Abrimos semana saludando el regreso de AB a CS 🙂
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Ciudad de México.-
Todas las mañanas me asomo por la ventana de mi estudio y trato de entender qué es lo que está sucediendo afuera. No hablo de ningún tipo de existencialismo, lo que digo es serio. Más bien veo la larga fila de carros detenidos, mandando señales estériles con sus bocinas y maldiciendo a todos los que están por delante; también hay colectivos que amontonan obreros ─los últimos que quedan─, y sus miradas, a juzgar por lo que alcanzo a ver, ahora miran hacia ninguna parte, no hay horizonte. El semáforo se resiste al rojo y de pronto, maldita sea, deja de funcionar. El primer chiste del día se ha contado solo. Cierro las cortinas y afuera se quedan todos, adentro escucho ese crujido de la italiana y eso significa que el café está en su punto.
Son las seis y media y escucho los pasos de mi vecina del piso de arriba, le dice a su marido que hoy vuelve tarde, que con un poco de suerte “puede que alcance el final de la cena”. Es el día más difícil en la oficina, agrega, el jefe anda de nervios, el teléfono no para de timbrar y ella, que a su cargo tiene tres agendas, a veces está que se tira por la ventana del décimo piso. Su marido y yo sabemos que no habla en serio, vaya, que es una forma de expresarse y nada más. Abre la puerta, baja las escaleras, se detiene en el descansillo de mi piso (habrá olvidado el celular), vuelve a subir y, ahora sí, se despide respondiendo la primera orden de la jornada desde su móvil.
Vuelvo a correr las cortinas, doy sorbos a mi café a la vez que la veo hacerle la parada a un taxi. Se mezcla con la fila de hormigas sobre la avenida que sigue dando su batalla con un semáforo descompuesto. ¡Maldita sea, va a llegar tarde! Enciendo mi computadora y pienso bien en el primer video musical que voy a ver este día, es importante para mí: define mi estado de ánimo durante las próximas horas. Tarareo esa vieja canción de Jarabe de Palo y espero parado en la ventana hasta que mi vecina por fin libre el atasco y se enfile al edificio acristalado de su trabajo.
El marido ha sacado a pasear al perro. Es un eufemismo, en realidad lo lleva a que cague en la jardinera. Se llama Canelo el can, me lo he topado un par de veces en las escaleras y me ladra, pero lo hace como cualquier perro que quiere decirle a un humano que huele bien. Lo acaricié una vez y mi vecina me dijo, con esa risa matadora de las vecinas guapas: “creo que le has caído bien”. Yo sonreí y subí con la prisa del tímido, con careto de bobo. Canelo me ladró, o sea que se burló de mí. Y es que los perros intuyen la cobardía.
Mi vecina una vez bajó y llamó a mi puerta, me propuso que compartiéramos el internet y yo acepté. Ahí fue que supe que se llamaba Matilde. “Me llamo Afonso” le dije, “pero me dicen Pocho” agregué y ella me enseñó un par de filas de dientes perfectos. Le pedí que pasara y ya en la sala me preguntó a qué me dedicaba, yo le mentí. Me dijo que era asistente ejecutiva en una empresa que distribuía materiales escolares a todo el país. Le creí. Su marido me dice “el vecino loco”, lo externó como una prueba o suerte de complicidad, no sé; entonces yo le confesé que a su marido le digo “el cabronazo”. Matilde se carcajea con esa dulzura que tienen las vecinas cómplices. Parece demasiado lista.
La canción me animó mucho, me tomé en serio mi banda sonora matutina, así que con cuidado de anticuario y sensibilidad de intelectual busqué la segunda canción para acompañar ese poco de café que siempre sobra en la italiana. Ana Maoura, sí, ella. Escuché Desfado ao vivo. El resto de la mañana me está resultado placentero, como si hoy fuera a recibir una buena noticia, no digo que sea extraordinaria, pero sí que Matilde llame a mi puerta de regreso del trabajo y me pregunte si ha llegado el recibo y yo le diga que este mes va por mí. Seguramente va a insistir en pagarme, entonces le diré que se lo cambio por un café sin que su marido se entere. Supongo que vendrá una carcajada. Matilde creerá que es una broma, y es que, ciertamente, mi mirada no suele ser la más convincente en esto de levantarse a la más guapa del edificio. Caray, sólo tengo una certeza sobre ella: vivió en Madrid y después de un golpe bajo le tocó empacar con la prisa y el dolor de quien trae en la maleta el corazón hecho pedazos.
Las tardes en Ciudad de México, sobre todo en miércoles (valiente día éste de la semana), me resultan insoportables cuando me encierro en mi estudio. He tomado la decisión de cogerme la bufanda y el abrigo e irme al Opera Bar, la última vez que estuve ahí me sentí acompañado por gente extraña que me sonrió y saludó al ocupar un sitio en la barra, donde yo estuve por lo menos unas tres horas leyendo un libro sobre sindicalismo francés. Pedí calamares y vino blanco, después perdí el glamur y seguí con cervezas y nachos acompañados con chiles jalapeños. ¡Anda ya! Además, Matilde dijo que volvía tarde, eso será más o menos como a las diez de la noche. Como la última vez. Seguro llegamos juntos si me doy prisa.
“Qué hace un tipo como tú solo en esta ciudad” me pregunta. Lo que Matilde estaba a punto de olvidar esta mañana eran las llaves, y aunque volvió por ellas no las encuentra en el fondo de su cartera. “Puedo abrir yo” le ofrezco y otra vez su sonrisa. “No tardo en irme” externo con las manos temblorosas y el aliento a calamar. Empujo la puerta y le pido que entre. Nuestros pasos son muy cortos, los más cortos que hemos dado en nuestras vidas. “¿Te siente bien?” quiere saber Matilde. Ya son dos preguntas y no me siento capaz de seguir respondiendo. “Has bebido, ¿cierto?” externa Matilde: su voz lanza la afirmación con su duda correspondiente.
Hemos alcanzado mi descansillo, me coge las llaves y abre ella. Nos recibe el perchero y cuelgo mi bufanda y me desabotono el abrigo. “¿Y tu marido?” pregunto en forma de susurro. Ella hace una mueca. “Conozco ese gesto” le digo, “lo han hecho conmigo” agrego y ella se mete a mi cocina preguntando por la cafetera. “Es una italiana” respondo y ella casi ordena que me siente, que me hará un café cargado para aliviar mi “estado”. Matilde se sienta a mi lado y escucha El Aleph de Nana Daconte; ella ha elegido la canción desde el Spotify de mi celular. “¿Y tu marido?” vuelvo a susurrar, “el tipo de arriba es mi hermano y es gay” lanza, “¿por qué no me lo dijiste?” quiero saber con cara de idiota, “nunca me preguntaste” me respondió.
Mañana subirá temprano antes de irse al trabajo. Canelo está ladrando, creo que es el primero en enterarse de este lío.
Texto y fotografía por Afonso Brevedades
La italiana de marras
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