La Ciénaga, joya del Parque Nacional Henri Pittier, en Venezuela, es como el spa de las estrellas de mar. Es un humedal marino costero que alberga distintas especies de manglares, cangrejos azules, arrecifes coralinos y una biodiversidad única. Muy visitada porque tiene una piscina natural, de la que según la creencia popular, bañarse allí rejuvenece por la bioluminiscencia que aparece en las noches sin luna. En términos científicos, esto ocurre a causa del plancton: seres microscópicos como el Noctiluca scintilans que emiten destellos verdes o azulados cuando son agitados en el agua.
Llegar allí no es tan difícil: son apenas quince minutos en lancha desde la boca de Ocumare de La Costa. Eso sí, el mar no es precisamente un plato. En el Paso de la Virgen, los pescadores navegan con respeto, pues en ese lugar se cruzan corrientes marinas, y soplan vientos rebeldes que sacuden a las lanchas quizás debido a algún espíritu del caribe con mal genio.
Como parte del parque nacional, La Ciénaga cuenta con normativas y prohibiciones. Sin embargo, algunos visitantes las ignoran con la gracia de quien cree que “prohibido” es solo una sugerencia. Sin embargo, siempre contamos con responsables −dueños de viviendas− que se esfuerzan en hacer cumplir las normas, ya que no existe puesto de guardaparques para la pernocta de funcionarios de INPARQUES.
Una de las normativas del sector es que no se pueden anclar yates en el espejo de agua, ya que pueden afectar a las estrellas de mar, y dañar con el arrastre del ancla a los corales.
Y aquí comienza nuestra anécdota: Carlos González, habitante de La Ciénaga, defensor del sitio, aquel sábado 26 de febrero de 2012 se convirtió en el protagonista de una historia digna de telenovela.
Un grupo de visitantes llegó en una gran embarcación que parecía sacada de un videoclip de reggaetón: música a todo volumen, chicas con muy poca ropa bailando sensualmente en la proa, anclaje en zona prohibida, una absoluta inconsciencia por el ecosistema porque además extrajeron estrellas de mar para tomar fotografías, lo cual resulta devastador, ya que les corta la respiración.
Carlos con su peñero (bote pequeño), se acercó y les pidió con tono firme que bajaran el volumen de la música, y que movieran el barco, explicándoles la razones. Ellos lo ignoraron con la altivez, característica de quien cree que el mar es suyo.
Pero no se quedaron tranquilos. Al retirarse horas después, se dirigieron a la oficina de la Guardia Nacional de Ocumare y pusieron la queja. ¿La razón? Carlos les había “faltado el respeto”. Quince minutos después, la guardia llegó a casa de Carlos como si fuera una redada de película, y le decomisó todas sus pertenencias.
Carlos conmocionado, preguntó a la comisión:
−¿Qué pasó? ¿Por qué se están llevando mis cosas? ¡Yo no hice nada malo! ¡Qué Injusticia!
Resulta, que las personas que abordaban el yate eran familiares de alguien con poder. Y Carlos, por defender a las estrellas de mar, terminó con un citatorio, sin pertenencias y con una historia que hoy les narro.
Yo Santos Luzardo, fui parte del caso; porque me asignaron como técnico para sustanciar el expediente administrativo sancionatorio. Cuando llegué a inspeccionar, Carlos me recibió con la casa vacía, una sonrisa resignada y los pies descalzos, diciéndome:
−Santos, si me vas a sancionar, al menos dime dónde puedo conseguir unas chancletas nuevas o recuperar las viejas.
−Ja, ja, ja –pensé−
La causa del procedimiento administrativo sancionatorio, la inicié por llevar a cabo actividades comerciales sin autorización del ente respectivo –servicios al turismo− lo cual es lo único que tipifica la norma de acuerdo al debido proceso.
Efectivamente, como parte de la investigación, al solicitar la cadena de custodia en el Puesto de la Guardia Nacional se constató que estaba escrito:
Diez cucharillas, diez tenedores, diez platos, diez vasos, cuatro ollas de aluminio, una sartén de teflón, ocho sillas plásticas, dos mesas plásticas, un catre, una almohada, una sábana, un botellón de agua mineral a la mitad, un frasco de mayonesa vacío contentivo de colillas de cigarrillos y … un par de chancletas desgastadas.
Actualmente, han pasado catorce años, y Carlos sigue esperando que le devuelvan las chancletas, sentado en la única silla que le dejaron.
Por Santos Luzardo*
*Esta artículo es resultado del Taller de escritura crítica ante la crisis climática, el racismo y la migración impartido por Benjamín Alonso Rascón y auspiciado por el Museo de Arte de Sonora en Hermosillo, Sonora, México, de octubre a noviembre de 2025.
