Pancho Escalante asistió a una cena italiana y Enrico Caruso lo poseyó, dejando estas líneas como testimonio

Después de un siglo de privación de oxígeno y de un añorado masaje de vino tinto a mis entrañas, volví a sentir la felicidad y el amor de la música en mi viejo cuerpo de piano. 

Sobre un balancín que viajaba de los suspiros hacia una multitud de mordidas que aterrizaban sonriendo en deliciosas comidas, con ciento cuarenta y ocho años de edad subí con pies de niño hambriento una elevada montaña en donde el presente era lo único que había. 

Con un ojo de zopilote y otro de águila, un largo y poderoso O SOLE MIO embarazado de todas las musas, me tomó de las greñas para sacarme de la tumba y las cenizas; rápidamente, varias olas de un fuerte calor extirparon las cataratas de mis ojos y pusieron frente a mí un extenso desierto donde burbujeaba y se arrastraba la vida con formas de víboras de cascabel, iguanas, saguaros gigantes y monstruos de gila. 

Parado sobre esta novedosa cumbre digerí de manera de sencilla los horizontes que parecían lejanos; observé un desfile de hormigas que representaban las dunas de polvo de los años muertos y las cordilleras de la carne fresca de los nuevos años. Miré con claridad los atajos que saltaban desde la Patagonia hasta Alaska; escuché un puente de firmes canciones que se levantaban en el aire y cruzaban el Atlántico desde Nueva York hasta Nápoles para hacerle cosquillas a las almas.

Al escuchar Caruso de Lucio Dalla, una bella canción tejida con el piano celestial de Omar Salazar y el encantamiento de la voz de Juan Pablo Maldonado, regresé a la tierra.

Recordé mi última confesión de amor con el mar saltando a mi cara, mi apellido era Caruso y el 25 de febrero de 1873 una comunidad de ángeles decidió construir en mi garganta la ciudad en donde se parían las mejores canciones. Al finalizar la canción que representa gran parte de mi vida, Juan Pablo cargó sus pulmones y dejó salir de su pecho una bellísima DONNA E MOBILE que tranquilizó los hogares de los canarios y los cenzontles. Sintiendo la pasión haciendo acústica en el interior de mi caja torácica, perdí el equilibrio y resbalé desde la altura en la cual me encontraba; en un segundo la fuerza de gravedad señaló con su dedo índice la fragilidad de la vida, pero tuve suerte, pues caí de espaldas en un suave y delicioso platillo de fetuccini que me permitió seguir viviendo. 

Podía flotar sobre el espagueti en salsa roja con pulpo, el ravioli y el hermoso planeta del queso azul; pero cuando el instinto hizo que explorara con mis manos el estado de mi cuerpo, me percaté que carecía de carne, huesos y sangre.

Siendo aire, música, sueños, comida y nubes que se hinchaban con las ideas de esperanza, era un hecho que ya no podría morir. Disfrutando el regalo de las alas, volé con calma sobre el lugar de mi resurrección; gracias a la satisfacción infantil que embonó los rostros de los comensales y a las ranas de las sonrisas que saltaban sobre las mesas, entendí que me encontraba en una fiesta americana en la que viven y conviven la cocina de mi madre y la música de los dioses.

Después de mil quinientos treinta y siete brindis en una sola mesa y en una sola noche, me serví de la fantástica compañía de los comensales para seguir fertilizando de la mejor manera las amistades; bebí, charlé, lloré y al final me zambullí en sus copas para que siguieran brindando y coqueteando con los panes.  

Mientras mis nuevos paisanos daban gritos nostálgicos sobre la ausencia del fríjol yorimuni, el caldo de queso y los chicharrones, una mujer con un búho colgado en el pecho se acercó para recordarme el lugar donde mora el amor y entregarme con sus manos mi nombre completo.

Aquí es donde me di cuenta que hay otros mundos. 

El 2 de agosto de este 2020 cumplí cien años de muerto. Hoy estoy de regreso. El O SOLE MIO de mi nueva tierra me ha envuelto en llamas amarillas y azules para que siga cantando hasta el final de los tiempos. Con un pie sobre el fettuccine y otro sobre las tortillas sobaqueras, estoy afinando mi garganta y pensando seriamente en Sonora Querida y Viva Tepupa.  

Atentamente

Enrico Caruso

Sobre el autor

Francisco Escalante Téllez es psicólogo y narrador. Originario de Huatabampo (1976) con residencia en Hermosillo desde 1998. Terapias: franescalantte@gmail.com

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4 comentarios

  1. Vaya que buen contexto literario, concuerdo totalmente con Karlita y Erfass, chingon chingon, este espacio como ya lo habia comentado anteriormente es uno de mis favoritos en esta Web, ojala surtieran mas seguido esta seccion
    Arriba chilpancingo cabrones, el tio erasmo les envia un cordial saludo, besito de piquito al buen Benjamín Alonso Rascón

    1. JAJAJA y que buenos comentarios, señor don Simon

      ignoro cómo se me quedaron en el tintero… pero aquí estamos, releyéndonos sabroso

      abrazote pa los tres

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