La semana pasada presentamos una «invitación» a visitar Cuba.
La siguiente puede ser otra para caerle a Yucatán
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Cancún, QR.- Se puede contar cualquier historia desde el punto de vista de los despropósitos. A veces anda uno negativo, concentrado en lo malo. Normalmente el humor es lo que mejor podemos sacar de los errores y lo mismo para concentrarse en contar una historia a través de ellos, dado que la otra razón para narrar una historia a partir de las pifias es la angustia y el miedo. Dejamos al lector esa profunda decisión, y me aboco a contar esta pequeña aventura de fin de semana a través de sus numerosas pifias.
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El sábado 27 de mayo hubo en Mérida un concierto de la Sinfónica del Caribe dirigida por Alondra de la Parra y con Natalia Lafourcade como cantante. Este era uno de esos conciertos de alta cultura (desde que usé la palabrota ‘sinfónica’ debieron darse cuenta) pero para el gran público. Tocaron un montón de canciones populares que van desde las compuestas por José Alfredo Jiménez, José Pablo Moncayo y Agustín Lara, hasta algunas de compositores ya menos conocidos que su obra (el estado ideal de una obra de arte real), como son Gonzalo Curiel, María Joaquina de la Portilla, Quirino Mendoza, Tomás Méndez, Alfonso Esparza Oteo, Adolfo Fernández Bustamante, o incluso la propia Natalia Lafourcade. Tocaron por ejemplo, La Llorona, probablemente sacada de la zona del Istmo de Tehuantepec o por allí. Dos cosas llamaron nuestra atención: una, que en el programa venía la selección de temas a interpretar y al final pusieron la sección del “Encore”.
¿Para qué pone uno en el programa lo que se supone debe ser un regalo de los artistas al público?
La plabra “encore” es en francés lo que en México conocemos como “¡oootra, ootra, otra!”, o en vicentefernandiño se conoce como “seguir aplaudiendo.” ¿Para qué pone uno en el programa lo que se supone debe ser un regalo de los artistas al público? Eso pasa, suponemos, cuando se mezcla la cultura musicológica de los conciertos sinfónicos con la de los conciertos de música popular: les da lo mismo improvisar a Alondra de la Parra que al Vale mi Gallo de Oro Elizalde. Obviamente, algunos atribuyeron este asunto al carácter “especial” del que los yucatecos han hecho ya mucha fama sin echarse a dormir, aunque yo pensaría que en realidad es un descuido. A favor de mi diagnóstico estuvo que dentro del Encore estaba listada la poco conocida canción Cielito Linfo (sic). También estaba la única pieza de sonorense pero con un tema lejano del folklor norteño: Danzón No. 2.
Ya puestos en el teatro del absurdo y, con un par de caguamas camineras encima, Oreb N. (uno de los miembros estrella de este nuevo viaje por la península de Yucatán) usó un poco de investigación-acción y se percató que la pieza de Lafourcade, Un Derecho de Nacimiento, se podía bailar al más puro chúntaro style. No es un logro desdeñable si tomamos en cuenta que faltaba el acordeón y que languidece el ritmo populachero de las claves y pescaditos bajo el aplastante número de violines y violas.
…y entretuve la idea de que México no era un país que venía de pobre e iba a rico, sino que venía de rico e iba a pobre
Llegamos justo a tiempo al concierto, después de hacer una escala en nuestro viaje de Cancún a Mérida. Llegamos a las muy de moda Las Coloradas. Al principio, nuestro mal instinto de turistas, nos hizo llegar hasta el pueblo y pudimos entrar a la salina, pero el color de las lagunas de sal nos desanimó un poco. Se veían más que rosa, café claro. Chocolatoso. Y la desviada y saboreada del viaje era lo suficiente como para que sintiéramos que perdimos algo. El baño del pueblo de Las Coloradas estaba tan descuidado, por ejemplo, que el espejo que una vez reflejó fieles imágenes para beneficio de los usuarios, ya no reflejaba más manchas negras y rojas en una franca claudicación metafísica. ¡Qué le habrían hecho al color rosado estos descuidados! Como en México todo se pierde, y siempre nos esperamos la pifia fraudulenta, pues caminamos sólo para tratar de ver unos flamingos y darnos por bien servidos. Pero estaba yo buscándole la cuadratura al círculo, por decirlo de un modo, y entretuve la idea de que México no era un país que venía de pobre e iba a rico, sino que venía de rico e iba a pobre. Un pueblo que empieza pobre no tiene espejos en los baños públicos que carcomió el viento de mar.
Estábamos en la segunda laguna, a la que hubo que entrar por brecha y matas de muchos tipos, y una especie de mini valle de la muerte (por la sal). Estábamos recuperando lo perdido, lo más que pudiéramos. Fotos para el Facebook y para las envidias de cuanta gente no ha visitado estos lados. Nos metimos a la laguna, agárrense porque el agua es tan salada que se siente espesa como tirándole a gelatina sin cuajar. El poco común color rosado era lo único que nos jalaba, y decidimos meternos. No les cuento las marcas comerciales de sal que se sacan de allí, no vayan a llevarse la impresión de que al haber metido las chanclas y las patas a la salina, de algún modo la ensuciamos.
Guiados bajo el imperativo moderno de la selfie como única evidencia de vida interesante…
Poco hay más inhóspito para la vida macro y microbiana que la sal y el sol en cantidades grandes; y juntos, menos. Aunque debo contarles, estimados lectores, que humanos que somos, guiados bajo el imperativo moderno de la selfie como única evidencia de vida interesante, al coctel antibiótico que mencioné tuvo que agregársele una dosis de coacción social en manos del empleado de la salina que vino a decirnos que no podíamos estar parados dentro de la laguna. ¡Y yo que había pensado, antes de entrar y tocar el fondo, en tratar de nadarle un poquito nomás para llevarme la experiencia!
(En qué estaba uno pensando a veces: ¡A dónde me la iba a llevar! No hay ni premios ni admiración para nadie por nadar en algo así de tortuoso; con los puros pies que metí unos minutos tuve para que se me secaran y ardieran al rato, ¡ahora metiendo los ojos, boca y oídos!)
Con el regaño y los cristales de sal que constituían el suelo tuve suficiente. Marce, otra de las estrellas en este viaje, ya había ido allí por segunda vez, así que pudo evitarse el dolor que Oreb tuvo que enfrentar, quien por modestia e higiene decidió entrar descalzo: ¿han imaginado tirarse por una resbaladera de navajas de rasurar que termina en una alberca de alcohol? Bueno, esta situación es una pariente cercana: es una alberca con fondo de navajas, en líquido que tiene más sal que H2O. Y Oreb, ayudado por la caguama en sangre, sólo repetía al caminar de salida “¡ay wey! ¡ay wey! ¡ah chinga’o, si soy runner! ¡cómo no voy a poder con esto!”
(Ahorita que escribo esto me doy cuenta de cuánto le ayudó que le aventara mis chanclas, todo esto bajo la presión que el empleado de la salina nos estaba poniendo: pifia al mil, pero salieron buenas selfis, ya de perdida.)
Selfis: mía, de Eloísa y mía, de Oreb y la cuarta es de Oreb también. (Podríamos llamarle fruncimiento de la cara ante el medio inhóspito. Nótese como Marcela casi no frunció el ceño: ella ya conocía el lugar y quizá hasta ensayó las artes de resistir el impulso de fruncirse porque no encontramos NI UNA foto de ella ‘onde salga fruncida.)
La no muy grata experiencia Booking
Nos hospedamos en un hotel en el centro de Mérida que habíamos reservado a través de Booking. Nada extraordinario, pero sí de cuidado: no respetaron nuestra reservación, y con la prisa que teníamos el sábado por llegar al concierto aceptamos un precio muy superior al pactado inicialmente. Ellos se sacaron de la manga que si no llegamos a las 6 PM ya no nos podían respetar la reservación en línea. Con más ganas de ir a escuchar a la sinfónica y a Natalia Lafourcade, nos allanamos advirtiéndoles que pelearíamos. Y peleamos, y ganamos algo intermedio. Por eso no pongo el nombre del hotel esta vez: fruncimiento parcial con amenazas de devenir fruncimiento total.
Lo agridulce de todo esto es que desayunamos en un restaurante típico meridiano que les recomendamos a los lectores cuando visiten Mérida. Ya nos atendió la mesera Shirley por segunda vez (la reconocimos, aunque seguro ella a nosotros no). Estábamos extasiados por nuestro concierto, y felices de disfrutar un sabroso desayuno en La Chaya Maya. El agua de chaya con lima era celestial en la caliente Mérida. La chaya es una hoja verde, le dicen espinaca de árbol. Terminando de desayunar, y nosotros ya todos adultos jóvenes y auto-suficientes de todo a todo, ensayando nuestros primeros pasitos hacia la madurez y la experiencia que nos tocará en algunos 20 años, estábamos comentando sobre la calidad del alimento con una divertida mamonería.
Eloísa, la tercera estrella de este viaje y mi esposa, estaba prendada del agua de chaya con lima y ya más repuestita de las durezas del viaje desde Cancún. Yo estaba rindiéndole tributo la machaca de pavo comiendo sin parar ni comentar. Cuando terminamos, y se llevaban los platos, Oreb le dijo a Shirley, la mesera, que no quería nada más, satisfecho le mandó felicitaciones al chef. Todos asentimos internamente como el bato de la india Yuridia: ¡Errrselente!
Ya más con los pies en la tierra, esa sensación de bajón y sobriedad que dominan los ingleses, no pudimos saber si alguna vez se felicita a un chef por unos huevos. Pero bueno, en la tierra del aferramiento y del encore enlistado en el programa del concierto, ¡qué daño podíamos haberle hecho a las tradiciones! Una fruncidita más y nada más.
Nos detuvimos en Valladolid a nadar en un cenote, comer y comprar chocolate
Nos detuvimos en Valladolid a nadar en un cenote, comer y comprar chocolate. Hay un cenote que se llama Zací en el centro del pueblo. Nos contaron que una ceiba que crece allí y que hace 176 años casi exactamente quebró el piso de roca y reveló el cenote. Podría decirse que la roca no resiste fruncimiento alguno, y podría decirse que nadie sabe para quién frunce. Ante el más leve plegamiento de sus capas se quiebra y en esta tierra donde rigen las leyes de la selva las malas noticias de uno son buenas noticias para otros.
Extrañé personalmente una adaptación tipo Astor Piazzola de algunas folklóricas norteñas, sean de banda o de ranchera. Me imaginé alguna sinfónica tocando Un Rinconcito en el Cielo de Ramón Ayala o Mi cómplice de los Cardenales, o quizá Y todo para qué de Intocable, sin dejar de lado El Sinaloense, o a lo mejor alguno que se me escapa. Extrañamos a Juan Gabriel, que tiene trabajo con sinfónicas y que a través del prisma de Alondra y Natalia, podrían quizá mostrarnos algo nuevo y valioso.
Este fue sin duda uno de los temas del viaje, pero no él tema. Si seguimos las historias a través de sus pifias las historias adquieren un cariz interesante. Sobre todo esta es una historia de los fruncimientos más comunes, el que no rompe nomás como que descobija. Abajo les dejo más fotos para documentarlo, y dejemos para otra ocasión la narración apolínea. Hoy nos quedamos con la narración Silvana porque estamos en sus exuberantes tierras.
Por Víctor Peralta
Fotografías de Víctor y pandilla
Este es el cenote Zací. A la gente se le frunce, podría decirse, cuando brincan desde el empedrado que está al fondo; serán algunos 8 metros de altura. Desde la bóveda del cenote hay alrededor de 25 metros. (Fotos de Víctor Peralta y selfie de Oreb)
Una caseta de block. Se podría decir que el viento, la sal y el sol, la van frunciendo hasta desintegrarla. (Fotos de Víctor.)