Antes de pasar a la reseña de Las Muertas conviene recordar el caso real que la inspira y las obras previas que lo han retratado. En los años cincuenta y sesenta, las hermanas González Valenzuela, conocidas como “Las Poquianchis”, operaron en el Bajío una red de prostíbulos donde jóvenes vulnerables, muchas reclutadas con engaños, eran sometidas a prostitución forzada, encierro, violencia y, en muchos casos, asesinadas, todo bajo la protección de autoridades corruptas. El escándalo estalló a mediados de los sesenta y la revista Alarma! lo convirtió en un espectáculo morboso que transformó una tragedia de pobreza y corrupción en un mito popular de horror.
Sin embargo, no toda la mirada se redujo al amarillismo: en 1976, Felipe Cazals presentó su película Las Poquianchis, en la que, con un tono sobrio y casi documental, reconstruyó el caso como una denuncia social sobre la explotación de mujeres y la corrupción institucional. Un año después, en 1977, Jorge Ibargüengoitia publicó Las muertas, una novela que no pretendía ser fiel a los expedientes, sino que transformaba el caso en sátira: cambió nombres y lugares, inventó personajes y usó el humor negro para desnudar la hipocresía de una sociedad religiosa y moralista que, al mismo tiempo, toleraba y se beneficiaba de un sistema corrupto. Con esa obra literaria, Ibargüengoitia convirtió lo trágico en una tragicomedia, revelando que el horror y el absurdo convivían de manera inseparable en México.
En ese contexto, Las muertas, miniserie de Netflix dirigida por Luis Estrada implica una reelaboración del caso a través de la mirada del escritor guanajuatense. Estrada es uno de los directores más reconocidos del cine mexicano contemporáneo, autor de una filmografía marcada por la sátira política y el humor negro, entre las que destacan títulos como La ley de Herodes (1999), El infierno (2010) y La dictadura perfecta (2014). En todas ellas, Estrada se ha distinguido por tomar el pulso a la política mexicana y exhibir las contradicciones, abuso y corrupción de quienes detentan el poder, así como la hipocresía de una sociedad que a menudo participa o tolera estos mismos abusos. Con un estilo cáustico, que combina el realismo con el grotesco, el director ha creado una obra personal que se reconoce inmediatamente por su tono ácido y su capacidad de incomodar al espectador.
Ahora bien, no toda su trayectoria ha mantenido ese mismo nivel de consistencia. Su primera colaboración con Netflix, ¡Que viva México! (2023), fue recibida con división de opiniones que señalaban que Estrada había perdido el rumbo. En esa película, el director pareció alejarse del estilo que lo había caracterizado para sumergirse en una comedia más burda y caótica, que no terminaba de concretar sus ideas ni de sostener su duración excesiva. Lo que se ofreció como una radiografía crítica de la familia mexicana se quedó en una caricatura poco lograda, con un humor simple y ramplón que decepcionó a quienes esperaban la agudeza de sus obras anteriores.
Lo cierto es que, desde las primeras escenas, queda claro que estamos ante el regreso de la mejor versión Luis Estrada.
Las muertas es una adaptación fiel a la novela de Ibargüengoitia, al punto que cada capítulo del libro se va desarrollando a través de los episodios de la serie, lo que ya marca una diferencia frente a los intentos de reinterpretar libremente el material. Esa fidelidad no es gratuita: se percibe la profunda admiración que Estrada siente por Ibargüengoitia y la voluntad de rendirle homenaje. Más que un ejercicio mecánico de llevar la página a la pantalla, lo que Estrada logra es capturar el tono irónico y mordaz del autor, convirtiendo la serie en una prolongación de su mirada crítica sobre México.
La serie sigue la historia de las hermanas Baladro, dueñas de un emporio de prostitución en el México rural de los años cincuenta y sesenta. Bajo una fachada de respetabilidad y fervor religioso, las Baladro construyen un negocio donde mujeres jóvenes son reclutadas bajo engaños, explotadas y privadas de libertad. La trama avanza a través de diversos testimonios y puntos de vista, muy en sintonía con la estructura de la novela. Así, más que centrarse en una sola línea narrativa, la miniserie despliega una serie de voces que narran la historia de corrupción, violencia y que rodea a las Baladro. El resultado es un relato que, sin abandonar su base histórica, adquiere un tono universal: el de un país atrapado en la maraña de sus contradicciones.
El humor negro atraviesa cada episodio, y aquí reside gran parte de la fuerza de la serie. Estrada no opta por el realismo crudo de Felipe Cazals en los setenta, sino que se apega al espíritu ibargüengoitiano: muestra la violencia y la injusticia, sí, pero subrayando lo absurdo, lo grotesco y lo ridículo que hay detrás de ellas. La sátira convierte en risible lo que debería indignarnos, y esa mezcla de risa amarga y horror es la esencia misma de la propuesta. Lo que destaca es cómo esa crítica, ambientada en los años cincuenta y sesenta, sigue haciendo eco en la actualidad; la doble moral, la corrupción, el machismo y la violencia no solo no han desaparecido, sino que permanecen como problemas persistentes en la vida política y social contemporánea.
En cuanto a valores de producción, Las muertas sorprende por su cuidado en la recreación de época.
La fotografía captura con precisión el México rural de mediados del siglo XX, con tonos que navegan entre paisajes polvorientos y burdeles decadentes. Las locaciones, cuidadosamente escogidas, transportan al espectador a un mundo en apariencia lejano, pero que se siente cercano en sus dinámicas de poder y abuso. El vestuario y la ambientación, y hasta los carros de la época, no solo recrean el pasado, sino que nos sumergen en sus escenarios, generando la sensación de estar observando no una reconstrucción, sino una prolongación de la memoria colectiva. Esa apuesta por la autenticidad visual, consolida el efecto crítico de la serie, volviéndola más contundente.
El reparto juega un papel central en la construcción de la serie. Alfonso Herrera interpreta a Simón con eficacia, encarnando al galán de época que combina cierto aire de seguridad con un trasfondo de despiste que lo hace ambiguo y, en ocasiones, vulnerable. Arcelia Ramírez, en el papel de Arcángela Baladro, ofrece una presencia inquietante: una mujer devota y, al mismo tiempo, cruel, cuya severidad religiosa se entrelaza con la violencia de sus actos, dando forma a un personaje que encarna la contradicción moral de la historia. Sin embargo, es Mauricio Isaac quien deja la huella con su interpretación de La Calavera, un personaje complejo que oscila entre bondad, nobleza y un pragmatismo que está estrechamente ligado a los horrores de las Baladro. Su trabajo dota de humanidad a un rol que podría haber quedado reducido a un arquetipo, y logra apropiarse de cada escena en la que aparece, convirtiéndolo en uno de los elementos más memorables de la miniserie.
En conclusión, Las muertas es una miniserie que debe verse no solo por la solidez de su producción y la calidad de sus actuaciones, sino por la relevancia de su crítica. En seis episodios, Luis Estrada logra conjugar la literatura de Jorge Ibargüengoitia con su propia mirada satírica, entregando una obra que denuncia la corrupción, la hipocresía y las contradicciones de una sociedad que prefiere mantener las apariencias mientras se hunde en la podredumbre. Es, además, una reflexión sobre cómo la violencia contra las mujeres, la impunidad y la complicidad institucional no son solo asuntos del pasado, sino heridas abiertas que siguen doliendo en el presente. Con esta serie, Estrada recupera su voz más potente y ofrece un homenaje digno a uno de los grandes escritores mexicanos.
Por Adrián Mercado
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