Algo tiene el algoritmo que te da los buenos días con la mala nueva del más reciente fallecido de tus amigos en Facebook. La mayoría no son tus amigos, ya se sabe, pero esta mañana sí. Y es que ha muerto Rodolfo Díaz Castañeda, padre de Hermes y Helder, profesor universitario y patrocinador de este esfuerzo editorial, con sus porras y sus monedas.
Bien a bien, lo conocí no en la carrera de Comunicación sino en la «oficina», el café que él a su vez configuró como su última guarida de estudio. Ahí, al poniente de Hermosillo, lo saludaba previo al inicio de mis labores. Siempre de buen talante, no dejaba de compartirme sus reflexiones sobre los nuevos y los viejos episodios de la política o la religión. Una vez, recuerdo bien, me encontró leyendo un ensayo de su admirado Pérez Tamayo sobre la muerte, asunto que lo apasionaba y que hoy, vaya paradoja, me tiene escribiendo de él.
Hará un mes, supe de su corazón complicado, pero no quise externar mi preocupación por llamada o mensajito, me esperé a encontrarme con Hermes, cosa que sucedió la semana pasada. «Pues ahí está en su casa, descansando», me informó. Le di ejemplares de esta revista para él y otros más para el profe, su padre y mi suscriptor. «Salúdamelo mucho, dile que hace falta en el café». Ciertamente, ya eran meses sin verlo.
«Sigue tu instinto… o sigue siguiéndolo», me soltó la última vez que lo vi y nos echamos a reír. No me despido, le reviré, porque más tarde lo haría, pulgar arriba como era su costumbre. Pero esa mañana se fue más pronto de lo acostumbrado, sus estancias en el café-cubículo se achicaban y su corazón también.
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Hasta siempre, mi estimado profe, muchas gracias por las enseñanzas y las buenas vibras.
Se le va a extrañar en su cubil.




