Concluida la Semana Mayor tenemos licencia para (volver a) pecar.

Por eso regresamos al oscuro mundo de Lovecraft, esta vez bajo la lupa de Miguel Ángel Aispuro y Ramírez.

Provechito, pecadores.

[hr gap=»30″]

[hr gap=»5″]

 

Quisiera comenzar mi participación con un fragmento de una carta de Lovecraft. El autor, después de hacer una pormenorizada descripción de el reino de su adolescencia, un reino consistente en un jardín irrigado por canales cavados por sus propias manos, en cuyo centro había un reloj de sol y estaba rodeado de una vía férrea donde descansaba un tren miniatura hecho de cartón, expresa:

 

”Entonces me di cuenta de que me estaba haciendo demasiado mayor para disfrutar de aquello. El despiadado tiempo había dejado caer sobre mí su garra feroz, y yo tenía diecisiete años. Los chicos mayores no juegan en casas de juguete y falsos jardines; lleno de tristeza, tuve que cederle mi mundo a un chico más joven que vivía al otro lado del terreno. Y desde entonces no he vuelto a cavar la tierra, ni a trazar senderos o caminos; para mí, esas operaciones están asociadas a demasiadas añoranzas, porque no podemos recuperar jamás la alegría fugitiva de la infancia. La edad adulta es el infierno.”

 

Pienso que tengo una lectura un tanto impresionista sobre Lovecraft. La verdad es que sí. Hace 15 años lo descubrí a través mi amigo. Recuerdo con fascinación el concepto del Umbral. También el relato extrañamente traducido como El huésped de la negrura donde aparecía el Trapezoedro Resplandeciente, prefiguración del Aleph borgiano (como bien apunta Jesús Montalvo), una gema de resplandor rojizo que ofrecía un vistazo alucinante al tiempo y al espacio. Igualmente el libro cerraba con dos relatos de Robert Bloch (quizás el alumno más aventajado aunque menos reconocido del maestro Lovecraft).

 

En el primero mezclaba realidad y ficción, involucrando al mismo Lovecraft como personaje y rodeando su muerte con un halo de conspiración extraterrestre (y trayendo a los Mitos de Cthulhu la amenaza de guerra nuclear). En el segundo presenciábamos el descenso hacia el horror y, presumiblemente, hacia la muerte de un niño de 11 años, cuya voz infantil nos llegaba en forma de su diario. Era un libro sin héroes, sólo víctimas trágicas, algunos por su arrogancia, otros en la más pura inocencia. 15 años después esa idea vaga del fatalismo vino a confirmarse en el lúcido ensayo de Michel Houelebecq. Describe el unverso lovecraftiano en los siguientes términos:

 

“El universo no es más que una furtiva disposición de partículas elementales. Una figura de transición hacia el caos. Que terminará arrastrándolo consigo. La raza humana desaparecerá. Aparecerán otras razas, que desaparecerán a su vez. Los cielos serán glaciares y estarán vacíos; los atravesará la débil luz de estrellas medio muertas. Que también desaparecerán. Todo desaparecerá. Y los actos humanos son tan libres y están tan desprovistos de sentido como los libres movimientos de las partículas elementales. ¿El bien, el mal, la moral, los sentimientos? Meras ficciones victorianas. Sólo existe el egoísmo. Frío, intacto y resplandeciente.”

 

El horror en Lovecraft es rigurosamente material. Si hay un infierno para sus personajes, será el infierno de una singularidad cuántica. O peor aún, será el infierno de la inmortalidad, como los cerebros vivos y enloquecidos que habitan los cadáveres petrificados en Más allá de los eones o esos otros puestos en cilindros de metal en El susurrador en la oscuridad. El horror cósmico, el genuino horror lovecraftiano, no yace tras la maldad de sus criaturas extraterrestres, sino del universo vacío detrás de ellas. Azathoth, la deidad más poderosa de este panteón, simboliza en sí misma ese universo. Ciego, estúpido, sin voluntad, capaz de consumir al universo en un gesto de inmensa indiferencia.

 

Es decir, no era Lovecraft alguien con ideas muy alegres sobre el universo o el destino humano.

 

Pero a la par que el Ciclo de Cthulhu y el Ciclo de Nueva Inglaterra se desarrollaban, existía una faceta en Lovecraft que me maravilla y desconcierta a partes iguales: el Ciclo Onírico.

 

Es largo hablar de la gestación de estos relatos (la mayoría ignorados por las antologías), pero basta observar una cronología de éstos para percatarse que en ningún modo representan una fase primigenia y superada de su obra. A la par que escribía los grandes relatos que articulan los Mitos de Cthulhu, aquí y allá Lovecraft continua la creación de la Tierra de los Sueños.

 

Este mundo, sólo accesible a través de la profunda ensoñación, está lleno de ciudades majestuosas, inmortales y bellísimas como si hubieran sido creadas por orfebres. Sus habitantes, también bellos e inmortales, conocen una delicada existencia, plenos de paz y felicidad. Sus monarcas son benignos y sabios, más interesados en la belleza y la poesía que en el poder o la guerra.

 

Pocas ciudades sufren, de hecho, un trágico destino. Como en Polaris, la ciudad asediada por criaturas amarillas y contrahechas con un preocupante parecido con los esquimales actuales. Sin embargo esta ciudad parece querer demostrar en su caída que no pertenece al mundo de la barbarie y de la guerra.

 

El viajero más célebre de este segmento en la literatura lovecraftiana no es otro que Randolph Carter. Erudito, soñador, aventurero. Incluso se enfrenta en la meseta de Leng al terrible Nyarlathothep y sale ileso.

 

En el Ciclo Onírico los personajes suelen triunfar, algunos hasta regresan a sus breves y mundanas existencias con una sonrisa después de contemplar la maravilla. En este Ciclo Onírico hay héroes, hazañas. Hay redención al horror. Las criaturas repugnantes de El ceremonial aparecen aquí como benignas monturas, capaces de sacrificarse por sus jinetes con valor. El duro y enloquecedor final de El modelo de Pickman se subvierte cuando vemos al mismo Pickman como un alegre demonio antropófago dispuesto a actuar con camaradería ante un viejo amigo.

 

Este aspecto en la literatura de Lovecraft me maravilla. Cifra en lo más inmaterial, en la ensoñación, la esperanza de felicidad, de paz. El heroísmo que niega a sus personajes en el resto de sus relatos (muertes intrascendentes e ignoradas) se invierte en la Tierra de los Sueños.

 

Me gusta pensar en el final del relato Celephais como una especie de símbolo.

 

Un hombre cuyo nombre ignoramos, pero que conocemos por su nombre de soñador, Kuranes, vaga en sueños por los paisajes más hermosos de la Tierra de los Sueños. Busca en cada viaje onírico acercarse a la gloriosa Celephais, (una ciudad flotante y hermosa como una joya) hasta que, reclamado por el mundo de la vigilia, despierta. Incapaz de volver a soñar con aquel mundo, Kuranes (su nombre terrenal ha de perderse con él, último de su linaje) busca métodos de ensoñación, el opio y el hachís, que sólo lo extravían más de su añorada ciudad. Lo pierde todo. Su habitación londinense, su exigua fortuna. Vaga como un indigente por calles sucias y fumaderos de opio. Hasta que un día escucha resonar entre las calles húmedas los cascos de los caballos. Una comitiva, un ejército entero, ha penetrado en el mundo diurno para llevarlo consigo. A él, a Kuranes, soñador que ha creado en su fantasía a la hermosa, a la inmortal Celephais. Han venido a escoltarlo a él, a su monarca.

 

Incidentalmente, un cadáver muy parecido a él flota en las aguas fétidas de un canal de Innsmouth.

 

Me gustaría pensar que Lovecraft, poco antes de morir, volvió en su mente a los jardines de su infancia, a los canales llenos de vida, al reloj de sol en un eterno y dulce crepúsculo. Que volvió, como Randolph Carter, a ser un niño una y otra vez.

 

Me gustaría pensar que Lovecraft, al morir, regresó a la casa de su infancia. Y lo coronaron, como nosotros, un rey entre los soñadores.

 

Por Miguel Ángel Aispuro Ramírez

[Texto leído por el autor en la mesa homenaje en torno a H. P. Lovecraft,

celebrada el 15 de marzo de 2016 en Casa Madrid, Hermosillo.]

Fotografías de Jesús Madrid

 ais

lovecraft mesa

Sobre el autor

Miguel Ángel Aispuro Ramírez nació en Durango (1982) y reside en Hermosillo desde hace 25 años. Es egresado de la Licenciatura en Literaturas Hispánicas (Universidad de Sonora) y autor de los poemarios Icaria (Unison, 2001); Ceniza a la ceniza (Unison 2012) y Nekyia (inédito). Su primer libro de cuentos es Carne tan frágil, con el que ganó el Concurso del Libro Sonorense 2014. Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora con el proyecto poético "La espiral (2015-2016)". Participa en las antologias narrativas de Signa Mortis y La Noche de las Letras (es su sexta edición), ambas publicadas en 2015.

También te puede gustar:

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *