¿A quién se le ocurre venir de vacaciones a Hermosillo? Mejor hubiera agarrado pa’ Culiacán, esa ciudad que germinó donde se juntan dos ríos, como pasó aquí… Pero allá esos ríos están rebosando, no que aquí en Sonora es una resequedad: que los yaquis no quieren darle agua a los de Hermosillo, que la temperatura llegó hasta 50, que hace años se quemaron 49 angelitos en una guardería… ¿Qué casualidad no?
Pero la cosa era conocer la capital de Sonora, el estadio nuevo, y luego dicen que en el centro de la ciudad está el Cerro de la Campana, que es muy bonito y que venden unos burros que les dicen percherones, quién sabe cómo serán.
Mientras, aquí estoy aguantando la resolana en este patio bichi de la casa donde vive mi hermana Rafaela, en la «Norberto Ortega». También por eso vine, porque tenía mucho sin verla a la plebe. Cuando ella se vino de Sinaloa yo me metí al internado de la Universidad Indigenista que está en Mochicahui, ahí cerca de Los Mochis, y pues no había tenido oportunidad de venir.
Pero esta tarde en cuanto llegué a su casa vinieron a visitarla unas personas; a lo lejos se ve que son de su religión. Los recibió en la puerta del corral y se clavaron a platicar cerca de una frondosa planta de calabaza que nada la detiene para encaramarse sobre el cerco de púas. Me presentó mi hermana – miren, él es mi hermano Ramiro, acaba de llegar de Sinaloa – les pasé la silla donde yo estaba sentado y me acomodé en unos cuantos ladrillos anémicos que tenían apilados a un lado del lavadero.
El aire corría limpio como mi billetera y dañisto como los chivos: hizo que a la Rafaela le molestara en la cara el cabello de su peluca. A todo esto, ¿por qué trae peluca mi hermana?, me pregunté. En eso ella optó por quitarse la peluca y… ¿¿Qué, qué, qué??…No manches, no puede ser, ¿Por qué no nos dijo nada la carnala? Por no darnos broncas, me imagino, sobre todo a mi amá, pues también está mala…. iiiiiiii qué malísima onda, pobrecita.
Mi hermana se puso un paliacate amarillo, comenzó la plática y ni modo de taparme los oídos o de meterme a la casa si parecía caldera.
-¿Y cómo va el proceso, hermana?, le preguntaron. Y la Rafaela les contesta muy entera:
-Pues bien gracias a Dios. Primero fue la quimio, luego la operación, ahora estoy en las radiaciones, llevo siete y son más de veinte. Todos los días gasto ciento veinte pesos en taxi, no puedo andar en el sol y ni modo de irme en el camión, luego no tengo ni sombrilla.
-¿Mi esposo? Mi esposo está conmigo y a la vez no. Me da lo que puede, hasta eso, pero me trata mal, no me apoya moralmente, se burla de mí, y cuando anda buenisano es lo peor, me dice “cacerola”. No tenemos luz, nos la cortaron, dormimos aquí afuera en el patio y el agua no la hemos pagado, es muy alta la cuenta, tenemos que hacer un convenio. Mi hija la Mary ya comenzó a trabajar en una farmacia, siquiera pa’ que se ayude con su niña, pero ya ve que pagan tan poquito. Y la otra, pues está en la secundaria.
Pero que desgraciado ese compa, no creí que fuera capaz de tanto, yo pensaba que era más hombre, pero me las va a pagar, mi carnala no se merecía esto. Sin embargo, al transcurrir la plática me asombro de ella al ver que a pesar de todo sonríe y platica con mucho ánimo y hasta con humor. Les cuenta a los hermanos:
-Yo les digo a las amigas del alberge del Papanicolaou que soy una mujer despechada y medio se ríen. Se sorprenden de verme despreocupada, ¿y por qué me voy a preocupar si Dios está conmigo? Cuando voy a la quimio la paso muy a gusto porque el enfermero me trata muy bien, por eso le doy gracias a Dios por estar enferma. Me dicen que soy la única paciente que le ha dado gracias Dios por estar enferma.
Después de la plática el pastor le dio lectura a unos salmos y luego hicieron una oración junto con mis sobrinas y su nietecita. Luego aparece un billete: “Mire, me lo dio Dios y me dijo que se lo entregara a usted. Hemos venido a animarla y darle fortaleza, pero eso es algo que usted tiene para repartir, usted debería visitarnos a nosotros». Se rieron con muchas ganas y se despidieron con un abrazo.
Mientras, yo seguía encima de los ladrillos salitrosos, a un lado del agua podrida del lavadero, orgulloso de mi hermana. Se me había bajado el coraje contra mi cuñado, no tenía tanto interés por el nuevo estadio, por el cerro del centro de Hermosillo ni por los burros percherones. Me sumergí en un sueño, un sueño tibiecito, tibiecito, como el rescoldo que se siente en las hornillas de adobe después de que hornean los coricos. El sueño era que en Hermosillo había una Universidad Indigenista, que yo pediría mi cambio y así poder estar cerca de ella.
Por Abraham Mendoza
Ilustración de María Serrano
Soy su fiel seguidora. Gracias por estos relatos.
Me gusto. Felicidades!