Ciudad de México.-
Imaginemos por un momento que un buen día despertamos y no sabemos dónde estamos. O que volvemos a casa y no recordamos el camino. O que vemos a nuestra familia y no la reconocemos. Suena terrorífico y en realidad lo es.
¿Qué sería de nosotros sin nuestros recuerdos? ¿Qué seríamos sin la memoria de corto plazo que nos permite movernos con seguridad en el mundo y sin la de largo plazo, en donde se acumula todo nuestro conocimiento y nuestra experiencia? Seríamos como recién nacidos en cuerpos ancianos.
Somos la acumulación de nuestros recuerdos, de nuestras experiencias. Vivimos porque sabemos (o al menos creemos saber) quiénes somos. Existimos porque tenemos memoria. “Pienso, luego existo”, dijo Descartes. “Recuerdo, luego soy”, añadiría yo.
El padre, la más reciente (2020) producción del escritor y director francés Florian Zeller, es un drama psicológico y misterioso acerca de las cosas que se van derrumbando en nuestras vidas: familia, amigos, hogar, lugares conocidos e incluso el mismo tiempo, se vuelven cada vez más fugaces, más líquidos y se nos resbalan de las manos. Todo lo conocido se nos escapa. Comenzamos a vivir entre fantasmas.
Anthony Hopkins es el protagonista de este drama intenso y duro en donde la mente se vuelve caprichosa y nos juega tretas de las que ya no es posible escapar. Si nuestra mente es de por sí algo que parece funcionar independientemente de nosotros, el Alzheimer es incluso más cruel, pues nos impide también recordar y al hacerlo, va desvaneciendo lo que somos.
En apariencia, El padre es una historia familiar enternecedora acerca de un hombre que padece demencia senil y cuya hija, quien lo adora, debe tomar una decisión drástica respecto de su situación y la de su padre, cuya enfermedad empeora rápidamente.
Tomar distancia respecto de la historia y de los personajes es imposible en esta película. Zeller nos mete, literalmente en la mente distorsionada de Anthony (Anthony Hopkins) de manera tal que podemos experimentar sus emociones, sus miedos, su frustración, su enojo y nos atrapa en unos pensamientos incómodos, pues la vejez y sus achaques son cosas que preferimos evitar a toda costa.
En la primera escena, vemos a un octogenario refinado y elegante, disfrutando plácidamente de su música en su espacioso departamento londinense, y eso nos resulta familiar en un actor como Hopkins. Lo que escucha es El Rey Arturo, de Henry Purcell y al contratenor cantando con voz suplicante “¿Qué poder tienes tú, quien desde abajo me has levantado, despacio e involuntariamente, desde un lecho de eterna nieve?” Y ese parece ser el preámbulo perfecto a la historia de Anthony, sobre quien se ciernen las nieves de la demencia senil.
La atmósfera es cálida. La luz entra perpendicularmente a través de una gran ventana y nos da la sensación de que está cayendo la tarde y aunque no toda la película transcurre en el interior del departamento, cuando los personajes se aventuran a salir parece que estuvieran en un lugar extraño. Por esa ventana Anthony logra atisbar a un niño jugando con una bolsa de plástico. Lo mira detenidamente como añorando la infancia perdida hace muchos años.
Su hija Anne llega al departamento y lo saca de sus cavilaciones y comienza una discusión acerca de la anterior cuidadora de Anthony, quien renunció alegando que el anciano la maltrataba y la había acusado injustamente de haberle robado su reloj. Anne insiste en que necesita a alguien que se haga cargo de él; él insiste en que puede arreglárselas solo. Cuando ella le dice que se irá a vivir a París con su nueva pareja, Anthony reacciona con enojo y desconcierto e incluso nos enternece cuando le pregunta a su hija “¿Me abandonas? ¿Qué va a ser de mí?”
En este momento nos enfrentamos con la viva imagen de la desolación de ver a nuestros mayores perdiendo sus recuerdos e incapaces de acercarse a nosotros, pues nos hemos vuelto extraños para ellos.
Hasta aquí la trama no nos resulta tan ajena hasta que Anthony se dirige a otra habitación y se encuentra con un hombre extraño sentado y leyendo y le pregunta que quién es y qué hace ahí, a lo que el hombre responde que es Paul, su yerno y que ésa es su casa. Más tarde hallaremos de nuevo a Paul, pero encarnado en otro personaje, mucho más hostil que el primero y también veremos a otra Anne (luego nos enteraremos de que Anthony tuvo dos hijas y que una murió trágicamente en un accidente). Estamos perplejos. No entendemos nada y nuestra mente comienza a divagar y eso es justo lo que Florian Zeller quiere lograr: el desconcierto de una mente distorsionada. Y lo logra a la perfección.
La mente de Anthony es todo confusión. Sus recuerdos se mezclan con sus sueños. Lo familiar le resulta extraño. Todo en torno suyo es caos y esto es porque su capacidad de reconocimiento ha disminuido y lo que parece ser su departamento es en realidad el interior de su cabeza.
El padre es una historia de amor entre un hombre anciano y su hija y aunque haya escenas enternecedoras, jamás rayan en lo cursi. Es realista, cruel, pero también compasiva, como el verdadero amor. Puede movernos a reflexión, pero sobre todo nos da miedo y no sólo por el decaimiento físico, sino por la pérdida de conciencia, que es, en última instancia, lo que somos.
(alerta del editor: el siguiente párrafo tiene algo de spoiler)
La escena final es magistral. Anthony, ya internado en un hospital geriátrico, llora como niño y pide ver a su mamá y en un estado completamente alienado le dice a la enfermera “I feel like I’m losing all my leaves… the branches, the wind, the leaves” (siento como si estuviera perdiendo mis hojas, las ramas, el viento, las hojas…) “No sé qué está pasando, ¿tú sabes qué está pasando…?” Ella lo abraza junto a su pecho, maternalmente y lo tranquiliza diciéndole que afuera hace un día espléndido y que irán a dar un paseo por el jardín y verán los árboles y sentirán el viento y que todo irá bien. Y Anthony vuelve a ser un bebé, indefenso y tierno, ajeno a todo lo que pasa en torno suyo y sólo sintiendo junto a él el amoroso regazo materno, ese lugar ideal al que todos quisiéramos volver un día.