¿Qué es lo que provoca la seducción de los musicales en el cine? ¿Por qué los videos MTV conservan su vigencia? ¿Cuál es la razón del eterno esplendor de la ópera? Es la sincronía. Música, coreografía y dirección de arte actúan en perfecto equilibrio, en espectacular armonía.
Y luego se desliza el texto subyacente. Ejemplos. En Cabaret (Bob Fosse, 1972) era la libertad erótica frente al ascenso del partido nazi en Berlín; Amor sin barreras (Robert Wise, 1961) presentó la discriminación y el racismo juveniles en las calles de Nueva York y Violinista en el tejado (Norman Jewison, 1971) tocó la migración como el doloroso resultado de no tener lugar en el futuro hostil.
La La Land (Demian Chazelle, 2016) no es ajena a esta discursiva. Y mucho menos a la luminosa envoltura con la que llega a la pantalla. En su segunda producción, Chazelle – con apenas 32 años – arroja a la cara de su propia generación un mensaje demoledor: es imposible “seguir tus sueños” sin entregar nada a cambio. La fábula del pensamiento positivo es falsa y nociva. Cumplir con nuestro destino significa dejar jirones de carne en el camino.
Además, a diferencia de las cintas antes mencionadas, La La Land es un producto creado en exclusiva para el cine. No hay antecedente en Broadway.
Y para demostrar la validez de su argumento, Chazelle ha escogido un género mucho más cercano a padres y abuelos: el musical clásico. Millenial a contra corriente, la película de su autoría es una plataforma de resistencia ante la aparente decisión de creer que basta con el simple empeño para que todo se nos dé a manos llenas, César Lozano dixit.
La La Land es así la historia de amor y desamor de dos personajes. Mía (Emma Stone), la eterna aspirante a actriz a punto de tirar la toalla tras audiciones que parecen dar siempre la espalda y Sebastian (Ryan Gosling), empedernido amante del jazz que insiste en calzar polainas y escuchar vinyles para practicar su música y avanzar hacia su objetivo, crear un club consagrado a honrar el legado de los intérpretes que admira: “If you build it, they will come”.
A partir de la sensacional obertura, “Another day of sun”, sabemos el tono del filme, entre el realismo y la intervención artística. Los protagonistas avanzan en pequeños desencuentros sobre la cautivadora partitura musical de Justin Horwitz – mezcla de Gershwin, Porter, Bacharach y Benson – para llegar a lo inevitable, interpretar su propia historia de amor.
La La Land abreva del pasado. Es verdad. Pero no copia, no hay plagio. Fuertes referencias a Casablanca (Michael Curtiz, 1941) nos advierten sobre la insoportable fragilidad del amor; los guiños a Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen/Gene Kelly, 1952), resucitan el valor del género y el montaje al estilo de Los Paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964) nos devuelve la sonrisa, al tiempo que adivinamos esa melancolía y el agridulce desenlace que se cierne sobre Mía y Sebastian.
Incluso, Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) cumple, en su fugaz aparición, con una función didáctica: en los musicales la delgada línea entre el realismo y la fantasía se transgrede con facilidad.
Por supuesto, Sebastian es el alter ego de Demian Chazelle. A pesar de que La La Land parece más cargada hacia Mía – quien en cada audición fallida deja partes de su vida -, el empecinamiento del pianista prevalecerá. Sebastian tiene, quizás, la mejor línea de la película: “They worship everything and they value nothing”.
Y junto a “City of stars”, impecable melodía que ya está en el cancionero del mundo, “Audition/ The fools who dream”, interpretada por una derrotada Mía, se convierte en uno de los momentos más memorables en la historia del cine musical. Es obvio, el instante llega fortalecido a partir de la ácida melancolía de “Cabaret”, vocalizada por Liza Minelli en 1972 y aún tiene la esperanza de “At the ballet”, de Chorus Line (Richard Attenborough, 1985).
La La Land es un ingenioso juego de palabras. Resulta que, en Estados Unidos, la frase hace referencia a habitar un mundo de sueños, ajeno por completo a la cruel realidad. Sí, es nuestro equivalente a “vivir en la pendeja”.
Pero también es la abreviatura para la ciudad de Los Ángeles. LA, pues.
Como lo hizo Woody Allen en Manhattan (1979), La La Land es el gran homenaje de Demian Chazelle a Hollywood, gigantesca surtidora de entretenimiento, sueños y potestad cultural en el planeta, ahora en pie de guerra contra el republicano Donald Trump.
Con una magistral puesta en escena, La La Land es música, fotografía, vestuario, escenografía y dirección de arte sin reproche alguno (¿esos contendores plásticos de basura color morado, existen?) que llegan en un momento por demás oportuno: para enfrentar la incertidumbre constante de estos nuevos viejos tiempos no hay como encontrar en el pasado la espada que necesitamos para vencer al oscurantismo.
Por Horacio Vidal