Estamos ante un estereotipo cinematográfico con autonomía moral: el hombre maduro que se enamora, contra todo pronóstico, de un ser humano diferente.
Profecía lanzada, en tono de comedia, en Una eva y dos adanes (Billy Wilder, 1959) cuando Jack Lemmon, harto de sutilezas, grita a Joe E. Brown su verdadero sexo: “I’m a man!”. El otoñal enamorado responde: “Well, nobody’s perfect”.
Años más tarde, en Tootsie (Sydney Pollack, 1982), Dustin Hoffman atrae, sin querer, al veterano Charles Durning, padre de Jessica Lange, verdadero interés romántico del travestido protagonista.
Y, ¿no es la pasión similar en Juego de lágrimas (Neil Jordan, 1992)? Una historia de amor – más allá del género – envuelta en thriller político donde todas las expectativas sobre sexo y amistad, libertad y dominio, masculinidad y feminidad flotan en lo ambiguo.
Una mujer fantástica (Sebastián Leilo, 2017) es una película desafiante cuya apuesta es mostrar la hostilidad con que la mayoría social trata todavía a los transgénero.
La joven Marina (Daniela Vega, mujer transgénero) trabaja como mesera en el día y como cantante por las noches. Es amante de Orlando (Francisco Reyes), de cincuenta y tantos años, divorciado y padre de dos hijos. Quizás es más de treinta años mayor.
Cuando él llega a buscarla, ella interpreta “Periódico de ayer”. Sus miradas hablan de pasión. Luego, él le obsequia un viaje a las cataratas del Iguazú. Van al departamento. Hay sexo. Hay amor. Una velada maravillosa pronto se convertirá en pesadilla.
La muerte se encarga de voltear las cartas sobre la cama y la mesa.
Una mujer fantástica elimina cualquier prólogo. No sabemos cómo la pareja se conoció, cómo fue el momento en el que la familia de Orlando se enteró que viviría “con un monstruo” o “con una quimera”, que son insultos que Marina soportará durante toda la película.
Hay que comprender. Sin justificar. La amante, cuando el varón fallece, enfrenta el rechazo de la familia original. Se le arroja del paraíso, desaparecen sus derechos de convivencia, tiene prohibido asistir al funeral. Esposa, hermanos e hijos pretenden borrar ese penoso capítulo del difunto. Ahora, si se trata de un transgénero, el shock será peor.
Marina, cuyo carnet de identidad revela que su nombre real es “Daniel”, sobrellevará humillaciones y todo tipo de sospechas.
“Mi nombre es Marina Vidal, ¿tiene algún problema con eso”, parece ser la frase que se repite con mayor intensidad durante la proyección.
Los primeros minutos de Una mujer fantástica se presentan a partir de la perspectiva del cine romántico. Sin embargo, el giro del filme lo hace avanzar hacia el suspenso: la información que el espectador recibe provoca que intente completar el panorama manteniendo así el interés.
Además, el guión se solaza con viñetas surrealistas. Ya sea contra viento y marea, o en coreografías disco, el temperamento y el carácter de Mariana va creando el tan ansiado espacio en la memoria. Y lo logra.
En ese sentido, Una mujer fantástica no duda en echar mano de los estereotipos. Funcionan.
Y existe la subtrama que revela el talento de Mariana. Ella es cantante de ópera. No es gratuito que interprete “Ombra mai fu”, aria de Händel escrita en el siglo XVIII para un castrato. Como ave fénix, cual Farinelli (Gerard Corbiau, 1994) regresará por el aplauso y el reconocimiento final.
La fotografía y la dirección de arte en Una mujer fantástica son puntos que ponen en alto a la producción. El ambiente urbano, contemporáneo y global de la urbe donde se desarrolla la trama le da impulso a Marina que debe crecerse ante el desprecio, la repugnancia y el odio.
Se ha dicho que Una mujer fantástica no es una película militante. No lo necesita. La presencia de Daniela Vega es ya un hallazgo formidable, fantástico. Un valor en sí mismo.
El nudo argumental es la lucha del ímpetu. El de Marina y el de la familia de Orlando. Miedo y desconfianza aparecen en ambos lados. La propuesta entonces es defender el derecho a llorar, con dignidad, por la partida del ser amado.
Y lo que se ve no se pregunta.
Por Horacio Vidal