Cientos de miles de realidades personales se dan cita a diario y a toda hora en parques, plazas, aceras, supermercados, malls, cines, hospitales, expendios de cerveza, comandancias de policía, bares, iglesias o insalubres carretas de perritos calientes, en esos escenarios y cumpliendo puntualmente los aceitados rituales de la rutina, la variopinta tribu urbana de Hermosillo va de compras al supermercado, elige verduras en la yarda, corre en busca del perfume o el trapo de moda, va a la Cruz del Norte por el medicamento, espanta el stress en el Armidas, La Nuit o el San Andrés, se da una vuelta por la Habana, el Siete de Copas, la Mansión o arriba desde el fin del mundo al corredor del mercado, ahí donde la generación peche se acomoda para tirar la zorra, competir para ver quién es el más mentiroso o rememorar cómo no tiempos mejores, cuando se podía dormir afuera, cuando conocías a todos y todos te conocían, sí, justo ahí donde los locuaces predicadores biblia en mano, elucubran acerca del advenimiento del Armagedón y de la urgente necesidad de entregarse al señor, de cerrarle el paso al demonio…
Entrada la noche en el centro de Hermosillo
La calle es el otro hogar, el más democrático, donde se escenifican los pequeños y grandes acontecimientos, donde tienen lugar las rebeliones cívicas o armadas, donde el antiguo oficio de comprar o de vender sigue siendo parte de una comunidad viva, donde la gente se reúne para compartir un paseo, acudir a una cita, leer algún diario en el sillón del bolero, abordar un camión donde verás a la mujer más hermosa del mundo o contemplar pensativo, cómo ante tus propios ojos el paisaje urbano se multiplica, se transforma, se desborda.
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La calle son ellos, los infaltables personajes anónimos que hacen de los bulevares su puesto de colocaciones; los desafiantes limpiaparabrisas, esos rastas que se ejercitan en el equilibrio de los garrotes ahulados, los lanza fuegos, las danzantes del aro, los vendedores de esto y aquello.
La calle es también el espejo de las desigualdades, de los ofensivos lujos de la industria automotriz y la chatarra humeante de la pobreza, son sus “indigentes”, esas almas en pena que exhiben la insensibilidad de las nulidades en el poder, es el graffiti como expresión de la inconformidad contra la riqueza insultante, ese reto a la propiedad privada que la simplicidad autoritaria califica de vandalismo, la calle son esos ancianos sin esperanza empujados a la mendicidad por la indiferencia y el egoísmo institucionales, teporochos y marías que la cruda y el hambre hacen rebajarse ante esas muñecas de porcelana que en su refrigerada comodidad, ni siquiera los voltean ver, la calle son las carreras y el trajín de los papeleros que han aprendido a escamotear los encabezados de periódicos sin credibilidad.
La calle es la insufrible pesadilla de los miles de autos en las horas pico en un rancho sin vías alternas, los nervios destrozados al paso de los bomberos, los soderos, los temerarios motociclistas, la impaciencia, la desesperación en los embotellamientos con el motorcito al borde del desvielo y encima la chora de los merolicos de Alcance Victoria en pose de cristianos en ciernes donde se asoma, camuflado, ese lado chacalero del malandrín en rehabilitación.
La calle es el comercio ambulante toreando carros con bolsas de mandarinas, canastillas de fresas, vasos con tepache, banderitas mexicanas, es un viernes de retenes o revisiones de rutina donde soplas o te caes con mil quinientos mínimo.
En la calle se vende, se roba, se enamora, se pierde el ánima. Calles de perros y gatos aplastados, de competencias entre conductores suicidas, de baches que pueden ser el pasaporte al infierno, de choques con entallamiento de vísceras, aullidos de ambulancias, escándalo de patrullas.
Calles donde inspirados por el veneno y los vapores del foco, los bandoleros del norte hace del filero, la punta, el cebollero, el fierro o el machete, la representación más acabada de la descomposición social en la república del terror y los atracadores con charola, de la impunidad rampante, de la incompetencia cerril, del cinismo sin par.
Calles, calles como pasarelas con esos kilitos de más que desbordan la blusa, con esos ajustadísimos jeans que modelan un cuerpo de sirena de la vida real, de vaqueros urbanos retorcido el sombrero, picuda la bota, de perros sin dueño que añoran una mirada, un silbido, una caricia. Calles, callejuelas, callejones donde se pasea traviesa, aventurera y temeraria la vida.
Por Casildo Rivera
Fotografía de Luis Gutiérrez Norte Photo / Crónica Sonora
Panorámica de la capital sonorense
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