Ciudad de México.-
Me despertó un maravilloso y excepcional sueño con Eva, mi nana. Hace tiempo que no entraba a mis sueños o si ha estado en ellos lo he olvidado, una tendencia común en mis noches y mis días al despertar. Pero hoy se apareció su suave esencia y fue tan fuerte y vívida que abrí mis ojos súbitamente con una sensación tan enternecedora y reconfortante después de haberme ido a la cama con un fuerte dolor de cabeza.
La soñé y eso me advierte que el duelo y un largo ciclo interno y personal en conflicto con su partida, hace cinco años, definitivamente está cerrando. Al menos así he interpretado este reencuentro con ella, después de un periodo en el que me costaba trabajo evocarla con la particular fuerza de su presencia.
La soñé en el pueblo, con su precioso cabello gris recogido en un pequeño “molotito” con el que siempre se peinaba. Cuando era niña me encantaba verla enredarse los delgados hilos de plata entre sus dedos para formar una espiral que luego reunía en su cabeza para sujetarla con un par de broches. Verla, durante ese ritual, con su delgado cabello suelto a los hombros me resultaba asombroso. Su rostro cambiaba, ya no era sólo mi nana, era una mujer madura. Su cabello me trasladaba a la intriga de su larga vida, me mostraba le belleza de su rostro y la juventud aún no agotada de su mirada.
La soñé en sus sandalias, sus largos y bronceados pies los tengo presentes en las memorias de anoche. María Eva anduvo mucho, hizo caminos y surcos con ellos. Inventó veredas para la vida, se adelantó, se adaptó al tiempo caminando, siempre caminando.
La soñé con un vestido de flores. Las flores siempre me han remitido a ella. En especial esas flores silvestres que se bañan con el rocío de las mañanas y se pintan con el amarillo del sol para cubrir los senderos en el monte y se mecen juguetonas con el viento de una tarde de primavera.
Y fue en el sueño donde le daba flores. Rodeada de mis hermanas y primas, de las mujeres de la familia. Era un homenaje a la matrona y el pilar de un semillero de mujeres. A todas nos arropó, a todas nos amó profundamente y su vínculo con cada una fue muy estrecho. Le cantamos, le tomábamos la mano en una reunión cómplice, le decíamos gracias con nuestras voces celebrando. Ella sentada en una gran poltrona disfrutando, reconfortada y agasajada. Era el momento de María Eva, su tiempo de cantar con su bella voz había pasado y ahora le correspondía recibir el amor que ella, incondicional, había compartido. Era un trueque, le devolvíamos un poco de sus regalos de vida.
Su rostro era de tremenda satisfacción. La vi a los ojos, pude visualizarla con gran detenimiento y luego desperté y me reconcilié con Eva al invocarla. Quizá cuando vuelva al norte ya esté preparada para volver a su casa, quizá ya esté lista para reencontrarme con las huellas de su presencia en el mundo, quizá me he dado cuenta de que me ha envuelto todo este tiempo y que hasta ahora logré sentirla gracias a la experiencia de un efímero pero revelador sueño. Quizá ya esté lista para compartir a Eva y su hermoso recuerdo:
Eva
Ella, como un campo lleno de verde,
un arroyo de agua constante
arrastrando una diminuta sonrisa
suficiente para hacer brotar flores silvestres
desde una cornisa.
Mi nana, una matrona.
La que cuida, la que abraza.
La que se mueve con el reloj, con el mundo,
con los tiempos y su traza.
La que con una taza de café
hace magia y espuma.
La que huele a humo, a hierbas.
La que sabe a tierra mojada.
La que narra historias
al contar sus canas
y los surcos de su piel rosada.
Eva…
La que siembra semillas de amor en el campo.
La que amansa tempestades
y cura espantos, dolores,
insomnios y empachos.
Eres canto en el monte,
liebre ligera.
Rama silvestre
que juega con los vientos del cielo
como yegua en trote.
Eres mi primera mujer,
la primera estrella que seguir,
La que me hace regresar la mirada
Al norte, a la raíz.
Fotografías del acervo de la familia Vázquez Bojórquez