Cuando era pequeña solía correr y gritar en el edén de trigo que se asomaba en mayo. Vivía de los largos caminos, poderosamente invadidos por una nostalgia infantil que aún no termina de pasar. Mi vida era guiada por mis pies inquietos, pero sobre todo por el cantar melodioso de la voz de Mamá Eduviges. Mi madre había muerto y quedé al cuidado de mi dulce abuela, a quién amé como si hubiese sido la que me trajo al mundo. Mis primos Edgardo, Lucio, Manuel y Filiberto también habían quedado huérfanos de padre y madre. Ella inauguró nuestras primeras nalgadas, se graduó en materia de sermones y aprobó nuestros fracasos, al menos los míos de hacer tortillas de harina. Siempre fue la mejor consejera y la mejor cuenta cuentos. También una excelente cocinera de arepas.
Cuando quería arrullarnos nos contaba de las leyendas del yaqui, las más bonitas, de guerreros fuertes y de espíritus indomables. Cuando quería asustarnos por alguna travesura, especialmente por contemplar la luna en la madrugada, nos daba santo y seña de la doña de los pies blancos que se paseaba por los tejados de las casas. En su momento, me imaginé unos hermosos pies sin callos y lisos. Mis primos eran miedosos. Por el contrario, a mí me gustaba soñar con la planta pálida de esos pies que según daban miedo.
-¿Será bonita la señora como los pies que imagino?
-¿Le gustara correr entre los trigales y cazar chicharras en la mañana?-
Me hice varios cuestionamientos, durante muchos desvelos. Después razoné que a la señora le gustaba la noche y tal vez casi cuando el cielo cobraba neutralidad. Ni un azul profundo casi rozando el negro, ni un iluminado cielo claro que cubre omnipotente los sembradíos en el valle. A la señora le gustaba pasearse a esas horas que no tienen nombre. El tiempo que transcurre en alguna especie de limbo, el que está en medio de la noche y del día.
Entre más imaginación crecía en mi cabecita de niña curiosa, más preguntas sobre la señora de los pies blancos surgían. Y mis interrogativas le taladraban el oído a mamá Eduviges. “Mira niña, te voy a contar”, dijo en un tono de resignación.
-A ver, cuéntame. ¿Tú la has visto?
-No, nunca. Dios me libre
La expresión me causó extrañamiento
-La doña esa que tú quieres ver sí es muy bonita. Pero es mala, porque nunca pudo tener cría. Y siempre anda buscando donde hay niño recién traído -decía en un terror actuado mi Mamá Eduviges.
Mis ojos estaban desorbitados, pero sorprendentemente mi interés por saber de la señora creció.
Ante esto Mamá Eduviges siguió:
“Dicen que la maldición viene desde Sinaloa, que era maestra y se llamaba Aura, que siempre quiso tener chamacos pero no pudo. Ya sabes, esas mujeres que nacen sin semilla. Allá la mataron y para colmo dicen que se murió ya bien cargada. Por eso primero se le aparecía a sus alumnos, pero luego le dio por meterse a las casas con niños pequeños, así de meses, y la desgraciada les daba de su seno, de su mala entraña envenenada y el niño moría por la mala leche. Pobres criaturitas, y qué infernal mujer. Por eso tú no tienes por qué andarle jugando al cochi con mal de ojo. ¡Ándele¡ ¡Váyase a barrer!”
Quedé agotada de tanto fantasear con la leyenda, y si alguien me preguntara en aquel momento de descubrimiento fantasmal y desgraciado de la pobre Aura, yo diría que la escucharía con el mismo gozo y asombro de aquellos días de trenzas y paletas de cajeta. Mis primos, al verme tan entusiasmada con el relato sentían más miedo, y solo me decían que si le llegaban a ver los pies tomarían sus resorteras y lanzarían desesperadamente por vivir. Así como en la guerra.
Ya sabía cuándo podría verla. Esperé la noche después del anochecer. Tenía que ser en ese purgatorio que libera a todas las novias ambulantes, princesas, niños sin bautizar y a las pobres señoras como Mamá Aura. Crecí sin madre y ella murió sin hijos. A lo mejor y ella aceptaba ser mi madre y a mí me gustaba ser su hija. Amaba profundamente a Mamá Eduviges, la quería tanto -aun con sus pequeñas arrugas-, pero siempre soñé con mi madre, esa que se llevó Dios antes de que pudiese hacer un retrato con mis palabras de inocencia.
Puse el catre en el pasillo que da directamente a la puerta, ahí se ve perfectamente el techo. Aguardé y aguardé, no vi duendes ni hadas, ni almas chocarreras, ni escuché un sólo lamento. No vi siquiera murciélagos, ni nada. Me venció el sueño. En poco tiempo volví a abrir los ojos. Y ahí sí, no sé si fue alucinación de la falta de sueño o de la falta de adultez, pero vi unos pies colgando, terriblemente agrietados, feos, no eran siquiera blancos. Mi terror era por lo horripilante de los pies.
De repente los pies se transformaron en silueta y esta bajó lentamente. Alcancé a ver una especie de sonrisa que se dibujaba entre la burla y el deleite ante mi rostro deformado por el miedo. Miré sin palabra. De repente se paró frente a mí y la sombra se elevó hacia arriba, junto con una ventisca violenta, no sin antes dejarme una última vista de sus espantosos pies.
Grité como si fuera la última vez, la última vez que fuese a salir el horror desde mis adentros. Y en ese momento desperté. –¡Fue un sueño! ¡Fue un sueño!- me repetía. ¿Qué otra cosa? Los gritos se escucharon hasta el cuarto de mis primos asustadizos, me preguntaron que si qué vi, que quién me espantó el sueño, que si qué hacía con el catre volteando para el techo, entre tanta oscuridad con tanto chaneque diabólico. Sólo me limité a decir que tuve un mal sueño, de esos que parecen de verdad. Lo que si fue la peor de las pesadillas y pesadumbres, fue el silencio de Mamá Eduviges. Sus regaños se extinguieron para siempre esa misma noche y ella no acudió a mi grito espeluznante.
-¡Mamá Eduviges! ¡Mamá Eduviges! ¡Despierta, Mamá Eduviges!
Ahí si grité para mí. En silencio. No podía con el dolor de haber buscado una madre que aún a mis veintitantos no puedo corroborar por existente, me refiero a Mamá Aura. A lo mejor fue mi castigo por buscarme abrigo y respuesta con una mujer que quién sabe si era demonio. Comprendí entonces que aquello no había sido un sueño. Mamá Aura se había llevado a Mamá Eduviges, tal vez se enojó con tantas palabras feas que dijo sobre ella. O simplemente derramó sobre nosotros la mala leche, ya que Mamá Eduviges, sin parirnos, era mamá de 5 niños. Fértil en espíritu.
No sé, nunca lo supe. Y ahora la fantasía se consumió entre melancólicos guachaporis. Los recuerdos se hacen confusos e ignoro si era la postrera o aquella muchacha que murió sin germinar y renació como un ente que sonríe de pura maldad, contrario al destino del trigo que lleva el eco melodioso de mi dulce viejita y ese latido del viento de Cajeme que trae consigo la canción eterna de Mamá Eduviges.
Por Adhara Lozano
Ilustración de Sebastián Maytorena
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Siempre me han gustado tus letras, lo sabes. Amé que la llamaras «Aura» (ya sabes a quien me recordó) y ya tenemos otra cosa en común: un cuentico sobre un fantasma de un pueblo sonorense 😛
Hermosa :*… Se hace lo que se puede y espero algún dia de estos y no de esos lejanos que nunca llegan, escribir algo muy valioso y universal
Que albergue esperanzas o tristezas o los monstruos de cualquiera …