A mis hijos Alfonso y Álvaro
Durante la noche había llovido intensamente sobre Hermosillo. Una lluvia más de las decenas que habían caído ese verano extraordinario, en una zona donde las lluvias son escasas.
Por la mañana el cielo estaba densamente nublado y lloviznaba ligeramente. Soplaba un viento fresco procedente de la sierra Madre Occidental, al oeste, y girones de nubes se pegaban a los cerros que circundaban la ciudad.
Decidió que había que aprovechar ese clima extraordinario. Se puso los zapatos tenis y caminó hacia la carretera que bordea los pequeños cerros cercanos a su casa, que marca el inicio del monte, poblado de mezquites, palos verdes y otros arbustos.
Subió por la carretera. Pasó la zona habitada y, después, tomó un estrecho camino alterno en la ladera de un montículo. A partir de ahí ya se podía contemplar el amplio vado del río San Miguel, de varios kilómetros de ancho, que se extendía por todo el horizonte visible a mediana distancia. Subió un poco más y, después desde la parte más alta, se quedó contemplando el paisaje por unos minutos.
Bajó del montículo hacia el monte de mezquites y palos verdes. En medio de ellos había hierba crecida de mediana altura, amarilla y verde, formando pequeñas praderas. Caminó un trecho por entre la hierba y después empezó a correr.
El viento soplaba fresco acariciando su rostro, lo que le animaba a seguir corriendo, a disfrutar el viento fresco, los árboles, la hierba crecida, el suelo mojado, poblado de hierbas minúsculas y el cielo nublado.
Sintió una energía vital intensa que se proyectaba desde la tierra, los cerros, el cielo, la luz nublada, los árboles y la vegetación reverdecidos por las lluvias, y que él absorbía.
Se detuvo a contemplar el paisaje nuevamente. Le dieron unas ganas intensas de aplaudir como homenaje a esa obra magnífica de la naturaleza de la que era testigo. Aplaudió varias veces.
Algunos cerros habían quedado a sus espaldas, pues había descendido en dirección al lecho del río que todavía estaba lejos. Volteó a verlos.
Miró que estaban densamente verdes por los arbustos crecidos que nacían en sus laderas. En medio de ellos se destacaban grandes bloques de piedras grises, de diversas figuras, unas arriba de otras, formando bloques más grandes, pero separados unas de otras.
Le llamó mucho la atención. Esa fuerza de atracción lo hizo tomar la decisión de escalarlas.
Caminó hacia el cerro. Al llegar, se quedó mirando para elegir la mejor forma de ascender. Empezó a subir apoyándose en los bloques de piedra. Subió varios metros y se paró en un bloque de piedra grande de poco más de un metro de largo.
Observó nuevamente el horizonte brumoso. Paseaba la vista por el amplio cauce del río San Miguel, que se perdía en el horizonte, y disfrutaba el viento que soplaba como una caricia fresca. Una larga lengua de neblina descendía por el lecho del río.
Repentinamente, observó que a través de la bruma se asomó la proa de un barco,
primero la proa y, después, la chimenea por la que despedía el humo de la combustión.
No lo podía creer. Cerró y abrió los ojos para ver si no era una ilusión óptica. Al abrirlos, el barco se había asomado plenamente, se podía ver por completo, de la proa a la popa.
De niño había escuchado versiones de que el río alguna vez fue navegable, y que por el transitaban barcos de mediano calado, que llevaban y traían cosechas de granos y aprovisionamientos para las poblaciones que habitaban el lecho del rio. Observó que el barco siguió el cauce del río hasta perderse de su vista debido a los cerros que se interponían.
El río se prolongaba hasta la Bahía de Kino, cien kilómetros más adelante, donde había un puerto que recibía abastecimientos procedentes de los puertos de Guaymas, de La Paz y de Santa Rosalía, en Baja California. A su vez, los barcos que bajaban por el río San Miguel traían cosechas de granos y carne seca y salada, así como enseres de pieles y paja fabricados por las tribus que habitaban más arriba.
Después observó otros barcos y barcazas de distintos tamaños bajar por el amplio cauce río. Incluso observó pasajeros que se asomaban a contemplar el paisaje. Levantó la mano y los saludó.
Bajó de la ladera del cerro con mucho cuidado, pues le perecía más fácil subir que bajar.
Llegó al camino que bordea el cerro. Al volver la vista hacia los bloques de piedra, miró a un niño parado observando el lecho del río y el horizonte.
El niño vestía con un pantalón corto, una camiseta a rayas horizontales de varios colores y estaba descalzo. Estaba muy atento observando.
Al mirar nuevamente el rió, los barcos habían desaparecido. Se movió a la izquierda para tener otro ángulo de visión y encontrarlos. No, no los vio. Se quedó perplejo. ¿Dónde estaban?
Volvió rápidamente la vista hacia el niño, pero ahora había dos niños mirando fijamente el horizonte. El más pequeño extendía el brazo señalando algo. Era un papalote. El más grande tenía la cuerda del papalote en sus manos y soltaba hilo y jalaba. El papalote flotaba a lo lejos, estable, moviéndose suavemente de un lago a otro.
Se sintió confundido.
Por el camino que bordea el cerro, un automóvil tocó el claxon. Se hizo a un lado para darle paso.
Después otros autos salían de entre la bruma de la mañana nublada.
Volvió la mirada al cerro para mirar a los niños una vez más. ¡Ya no estaban ahí!
No podía ser.
Espero varios minutos para ver si reaparecían. Nada. Caminó lentamente por la carretera hacia abajo, rumbo a su casa. No entendía que había sucedido, pero pensó que debía contárselo a alguien. Sin embargo, pensó que probablemente nadie le creería. Entonces tomó la decisión de escribirlo.
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