Hermosillo, Sonora, México.-
Nos trepábamos en el camión urbano. En ocasiones como arañas, de donde se pudiera: las manos en las ventanas, los pies en la defensa trasera. Y ahí íbamos, con el viento en la cara y la alegría en el cuerpo.
Decidíamos el proyecto en un volado, a veces hacia el sur, en ocasiones hacia el norte. En el norte invariablemente nos esperaba el Chato camarada, quien vivía cerca de la yarda y muy cerca también de la zona de tolerancia. La diversión y la papa estaban seguras.
En la yarda pepenábamos frutas y verduras, una que otra legumbre. Una vez me encontré una bolsa de uvas nuevecitas. Sé que pudo ser la señora de la limpieza, siempre nos quiso, siempre nos consentía con una que otra jarra de agua fresca, a la sorda.
La diversión la construíamos en los diversos antros de la zona: La Burrita, El Armidas, Berthas, La Rumba. El colorete en las mejillas y una sonrisa más que seductora, macabra. La piel en resistencia, señoras que buscaban en pan del día (o de la noche) entre señores de sombrero y botas.
Un refuego inacabable
Un refuego inacabable, luces de neón y la variedad incandescente. Por un agujero detrás del área de cuartos para los encuentros sexuales amorosos, metíamos la vista, apañábamos la imagen de una que otra bailarina que se desvestía a ritmo de cumbia: el chupamirto era una de las rolas predilectas de las bailarinas. Permanecíamos allí por tiempo indefinido, lo que nos durara la exaltación y la risa. Vengan muchachas que ya llegó / un chupamirto que es muy chupón…
Luego rondábamos los otros lugares, la sorpresa siempre latente. Una vez encontramos una cartera con un fajo de billetes, esa noche nos jugamos en un disparejo la compraventa de la bailarina más estética de la zona. Le tocó al Chato estrenarse como chambelán. Luego nos contaría con lujo de detalle lo que sintió al acostarse en los colchones de esos cuartos, entre esa luz ambarina que confesó le llenaba de miedo. Una garrapata que se le metió al oído fue más trascendental que el mismísimo placer que a según encontraría.
En otra ocasión nos levantaron los policías, “por rijosos y menores de edad”. De haber sabido lo que nos esperaba en la comandancia, desde cuando hubiéramos roto los vidrios de esa cantina, comentó después el Chato quien feliz estuvo preso, porque desde esa celda donde estuvimos puros compas, se escuchaba al chingazo el trajín de la zona, pero, además, durante toda la noche miramos llegar uno a uno los más simpatiquísimos personajes de la ciudad.
Pan con bolonia y un termo con café
La risa que es emoción. Pan con bolonia y un termo con café. Por ser los más morros los celadores se portaron poca madre, nos compartieron de su lonche y antes de que saliera el sol nos dejaron ir. Esa mañana también fuimos a la yarda, el recorrido habitual: frutas y verduras, comer sano fue parte esencial de nuestra formación.
Los días no tenían nombre, podía ser domingo o miércoles, empeñados estábamos en vivir, las cuentas siempre fueron generosas y a favor. Teníamos cartones como cama y unas mantas como cobijas. El mejor lugar del mundo era la casa de el Chato, en el techo se fraguaron las mejores aventuras, en el concreto de los sueños.
A veces el Chato regresaba al barrio, porque él siempre fue nuestro, la bronca estuvo cuando la presa se puso chimba de tanto y desalojaron a muchas familias del barrio, los vulnerables (escuchamos por primera vez esa palabra) muchos se quedaron en la colonia El sahuaro, allí donde vivía el Chato, otros tantos no soportaron el desarraigo y para atrás los filders.
Allí donde vivía el Chato, tiempo pasado, porque en una de esas, no sé si se enganchó con la loquera, alguna píldora qué sé yo, pero una tarde nos enteramos que al Chato lo atropelló un carro, justo en el Soli, frente a la comandancia, cerca de la zona vieja, tanto le gustaba el refuego, nos dijimos los compas al enterarnos de su muerte, que decidió quedarse para siempre en el camellón de la alegría, allí, muy cerca de los lugares sin límites.
A veces, cuando una ruta de camión nos vuela la cabeza, retornamos a los días sin nombres, nos trepamos en las bicis y armamos un volado para ver hacia a dónde apunta la flecha, obviamente todo esto en la imaginación, porque las agalladas de las manos en las ventanas y los pies en las defensas se marchitaron con el tiempo, igual que los antros de la zona vieja.
Por L. Carlos Sánchez
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Foto de la foto por Jesús Félix Uribe García
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