Se caían las luces del centro de Navojoa y eso, en aquellos tiempos, significaba dormir. Los sonidos del Mercado Municipal, que antes se usaban para un toque de queda definitivo, y ahora sólo es señal de que ya se está haciendo noche, marcaban la hora de descansar. La televisión se apagaba en casa de la abuela cuando la última novela finalizaba. Rara vez veíamos las noticias. Aún era señal analógica y cuando se llegaba la noche pura parecía que la antena perdía sus capacidades y la transmisión televisiva empezaba a verse mal. Ante esto, imposible era hacer otra cosa más que dormir.

No podía salir a la calle pues cerraban la puerta con seguro. El patio lucía oscuro y había ruidos que no eran agradables. Mientras que quedarse dentro de la casa, en la sala, en plena noche, significaba morir de un susto. No porque hubiera fantasmas sino por el silencio tan vacío que parecía tocarte. Las buenas noches también las daba Televisa con su anuncio de niños que hablaban sobre algo de irse a dormir y lavarse los dientes. Después, acaso cuando nos escapábamos del horario, salía López-Dóriga a decirnos que todo estaba mal. Las calles se apagaban, los borrachos salían a tomar aire para seguir con la botella y los perros volteaban latones de basura. Quizá en búsqueda de comida o de su mamá que los abandonó.

Cuando hablo de la hora de dormir de Navojoa me regreso años atrás, quizá por el 2006. Las navidades eran tranquilas y algunos balazos salían al aire. En año nuevo se besaban los novios y cenábamos con un brindis gustoso. Teníamos un gran árbol de navidad con regalos debajo. Teníamos también a la abuela y sus historias. De tantas me recobro las que vivió en los pueblos. De cuando se casó, de cómo conoció a mi abuelo y de cómo llegaron a vivir a Navojoa. Y entonces, de nuevo, cuando hablo de la hora de dormir de Navojoa y de las historias de la abuela, me regreso a esas noches donde después de las 10 no había más remedio para un niño de 10 años que dormir. Aunque no quisiera. A la fuerza. Si no, el hombre del saco te llevaba o el coco te comía.

En la casa de la abuela, aunque grande, no había tantos espacios para dormir. Un cuarto donde dormirían mis padres y otro donde dormiría la abuela. Más pronto que tarde, porque bruto no soy, elegía dormir con la abuela. No porque me importara ser o no prudente al respecto de la privacidad de mis padres, sino porque en el cuarto de la abuela había aire acondicionado. Mis papás tenían cooler. No faltaba la noche cuando dormíamos tranquilos y el aire helado se acababa y el cooler sólo lanzaba mero aire caliente. Brotaban sudores a lo loco y sólo quedaba aguantarse. La cama de la abuela siempre estaba fresca. No sé si por los cobertores o por las sábanas, pero vaya que era tranquila. Si te acostabas y mirabas hacia arriba podías ver una silueta que se asemejaba a muchas figuras. Ya me veía como en los tests de “¿qué figura ves?” que catalogan qué tan pinche loco estás.

Entonces, pues, se llegaba la méndiga hora de dormir. Había ventanas que daban a la calle en el cuarto. Se veían los carros pasar inertes y los hombres cabizbajos hablar cosas que no entendía. Buscaba cualquier distracción para en eso perderme y dormir a gusto, pero erraba en el intento. Fue entonces que alguna vez, entre tantas noches de desvelo inoportuno, mi abuela decidió contarme una historia. Yo no la pedí. Ella estaba muy platicadora y quiso decírmela porque sí. Esto fue a propósito de que yo estaba en vísperas de la Primera Comunión. Todo un católico. Me contó, ligeramente recordando.

– Yo hice mi primera comunión en el pueblo, por allá en el Buiyacusi,- comenzó. Recuerdo que traía un vestido blanco, muy blanco y bonito, y andábamos felices. Estábamos con mi mamá y era en una iglesia chiquita, muy pobre.

Al poco rato ya estábamos muy metidos en la historia, me impresionaba la forma en que mi abuela me llevaba a imaginar tantos páramos de la infancia, allá en las épocas de los años 20’s, en los rebordes de lo que alguna vez fue la Revolución. Me perdía, quizás se podría entender, en querer figurar tantas representaciones en plena globalización y tecnología atacándome en la niñez. Para ese entonces yo no me sabía ninguna oración ni persignación. Tenía que aprendérmelas para mostrarlas en Catecismo. Ni tarde ni perezoso, ya que estábamos en el tema de la iglesia, le pedí que me enseñara a hacer y decir las oraciones. Y aunque yo no veía sus ojos por la oscuridad, puedo apostar que brillaban con cada palabra que me decía, y que esbozaba en su cara de años una ligera sonrisa de sandía, con la falta de dientes y ahora placa.

Fue así que me hacía llevar la mano en las distintas direcciones para persignarme. También a decir primero ella las oraciones, como el Credo o el Padre Nuestro, hasta el Ave María, para luego yo repetirlas. Jamás conté el tiempo que esa plática nos tomó. Sólo recuerdo ver, gracias al destello como gis de la luna que llenaba el cuarto, cómo alzaba sus manos al aire mientras decía una oración, se persignaba o seguía contando cómo fue su Primera Comunión allá en un pueblo perdido.

Sin darme cuenta ella se quedó dormida cuando aún contaba sus aventuras. Y yo, mientras trataba de repetir lo que me había recién enseñado, le hice segunda con Morfeo. Después de esa noche la plática se convirtió en una constante de mis madrugadas de insomnio. El alzheimer de la abuela, mis ganas de escuchar una voz hablar para estar tranquilo y sin miedo, y su gusto por contar lo que tantas veces ha contado, todo se juntaba entre sí para darme una amable noche con recuerdos ajenos. Enseñanzas de a montón. La noche, aún cuando se señalaba por los sonidos del Mercado Municipal, ya era otra tanto para mí como para la abuela.

Escribo esto en pleno 2017, ya más de 10 años de aquella vez. De la misma forma, ya casi 4 años de que la abuela se fue con el abuelo a contarle más historias como las que yo tuve oportunidad de escuchar. A veces, a pesar de ya ser varios años de la ausencia la abuela, como que hace falta volver a escucharla mencionar su vestido muy blanco y bonito, las oraciones siendo repetidas durante la noche y las persignaciones que me quería enseñar en plena oscuridad callada.

Ya no vuelvo a la casa de la abuela porque ya no hay. Sólo se ve un solar vacío, con escombros de lo que alguna vez fue una morada de felicidad e historias, con restos de paredes de la cocina y del baño. Ahora ya no paso por donde mismo ni escucho las historias de Primera Comunión. Escribo esto en pleno 2017 porque aún hay veces que necesito dormir y ni la música con audífonos ni la televisión ayudan. ¿Será que la historia de la abuela tenía un poder mágico de relajación? No lo sé. En este momento sólo me pregunto: ¿Ahora cómo dormir cuando suena el Mercado Municipal?

Por José M. Ávalos Larrañaga

Fotografías de la casa de la abuela y sus ruinas. Colección Familia Larrañaga.

Sobre el autor

Nació en Hermosillo (1998). Es estudiante del Colegio de Bachilleres del Estado de Sonora, plantel Reforma, y colaborador del Instituto Sonorense de Cultura. Escritor y narrador. Ha participado en varios certámenes de narrativa y cuento breve, así como en el Concurso del Libro Sonorense 2016. Asiste al taller de creación literaria Altazor, a cargo del escritor Horacio Valencia Rubio.

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