Ha iniciado la primavera, a los hongos les gusta la primavera y a nosotros nos gustan los hongos…
Saludamos el estreno digital de los Jara en Crónica Sonora
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Había quedado de visitar a un maestro de Nindú. Guardé tres días de dieta para ello, comiendo frutas y verduras, lo más livianito posible, para limpiar el cuerpo y ponerlo al tiro para hablar con los honguitos. La entrega debe ser en cuerpo y alma, confiar en los santitos para que te guíen con sabiduría y den respuesta a todas las dudas, me recomendó el señor. La carne y sus derivados quedaron expulsadas de la mesa. Los calditos y verduras, por demás sabrosas, con un cafecito de la cordillera, fue la dieta rigurosa para llegar a ese encuentro fantasioso con uno mismo.
Llegó la noche con sus ruidos de grillos en la pared. Al medio de la cocina de adobe, quedó la mesa rectangular de madera, que habitualmente se utiliza para poner las ollas y sartenes calientes a la hora de comer. Sus fisuras hablaban de una tabla de pino muy traqueteada, de mil usos, que a lo mejor ha soportado toneladas de sabores de papaloquelites y humos de puerco y res. En el trabajo de esta mesa, también estaba en soportar grandes ollas de café, que se cosecha de un cafetal que tienen bajando la barranca. El mantel que se puso, ocultó a la mesa trabajadora y luchona. La convirtió en un hermoso altar con una imagen de la virgen de Guadalupe, elaborado a punto de cruz por la esposa del curandero. Con diferentes colores. El rojo de las rosas. El amarillo, el blanco de lirios y otras flores. Y en el centro de ese pequeño universo que se formó en una mesa de un metro y medio, estaba el copal, sahumeriando por sí sólo, con un humito que embriagaba de protección el ambiente.
Para nosotros, el copal es la virgen María, madre protectora de Jesús, me dijo el maestro. Y me pasó con sus manos un antiguo incensario con humo de este aliento de pueblo originario. De arriba abajo, de un lado y de otro, sacando los malos espíritus convertidos en corajes y envidias, en miedos y decepciones. Con la tranquilidad que da saberse protegido de envidias y corajes de espíritus chocarreros, ese humito invadió, como conquista alegre, de manera sigilosa y abrumada. Jugó con su dulzura en la nariz y me abrazó los pulmones con seguridad, con certeza del lugar que pisaba y del sueño que vendría.
De dos en dos, así debe ser, me dijo el curandero al iniciar la sesión. Lo repetía cada vez que me daba esos pequeños pajaritos sabor a tierra. Porque si te doy uno o tres, se pierde la conexión de la respuesta a la pregunta que le haces al santito.
Al copal se le agregó pino y encino. Luego salvia que se da en estos lugares de Oaxaca. Y el humo de esas plantas sagradas, se inhaló por todas las entrañas de la cocina
Cuando te veas me avisas, me dijo el maestro extendiéndome la mano para darme otro par de hongos. No dejaba de sahumeriar. Con tranquilidad rezaba el padre nuestro, el ave María sin dejar de mover su mano para esparcir el humo que alivia los dolores. Con tranquilidad, en esa noche que hablaba con vientos que movían las tejas y aleteos repentinos de tecolotes, confié estar bajo las manos de un señor con mirada humilde y generosa. El pajarito empezó su trabajo. Me tomó de manos y pies, de tronco y cabeza y me llevó fuera de la casa para ver el atardecer. Luego volvimos para ver el amanecer. No encontraba el sol que buscaba. Y como si fuera una película, nos fuimos volando por los montes y cerros de la cordillera.
Pasábamos al ras de las más extrañas plantas que crecían como burbujas. Viajábamos rápido, pero podía visualizar claramente la sonrisa de pequeños diablos que crecían como hongos. Mire al cielo y al momento que clavo la mirada en la constelación de orión, ya estoy ahí, en medio de estrellas y planetas que nacían como en marabunta. Luego miré nuestro planeta. Era como una punta del alfiler. Con ojos forzados a la máxima presión, confirmo que la punta es azul y me regreso. La velocidad de la luz camina a paso de tortuga en este viaje sicodélico, porque en un pestañear llegamos serenamente a galaxias que están a millones de años luz de nuestra madre tierra. Miro a la Pachamama y sin previo viaje, ya estoy caminando sobre un paraje en Nashinandá. Mis pasos levantaban una colorida hojarasca a pesar de la humedad.
A lo lejos, alcancé a divisar un pozo de agua. Muy antiguo. Caminé hacía él. El crujir del balde hablaba de una oxidación marcada por su falta de uso. Me asomé al interior buscando alguna alimaña. Esa curiosidad me llevó a asomarme al fondo, donde se encontraba el agua. Justo en la superficie del pozo, las cabezas de ranas croaban un concierto. Una breve tranquilidad me permitió visualizar el espejo de agua. Alguien se asomaba al fondo del pozo. Movió las manos como yo. Metí la cara al pozo lo más que pude. Fruncí el entrecejo y caí en cuenta que quien estaba en el fondo era yo. Era mi cara sorprendida.
-Ya me estoy mirando- le dije.
Y él me respondió:
-Pregúntale
Fotografía de Diego Jara Sarracino
Este artículo se publicó originalmente en el #5 de CRÓNICA SONORA, Diciembre 2022 – Enero 2023: