A principio de los ochenta mucha gente llegó a la ciudad de Hermosillo en busca de trabajo, atraídos por las noticias de la ampliación de la Planta Ford, lo cual provocó un crecimiento considerable de la ciudad. En aquella ocasión vino gente de ciudades industriales como el Distrito Federal y Monterrey, pero los chilangos hasta entonces supieron lo que era el calor (44 °C, ¡ahí nomás!). Además, el aire puro y la falta de fútbol de primera división hizo que los defeños se sintieran en un rancho, el llano en llamas, dijeron, y emprendieron la huida sin decir adiós. Ante eso, los de Hermosillo les hicieron un aplauso, después trompetillas y una obscena señal, quedando bien claro que chilangos y hermosillenses eran mutuamente excluyentes, sin compasión. Aunque pueden contarse algunas excepciones, como el caso de Pedro Galindo, ese entrenador de fútbol que aún vive en la Hacienda de la Flor y que vino para sembrar la semilla del juego del hombre y cosechó muchos frutos en su carrera (con burlas y todo se siente no obstante que la gente quiere al Pedrín), es claro que pocos chilangos han llegado a Hermosillo para quedarse. Hay otro señor, que vendía paletas en el hospital Chávez y en el Parque Madero… dicen que fue árbitro en la primera división. En la mayoría de las carreras de la Universidad de Sonora hay por lo menos un maestro del DF; el Instituto de Geología de la UNAM tiene algunos investigadores. Pero sin duda en el DF hay mucho más sonorenses que defeños en Hermosillo: estos han sobrevivido en la ciudad más grande del mundo y hasta se quieren igualar a los capitalinos. Es el caso de Yahir Otón Caimebien: en Deportes Arrieta hay una camiseta con su autógrafo que dice “Para toda la banda un pinche abrazote”; hágame usted el favor. Y es que ni modo, el DF es el ombligo de México, así como Hermosillo es el ombligo de Sonora, es igual, y las cabeceras municipales son……………………. y ahí se va. ¡¡Centralismo voraz!! ¿Quién te detendrá?
Uno de los pocos chilangos que se quedaron en Hermosillo en la etapa de ampliación de la planta Ford, es Alfredo Segura, que llegó del meritito DF, nada que de la zona conourbada. Él nació en el barrio de Santo Domingo, delegación de Coyoacán, cerca de la estación del metro Copilco, una que está cerca de la UNAM. Era un estudiante de secundaria cuando fue el movimiento del 68, truncó sus estudios profesionales en el Poli y trabajó como técnico en electrónica en Tlalnepantla y en Izcali. Cuando llegó a Hermosillo muy pronto hizo amistad con un compañero de trabajo, que al verlo soltero y madurito prometió presentarle a una de sus primas, también madurita pero de buen ver, que era originaria de Granados y recientemente había llegado a Hermosillo con toda su familia.
Se llegó el día del encuentro y este fue más o menos así: “Mucho gusto, Rosalba Durazo”. “Encantado señorita, Alfredo Segura para servirle”. Alfredo quedó deslumbrado al ver aquella güerota tan guapa; en el DF había visto mujeres bellas, pero solo ocasionalmente, cuando iba a Liverpool, por ejemplo, o a Plaza Universidad, a la Zona Rosa, o cuando pasaba por casualidad por la Universidad Iberoamericana, pero en el metro o en la calle, difícilmente. Por su parte, Rosalba que estaba acostumbrada al trato áspero de la gente bronca de Sonora, conoció hasta entonces la amabilidad en todo su esplendor: por primera vez supo personalmente lo que eran las atenciones de un caballero para una dama, nunca se había sentido tan halagada y tan bien tratada. Conversaron y después de un rato él, con toda labia, la invitó a cenar. “Hemos hablado mucho de esta hermosa tierra y de su capital, que se distingue por las bellas mujeres como usted Rosalba”, le dijo. “Hay favor que mi hace oiga”, contestó Rosalba llena de emoción, mientras masticaba un chicle ruidosamente aunque según ella con mucha elegancia. Alfredo no se detuvo y siguió haciendo un despliegue de atenciones “esta tierra además se distingue por su carne asada y para probarla por primera vez quisiera invitarla a cenar si me hace usted el gran honor, al lugar que usted prefiera, puede invitar a quien guste de su familia, no faltaba más”.
Rosalba no tuvo problema en elegir el lugar para ir a comer y sin titubear eligió un conocido restaurant de la ciudad. “Bueno pues dicen que el que viene a Hermosillo y no va a comer al Xochimilco es como si no hubiera venido…”. El nombre hizo que Alfredo se sintiera inevitablemente familiarizado “¿Aquí también hay un Xochimilco? —preguntó—. ¿Es como el de México?” “No —dijo Rosalba—, nada más es un restaurante, el dueño es un viejito muy famoso que se llama Poncho Durazo, es pariente de nosotros”. Rosalba se acomodó cuando le salió la arrogancia y lo jactancioso de los Sonorenses, especialmente los de Hermosillo y los de Obregón, y se puso a platicar de los Durazo: “Fueron unos italianos que llegaron a Sonora, originalmente el apellido era Durazzi, de allí dependemos todos los Durazo; Alfonso Durazo, dos músicos de los APSON, unos grafiteros de La Colorada, el tristemente celebre Negro Durazo. Puro garbanzo de a libra”. Entonces, olvidándose de que estaba de conquista, Alfredo la interrumpió: “Oiga pero ese negro era un corrupto, no es como para presumir su parentela”. “¿Qué pasó?, ¿Qué pasó? —contestó Rosalba, un tanto indignada—, a él lo corrompieron los chilangos, de aquí se fue bien”. “Bueno, bueno, una cosa es que López Portillo le haya dado manga ancha al negro, pero donde quiera hay corruptos, ahí está Díaz Serrano, por ejemplo”. Rosalba empezó a confundirse y no pudo menos que decir “no pos allí quién sabe”.
Se llegó el día de ir a cenar y Alfredo pasó a casa de Rosalba después de asistir a misa a catedral, pues aunque él rentaba un apartamento en Villa de Seris y vivía cerca de la iglesia de la colonia, prefería siempre ir a la catedral y rozarse con la alta alcurnia de Hermosillo. Al llegar a la colonia Cinco de Mayo, donde vivía Rosalba, ella lo estaba esperando con un vestido muy rojo, con su cabello suelto y ondulado que olía a monte, a vinoramas, al río lleno de berros y de batamotes. Lucía como en sus mejores tiempos. Parecía increíble que ese hombre que venía de tan lejos, con sus pelos parados, nariz aguileña y ese modo de hablar tan lleno de colitas le hubiera sacado lustre y la pusiera a brillar, como la escarcha que amanece en invierno en las milpas de Huasavas y Granados. Se despidieron en casa, salieron sin chaperón y cuando se dirigía al carro él quiso abrirle la puerta. “Permítame, por favor” “¡Ay!, ¡muchas gracias!” “¿De qué?”.
Llegaron al Xochimilco y cuando eligieron una mesa, Alfredo retiro la silla hacia atrás para que Rosalba se sentara, y mientras ella lo hacía él ya recogía su abrigo y lo colocaba en el respaldo. Varías veces, de camino al restaurante, le había preguntado cómo se encontraba, con lo que Rosalba se sentía tratada como una reina. Pero en el interior de Alfredo, acostumbrado al excelente servicio que brinda un mesero en el DF, y a escuchar aquellos maravillosos mariachis en Garibaldi, había cierta inconformidad con el entorno y con las formas harto inapropiadas para atender a la clientela. “Qué poca manera con estos cuates —decía entre sí—, llegan y le tiran a uno con los cubiertos como si les viniera a pedir regaladas las cosas; a mi pareja la tratan como con desprecio, no manches que estoy trapeando maestro, me cai que si no anduviera perreando a esta vieja no les daba ni propina, por ojetes. Luego esos viejitos del mariachi dan lástima, a ver con qué salen cuando los llame para pedirles unas canciones, ¡¡¡ Psss!!!”.
Sirvieron la comida y las cosas cambiaron para Alfredo. De pronto sentía que la carne se le deshacía en la boca, con un gusto que nada tenía que ver con los pellejos que llegaban al DF desde Tabasco y Veracruz a cualquiera de las únicas tres carnicerías de los Carranza en esa ciudad tan grande. Allí, en cambio, en el restaurante, las enormes costillas parecía que habían pertenecido a un búfalo. Algo había en ese banquete, sin embargo, que no le cuadraba: la servilleta le parecía muy amarilla y muy grande, y cuando la tomó para limpiarse la boca Rosalba lo interrumpió y le dijo con un tono levemente burlesco que aquello no era una servilleta, sino una tortía de harina. Y aunque Alfredo no encontraba donde meter la cabeza rápido se consoló cuando vio la brutalidad de Rosalba que estaba hecha un lío con los cubiertos porque no los sabía usar. “Tenía razón Vasconcelos —pensó Alfredo—, cuando dijo que en Sonora se terminaba la cultura y comenzaba la carne asada…, eso sí, ¡qué carne asada hay por acá, me cai! Pero, sobre todo, ¡qué carnes sin asar hay en la calle! ¡Qué filetes hijo!”.
Se llegó la hora del postre y Rosalba le recomendó las coyotas. “¿Qué son esas?” preguntó Alfredo. Y ella le explicó con toda naturalidad que era un invento de una señora de por allí, de Villa de Seris, doña María, que era una clase de tortía o de empanada que adentro llevaba panocha. “¡¿Qué qué qué?!”. Por la cara de Alfredo pasaron todos los colores del arcoíris sin que hubiera cabida en su mente para un albur, mientras que Rosalba ni se percataba del bochorno que éste estaba pasando. “Chin —se dijo Alfredo—, ahora sí que quién sabe a qué le digan panocha aquí…, porque allá…”.
Llegaron los mariachis y sacaron de su repertorio las canciones más apropiadas de José Alfredo, yo no se lo que valga mi vida pero yo te la vengo a entregar, por ejemplo, luego apareció en la mesa una rosa tan roja como el vestido de ella, y para completar la faena no podía faltar una servilleta con un poema extraído de veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda. Solamente faltaba aterrizar, y no precisamente con una proposición indecorosa, porque si bien inicialmente aquello estaba en los planes de Alfredo, esa idea ya la había descartado al ver a aquella mujer tan sincera y bien intencionada. Entonces optó por ser derecho con Rosalba, aunque para un defeño, acostumbrado a vivir a la defensiva cotidianamente, ser derecho no era la regla. Le pidió sin embargo que fuera su novia y la respuesta de ella fue a la usanza de su pueblo: “déjame pensarlo una semana, te invito a comer a mi casa”. Aunque se entendía que era mero formalismo, para que no se dijera que era una mujer fácil, porque lo cierto es que ella ya estaba rendida de amor, y él lo sentía. La respuesta le pareció anticuada y hasta ridícula, no obstante se dejó llevar por el jueguito, ya sentía que le gustaba. “Chale —pensó—, se me hace que me estoy enamorando como un escuincle, y de paso, de una provinciana, de la sierra de Sonora, tendré que amansar a esta potranca”.
Como Alfredo no tenía carro, el día de la cena en casa de Rosalba caminó del centro a la colonia Cinco de Mayo. Era una tarde de invierno, el cielo estaba espeso de nubarrones y una llovizna copiosa caía en la ciudad; por primera vez desde que había salido del DF sentía que lo aplastaba la nostalgia y llegaban a su mente los momentos en los que, también bajo una lluvia tenaz de esas tan comunes en el DF, caminaba exquisitamente por el Paseo de la Reforma, cubierto con gabardina y paraguas (mención aparte merece que, según se dice, ese paseo nada le pide a los Campos Eliseos de París). En esa ensoñación de la memoria se vio a sí mismo entrar a un restaurant en el centro histórico, como el Café Tacuba (a donde van esas señoronas capitalinas con aires de grandeza), y tomar un capuchino que, honor a quien honor merece, solamente en el DF lo saben preparar, acompañado de un pan dulce del que vale decir lo mismo que del capuchino. Y se vio luego enfilar hacia la Cineteca Nacional a ver una buena película de esas muestras internacionales que siempre hay, para más tarde pasar a la cafetería del recinto, donde pululaban intelectuales de todas las tallas (principalmente de la UNAM, mayormente izquierdosos), como Carlos Monsiváis, con su saco sport color negro y su colita canosa, La Jornada, la Revista Proceso ó el último libro de García Márquez bajo el brazo. También recordó las tardes en la espléndida plaza central de Coyoacán, donde el kiosco, la iglesia y la explanada eran adornados por palomas, algún organillero y los turistas preguntando por el museo de Diego Rivera o el centro nocturno La Casa del Cuervo.
Pero estaba en Hermosillo, así que a otra cosa mariposa. Al llegar a la cita despertó del sueño. Tocó la puerta, pero quien lo recibió fue un hermano de Rosalba, ya que ella andaba con su mamá en el patio trasero haciendo tortillas de harina. Alfredo miró hacia arriba a aquel que lo recibía y le pareció que era algún vikingo perdido: “Buenas tardes, señor, Alfredo Segura para servirle”. “¡Quíhubole! —respondió el otro—, mucho gusto, Ramón Durazo, pásale, horita va a venir la Rosalba, siéntate”. En ese momento Alfredo sintió que en la familia Durazo había un noviazgo anunciado; se sentó después de cerrar el paraguas y quitarse la gabardina sin dejar de sonreír cordialmente. Ramón lo acompañó hasta que llegó Rosalba, ella saludó y explicó que estaba ocupada en el patio trasero haciendo tortillas con su mamá y que regresaba pronto. Ramón tomó la batuta en la conversación, pero él confundía la franqueza de un sonorense con la imprudencia: cuando se refería a la gente del sur les decía guachos, le preguntó que si cuántas veces lo habían asaltado en el DF y cosas por el estilo. Luego se puso a platicarle sobre el pueblo de donde había llegado su familia, y de la vida por aquellos lugares cuando él era niño. A Alfredo le pareció que le estaban hablando en otro idioma: “Cuando yo estaba chiquito allá en Granados, nos juntábamos todos los buquis y nos metíamos en los trochiles de los cochis y, nos llenábamos de soquete y luego todavía nos dábamos tatahuilas y nos subíamos a papuchi, pero luego nos íbamos a bañar en la acequia, ¡fíjate nomás qué ocurrentes! ¡Ah pero que buen atol de péchitas nos hacían!, aunque salía muy saruqui, pero bien bueno”. “En qué dialecto me estará hablando este cuate —pensaba Alfredo—, será muy descendiente de italianos pero por la forma de hablar parece de algún grupo autóctono”.
Llegó la hora de comer y como siempre, la conversación se generó en relación a la comida. “Mire —dijo la mamá de Rosalba—, hay Gallina Pinta que quedó del medio día, ¿quiere que le sirva?”. “Ay señora, de veras qué amable eh…, pero mire no es que la desprecie, pero es que casi no como el pollo”. Todo mundo reprimió una carcajada dejándola en una sonrisa, lo cual percibió Alfredo y le hizo recordar una canción del Tri que se llama “El Chilango Incomprendido”. La señora le explicó que no era pollo, que era algo parecido al pozole pero con fríjol y chile colorado. Alfredo aceptó probar la dichosa Gallina Pinta y dijo que le parecía deliciosa. Le llamaron la atención las enchiladas tipo Río Sonora que consisten en una tortillita de maíz frita, bañada de chile colorado con verdura y queso fresco. “Se miran sabrosos los sopecitos esos” dijo, a lo que le aclararon que no eran sopecitos, sino enchiladas. Le explicaron también lo que eran la Chivichangas, que lo dejaron asombrado. Él, por su parte, recomendó que al frasco de la salsa de chiltepines le pusieran una calaverita…
Alfredo veía cómo Ramón se comía hábilmente los frijoles caldudos con aquellas inmensas tortillas que parecían de papel: las tomaba con su mano izquierda y con la derecha cortaba trozos regulares que luego lanzaba sobre los frijoles caldudos en los que flotaban dos chiles colorados despidiendo un jugo rojizo. Usaba luego sus cinco dedotes para exprimir los chiles y hacía con la tortilla un pequeño envoltorio de fríjol que se llevaba a la boca. Al mismo tiempo que masticaba los alimentos bebía a grandes sorbos estruendosos de su taza de café colado, de la que sobresalía la cucharilla diestramente sostenida con el dedo gordo. Entre la seducción y el espanto Alfredo veía comer a aquel troglodita, envidiando muy en el fondo la libertad con que Ramón se entregaba a los frijoles caldudos. “Algún día aprenderé a comer frijoles caldudos con tortillas de harina”, se decía.
Al terminar la comida, en la conversación de sobremesa le preguntaron a Alfredo cómo le parecía el estado de Sonora, y él soltó la voz: “Pues mire —empezó—, en la casa que usted tiene en México, había yo leído sobre la historia de aquí en algunos libros que tengo…, de repente estoy acá, he visitado los museos y ahora sí que es un poco como estar donde filmaron una película que ya viste, y éste…, pues es algo bien padre porque la verdad que a mí me ha fascinado esta cultura, yo no sé por qué no han llevado a la pantalla la historia de Lola Casanova y Coyote Iguana…, realmente es esplendorosa, no tiene comparación. Lo mismo es el caso de la bravura de la nación Yaqui, con sus jefes como el indio Cajeme y Tetabiate, tengo entendido que uno de ellos, Cajeme, nació en un barrio vecino a éste, aquí en El Mariachi, ¿tú crees? La huelga de Cananea, fue uno de los detonantes de la Revolución Mexicana, en México hay calles con los nombres de los lideres Baca Calderón y M. Diéguez, los de Chihuahua y de Coahuila dicen que su estado fue la cuna de la revolución, pero quién sabe, con los caudillos del grupo Sonora, la participación de los Yaquis y los Mayos, los mineros y muchos campesinos, Sonora se alza como el principal protagonista de la revolución…, yo quiero mucho a este estado, decir lo contrario sería tanto como patear el pesebre. Ya hasta me comienza a gustar el béisbol… y con eso que dicen que mi coterráneo Rodrigo López va jugar con Los Naranjeros, pues pienso comprar unas botas vaqueras y una matraca para ir a apoyar a los Coyotes. ¡¡Oiga usted!!”. Con todo aquello era como si Alfredo indirectamente le dijera a Rosalba “no vayas a decir que no, por ti me cambio hasta de nombre, pero no me pidas que baile contigo música grupera, por Dios”.
Mientras Alfredo hablaba, Ramón solo lo escuchaba “cómo habla este guacho enfadoso —pensaba—, piensa que todo lo sabe, que nos va enseñar, que ahora sí que, ¿ósea que antes no? ahora sí, que de repente, que coyote iguana ¿cómo está eso? o es coyote o es iguana. A ver si luego la Rosalba no anda hablando igual que él”.
Cuando se llegó el momento crucial ella salió a despedirlo…, ya se sabía que ese era el momento; cuando salieron había disminuido la lluvia y soplaba un viento frío pero delicioso que acarició el cabello de Rosalba y lo puso en movimiento. Ella , agachada, jugaba con sus uñas, esperando…, levantó su rostro de manzana de donde salía una luz tenue en medio de la penumbra del porche, sus firmes pechos desafiaban al galán, su respiración llegaba muy lejos, él la podía sentir y la contemplaba con una mirada profunda. “Y bien —adelantó Alfredo luego de un corto silencio—, ha pasado una semana, la más larga de mi vida, y…”. Ahí fue cuando Rosalba, sin dejarlo terminar y haciendo a un lado todo pudor, le entregó su boca, con lo que quedó todo sellado, más que con palabras. “¡Ah! Pero tienes que hablar con mi papá cuando regrese de las corridas para que le pidas visita”, sentenció. “¿Para que le pida qué?”, quiso él replicar. Pero entonces llegó un beso más extenso que el anterior. La potranca había maniatado y había puesto un bozal al domador. Antes de retirase no se quiso quedar con la duda y le preguntó: “¿Tu papá es corredor de autos?”. Cualquier cosa le ocasionaba risa a Rosalba en ese momento y después de reír unos minutos le aclaró la situación: “N´hombre…, se dice corridas cuando van los ganaderos a los ranchos a juntar el ganado en octubre; es como hacer un inventario”.
Lo que tenía que pasar pasó, un día se casaron, vino gente del DF, de Huasavas y Granados. Después de la participación del juez, cuando presentó a la familia Segura Durazo, Alfredo pidió que Rosalba le leyera el juramento Yaqui, con el cual los capitanes Yaquis otorgaban la investidura militar a los nuevos oficiales del ejército.
Para ti no habrá ya sol
Para ti no habrá ya noche
Para ti no habrá ya muerte
Para ti no habrá ya dolor
Para ti no habrá ya calor
Ni sed
Ni hambre
Ni aire
Ni enfermedades
Ni otra familia
Nada podrá atemorizarte
Todo ha concluido para ti
Excepto una cosa
El cumplimiento del deber
En el puesto que se te designe
Allí quedarás por la defensa
De la nación
De tu pueblo
De tu raza
De tus costumbres
De tu esposa
¿Juras cumplir este mandato?
Alfredo levantó la cabeza y dijo ¡¡EHUI!!
Y además agregó las palabras celebres del indio Cajeme: Antes como antes, ahora como ahora. Después de eso un familiar de Alfredo leyó unos poemas de Netzahualcóyotl, el rey poeta. Hubo porras, gritos y lágrimas, a nadie se le hubiera ocurrido una ceremonia así, ni siquiera a los yaquis. Se fueron a la fiesta y los que venían del DF quisieron hacer ambiente y pusieron música de unos de los genios del humor Mexicano, nada menos que el Chava Flores y Tin Tan, cuando Alfredo escuchó la canción Sábado Distrito Federal, de Chava Flores, se le hizo un nudo en la garganta que no sabía si era de alegría o de tristeza.
El papá de Rosalba quiso echar la casa por la ventana y contrató a la orquesta típica del Estado de Sonora, para que los del DF conocieran el autentico folclor Sonorense, tocaron La Pilareña y El Costeño de Silvestre Rodríguez, de Nacozari, el Baile del Diablo de Gildardo Vázquez de Tepupa, y por supuesto, para bailar el vals tocaron El Club Verde, de Rodolfo Campodónico, de Hermosillo. Y luego el vals Tu Mirada, del Chito Peralta, de Villa de Seris. ¿Qué tal?
Después los chilangos se llevaron la noche cuando entraron a bailar, porque ellos sí saben bailar; bailaron música tropical dándose aventoncitos con unos pasos nunca vistos, llamando grandemente la atención.
Por Abraham Mendoza Córdova
Fotografía de Benjamín Alonso Rascón
Me agrado mucho la historia, ciertamente cuando convives con personas fuera del estado de sonora hay una serie de palabras, usos y costumbres que debes explicar, así que me siento identificada !
Gracias me divertí leyendo
Que texto tan divertido e interesante, por favor que publique mas el autor Abraham Mendoza!
Buena historia, muy pintoresca, por un momento se me hace muy cargada de estereotipos, pero tal vez sea ese el propósito del autor. Tiene muy buena secuencia narrativa e ingenio para construirla. Felicidades a la page, por difundir estas noveles plumas
excelente texto,!! muy divertido y sobre todo de lo más cierto.