El día comienza en una enorme cocina. ¡Dónde más! Es una casa grande con su patio, un corredor iluminado y un extenso jardín. Hay suficiente espacio para cuatro familias. Se trata de los papás que ahora son abuelos, han recibido a los hijos con sus parejas para librar los meses de confinamiento. En las ciudades donde viven los hijos las cosas se han puesto críticas, el mal bicho, al final, resultó ser verdad y por ahí hay evidencias de que es muy letal. En cambio, aquí, en la ciudad con alma de pueblo, todo luce tranquilo. La alcaldía ha girado las recomendaciones y ha tomado las medidas estrictas que le corresponde. Hay quien se queda en casa y respeta la sana distancia, pero también es cierto que hay quien ha decidido hacer caso omiso a las indicaciones. En Juchitán, Oaxaca, al sur de México, a diferencia de lo que anuncian en la tele y en las redes sociales sobre otros lugares, parece vivir un ambiente de calma y desenfado ante el coronavirus.
Por ahí se anda diciendo que lo peor está por llegar, que la Fase 3 viene en camino hacia la localidad y que poco se podrá hacer al respecto si los casos comienzan a contarse por miles. Los expertos advierten las consecuencias e insisten en los pasos a seguir para no contagiarse y no contagiar a alguien más; los que poco saben también ofrecen cifras, confrontan versiones estadísticas con sus inferencias, creen desmentir los informes científicos, comparten noticias falsas y verdaderas, comentan los informes diarios del subsecretario de salud ―el principal interlocutor entre el gobierno federal y la sociedad mexicana―. También escriben mucho sobre el COVID-19 en sus muros de Facebook, parece que han encontrado en la pandemia su vena literaria y han perfilado un estilo catastrofista. En la radio aparece un nuevo tema: las lluvias que están por llegar. El río Los perros tiene que ser desazolvado para evitar el desbordamiento que inunda las zonas bajas de la provincia. “Este año los aguaceros vendrán intensos” pronostican, y con esto muestran el peor escenario pandémico aquí en Juchitán: hospitales y casas inundados, obligando a la gente a vivir a la intemperie, codo a codo, en refugios inhóspitos. Ha sucedido en años anteriores, ¿por qué este año sería la excepción?
El cierre de locales comerciales “no esenciales” en el centro de la ciudad hace que las calles luzcan vacías después del mediodía, pero por las mañanas el mercado municipal abre sus puertas y la gente acude a realizar sus compras. ¡Vamos, que a los juchitecos parece que no les va mucho eso de los embutidos y enlatados! Por las tardes el escenario es otro, el convenido: un vacío que desconcierta. Altera porque además de las esquinas y los anuncios, la gente que va y viene son referencia de un espacio ocupado y compartido. No hay muchos por ahí, el pegamento del centro era el comercio, es decir, ir a meterse a una cafetería y comprar, dar un paseo por el parque central y comprar, ir a una tienda de ropa y comprar. Quedar con alguien en un punto para ir de compras. No es mala idea, dicho sea de paso, porque mientras se consume el enamorado se declara, la amiga se confiesa y los extraños cierran tratos a mano limpia. Pero nada de eso es esencial, es lo que han dicho por las noticias, el sentimiento gregario se reprime o se canaliza en otras actividades, pero en solitario, lo cual ya resulta psicológicamente contradictorio para los habitantes de esta ciudad.
En la casa grande ya es la hora de la comida. Los corredores lucen limpios. Las tareas se reparten entre todos. ¡Muchas manos vienen bien para estos menesteres! De fondo suena la estación de radio que da las noticias ―y demasiadas opiniones― en zapoteco ―la lengua madre de los juchitecos―. Las cosas no van bien en la capital del estado, los oaxaqueños “nunca se quedaron en casa” dice el encabezado de un portal de noticias, y la cuarentena no terminará pronto. Los que comen están atentos, pero se guardan sus comentarios, después de varias semanas viviendo juntos más o menos se conocen sus posturas ante el acontecimiento. A nivel mundial las cosas comenzaron a mejorar, pero a nivel continental se pusieron críticas, mientras tanto en México el avance es positivo, según se interpreta de los informes diarios en cadena nacional. Pero resulta incomprensible, además de “indignante” externan, encontrar imágenes donde se pueden ver largas filas en las tiendas de conveniencia para comprar cervezas. “Las que se venden a escondidas son piratas” dice uno, “las traen de Guatemala y hacen mucho daño” agrega, por eso se espera más de dos horas por un paquete de seis, y con suerte, si el que viene con él se hace pasar por desconocido, se llevan dos. Así van las cosas en otros lugares, pero en esta parte sureña del país el rebusque de cervezas está en un callejón, en una bodega de barrio, en la tiendita de la esquina; el paquete cuesta doscientos pesos (casi nueve dólares) y se paga sin regatear. Hace mucho calor y las lluvias que se pronostican torrenciales para este año, no dan señales de llegar y quedarse, y es que por estos lares tropicales se han alcanzado los cuarenta grados centígrados, ese parece ser el principal motivo.
¿Qué es lo que más se extraña de la “vieja normalidad” aquí en Juchitán? Muy pocas cosas y ellas tienen que ver con el sentimiento gregario. Veamos: uno puede salir a la calle y pasearse por toda la ciudad y nadie le dirá nada. El problema es que no hay un sitio al que se pueda llegar, ese destino que determina el ritmo de los pasos de quien busca el punto final en su recorrido. No solo se trata de la distancia, que ahora es larga entre dos personas, también tiene que ver con el tiempo de exposición: la brevedad ha golpeado fuerte. Los puntos de encuentro se han borrado momentáneamente, y por ahí se dijo que quizá “nunca” se vuelva a la normalidad, que ahora viene una que es “nueva” y es tarea natural adaptarse a ella. Se han dado instrucciones y recomendaciones para semejante empresa. Pero insisto, parece que todo tiene que ver con ese centro de la ciudad que convoca a las colonias periféricas. En el barrio donde está la casa grande nunca ha habido negocios de venta mayor, así que la gente siempre se la ha pasado en sus casas y cuando descubre que en la nevera hace falta una caja de leche, pues va a la tienda y colabora con la economía local.
Es lo lúdico lo que se ha extraviado. La vida entretenida se extraña porque ahora corresponde ajustarse a lo mínimo necesario. “Lo indispensable”. ¡Quizá más adelante se den ciertas concesiones!, pero por el momento todo aquello que rebase los nuevos lineamientos parecerá subversión, con un toque de clandestinidad y sin duda desobediente. Mientras tanto los juchitecos hacen su parte más a regañadientes que por voluntad: van a mercar y vuelven pronto, suspenden sus fiestas tradicionales y religiosas y toda la parafernalia que hay en torno a ellas, han cancelado sus visitas a los restaurantes, no van más a misa, las playas lucen desiertas pero siguen sucias ―la contaminación venía de otros tubos de desagüe―, el panteón municipal se llena de nostalgia ―sin embargo, la gente no deja de morirse de otras enfermedades que “se parecen al coronavirus”―. Han adoptado este nuevo modo de convivir porque buscan ser consecuentes con el momento, lo están logrando, digo yo, o ¿qué más tienen que hacer los juchitecos para considerarlos consecuentes con lo que está sucediendo en el mundo? Quizá lo óptimo sería que absolutamente nadie estuviera rondando las calles, que realmente el vacío fuera literal, pero a esa alternativa, aquí en Juchitán, nadie se atreve a decirle “ok, hago mío el compromiso”.
En la casa grande cada uno cena por su lado. Tortillas hechas a mano y cocidas en horno, hay queso seco y casi nunca falta el camarón deshidratado para acompañar. El calor no convoca al café, pero un vaso de agua de limón o de horchata con canela y cubos de hielos es suficiente. Los temas dejan de ser colectivos, básicamente se planea el siguiente día. “Ojalá llueva en la madrugada” lanza uno, “ya han sido muchos días de calor” se lamenta otro. Las hamacas están dispuestas en el corredor, también en el jardín. Los ruidos de la noche son perros ladrando hasta muy entrada la madrugada ―“¿a qué hora duermen los perros?” pregunta uno de los nietos―. Si uno pone suficiente atención puede escuchar las conversaciones nocturnas de los vecinos ―el silencio ambiental es sepulcral―, ciertamente se tratan de unos susurros, pero se alcanza a descifrar cosas sobre la pandemia, a ratos se escuchan oraciones religiosas e incluso alguien pide perdón a dios por los responsables de “esta desgracia”, al parecer se sospecha de los “paganos inconversos”.
¿A qué hora suceden los contagios? ¿Acaso por las mañanas? ¿Tal vez por las tardes, quizá por las noches? En la madrugada la mayoría de la gente está durmiendo, seguramente los índices de contagio ni se mueven. ¡Una ciudad en constante estado de madrugada! Eso ayudaría mucho a “aplanar la curva” ―esa maldita curva―. Mientras eso no suceda se continuará con la voluntad de no salir de casa si no es para lo “indispensable”. Es “indispensable” ir por los insumos para la comida, pero que los adultos mayores, los diabéticos y los hipertensos no sean los encargados de la diligencia; entonces van los inexpertos hijos que sufren la tomada de pelo por parte de los vendedores que notan la inocencia en sus rostros y su falta de pericia en el regateo. ¡Fracaso total! Los abuelos se ven obligados a resolver lo que los hijos no pudieron. ¡Eso es todo! Parece que afuera ya no hay nada más para los juchitecos, basta con tener con qué alimentarse, pasar las horas y al final acostarse a dormir; al otro día el mismo ritual.
Seguramente los perros tienen el sueño muy ligero; son las tres de la madrugada y afuera se escuchan los ladridos. Quien esto escribe se asoma por la ventana y otea el escenario nocturno de la calle: tres perros ladran a la nada.
Juchitán, Oaxaca, México