siete hijos la desesperábamos.
Mi abuela, con la que pasaba las vacaciones, cantaba después de rezar el rosario por alguno de los muchos muertos a los que guardaba luto. Después de cincuenta años de su primer contacto le era fiel a Pedro Vargas y me enseñó a cantar La Negra Noche en la tibia luz de las estrellas de verano.
Cantar es un acto personal, íntimo, pariente del hablar tanto como la pintura automotriz lo es del muralismo: sólo usan los mismos elementos para crear cosas distintas. Inevitablemente cantar es un acto social. Se canta para uno mismo pero también para los demás, para establecer una comunicación y una complicidad en la armonía o en el silencio atento.
Pero hace mucho que de la práctica cotidiana se desprendieron individuos especialmente dotados por la naturaleza, dispuestos a llevar lo que era una diversión al límite de lo humanamente posible, se pusieron unas reglas más o menos arbitrarias, se inventaron unos rituales sociales y seleccionaron un repertorio canónico.
Y con la llegada de la reproducción industrial de los bienes artísticos la música se obsesionó por la perfección, y por poco que uno se descuide uno empieza a comparar mentalmente al ejecutante en el escenario, vestido de negro, que apenas se mueve, con el disco de Pavarotti o el de la Callas.
Y esto en un contexto social donde las emociones han sido desplazadas a los márgenes del Punk Rock y lo demás es superficial, pasajero y olvidable. Y en vez de gemas amorosamente pulidas nos contentamos con conitos de nieve de chorro, edulcorados y efímeros.
Pero basta de confidencias y vayamos a la noche consagrada a la Universidad de Sonora en el FAOT, una fecha tradicional que este año pasó del martes que tenía desde que empezó en 2007 a un lunes, lo que no está mal y permitió al rector asistir por primera vez a esta gala del talento universitario.
Después de una audición en Hermosillo, tres cantantes son invitados a participar en el FAOT para lograr un logro que brillará para siempre en su palmarés. Cantar en el mismo escenario donde han estado Jessye Norman y casi todas las luminarias de la ópera mexicana no es poca cosa.
Se trata de un recital académico, son estudiantes de los últimos semestres o egresados recientes de la licenciatura en artes y el repertorio es generalmente canónico y diverso donde se ve la mano de las maestras. En la primera parte arias de ópera (Mozart, Dvorak, Massenet, Donizzetti, Gounod, Puccini y Verdi).
Solos alternados de los tres participantes, luego duetos de la soprano Brenda Santacruz con cada uno de los tenores, Ernesto Ochoa y Jesús Véjar. Los tres muy correctos, bien entrenados, capaces y confiados en sus capacidades a pesar del nerviosismo de los verdaderos artistas.
En el patio de butacas, es un decir, son sillas plegables, el público ha disminuido mucho respecto al fin de semana. Pero estamos los fieles al festival y los más interesados, lo que quiere decir también los más entusiastas, incluyendo por supuesto a los compañeros de escuela que participan en el festival como parte de la organización o en otros espectáculos, ya que como dijo el rector de la Universidad de Sonora en el discurso previo: casi la mitad de los artistas locales del festival son egresados de la licenciatura en artes. No se llevan la mitad de los honorarios que paga el festival pero ya es un avance.
La segunda parte del programa estuvo formada por lieder, arias de opereta y zarzuela en alemán, italiano y ruso (ya habían cantado en francés en la primera parte), mostrando la versatilidad de los cantantes y sus habilidades más que una línea argumental o una estructura.
Los tres poseen bellas voces y han recibido la mejor educación vocal que Sonora podía darles. Ya está en ellos hacer de sus miedos, carencias e inseguridades un hatillo y salir a recorrer el mundo buscando el éxito y mejores horizontes, que no es lo mismo que la felicidad, aunque lo parezca.
Arriba del cerro, en la antigua cárcel municipal, se presentó Clavel del Aire, espectáculo del pianista Rito Emilio Salazar y el tenor Jorge Martín, con las canciones del Doctor Ortiz Tirado y otras de la época de oro de la radio, las canciones que cantaba con mi nana en las noches de verano, las canciones que mi apá ponía en la consola y muchas más.
Roberto Méndez logró un espacio íntimo en el antiguo patio carcelario, escenografía de perfiles plateados, cortinajes lustrosos, cómodos sillones lounge y botellas con velas… En vez de Mauricio Garcés y sus admiradoras un público entusiasta y conocedor, resistente al lunes y dispuesto a enfrentar el frío. Por cierto, ambos artistas fueron alumnos de Emiliana de Zubeldía en la Universidad de Sonora, antes de que existiera la licenciatura en artes, ciertamente.
Texto y fotografías por René Córdova Rascón