La cultura griega esculpió el concepto de belleza a partir de tres cualidades: proporción, completitud y brillo. La proporción es noción relacionada a la armonía entre las partes, su simetría y equilibrio. De ahí surge, ante aquello considerado como desproporcionado, categorías como feo, espantoso o exagerado.
Y ha sido la exageración – lo que sobrepasa los límites de lo cierto o lo sensato – punto de partida para sátira o comedia. No resulta extraño que Adolfo Hitler siga atrayendo la socarronería despiadada. Más que un personaje histórico es el arquetipo del poder y la maldad absoluta.
Burlas y parodias que iniciaron en vida del Führer. El gran dictador (Charles Chaplin, 1940) y Ser o no ser (Ernest Lubitsch, 1942), junto con la propaganda animada por parte del Pato Donald o Tom y Jerry, subrayaron lo absurdo y caricaturesco que resultaba Hitler, y por lo tanto la hegemonía encarnada.
Ese bigotito, su histriónica oratoria y el cruel uniforme resultaron provocaciones para la risa y la defenestración.
Después, sería Los productores (Mel Brooks, 1968 y 2005) el par de películas que demuestran una verdad de la cinematografía: no hay nada más sólido para la farsa como los excesos del fascismo.
Es así como llega la oportunidad para Jo Jo Rabbit (Taika Waititi, 2019), primera película que aborda al dictador alemán desde inocente e infantil perspectiva, elaborando un discurso hilarante y conmovedor.
Berlín avanza hacia el colapso. La Segunda Guerra Mundial prepara su último escenario: la caída del Tercer Reich. Sin embargo, para Jojo (Roman Griffin Davis), todo sigue siendo un campamento. A sus 10 años adora a Hitler – quizás ha sustituido a su padre ausente por Adolf – y parece dispuesto a ser el más disciplinado y puro soldado ario de su barrio.
La tolerancia de Rosie, su madre (Scarlett Johansson) contrasta frente a los excesos del Capitán Klenzendorf (Sam Rockwell, genial), su sospechoso brazo derecho, Finkel (Alfie Allen) y la robusta nazi, fraulein Rahm, quienes han reclutado a Jojo en las juventudes hitlerianas; y también esa tolerancia será refugio para Elsa (Thomasin McKenzie), niña judía a quien Rosie ha retenido entre los muros de la casa. Como Ana Frank, Elsa también debe jugar a “las escondidas”. Y no solo con el atónito Jojo.
¡Esto es una traición! Pero el niño, convencido por Elsa, no denunciará. Su madre correría inminente peligro.
Los elementos para preparar cualquier nudo dramático en Jojo Rabbit ya están establecidos. Aunque falta un ingrediente: el propio Adolfo Hitler (Taika Waititi), convertido en amigo imaginario del pequeño Jojo, un consejero y tutor, cuate y confiable respaldo, pero con los mismos alcances ideológicos de un crío: “Let me give you some really good advice. Be the rabbit. The humble bunny can outwit all of his enemies. He’s brave, and sneaky, and strong. Be the rabbit”.
Jorge Luis Borges escribió sobre la delgada línea entre lo atroz y lo banal. Lo hizo en textos que mezclan ficción, fantasía e histórico rigor. Jojo Rabbit juega con habilidad extrema entre dichas fronteras. Y, como en Borges, la distancia que toman los responsables de tal o cual acto quizás traza una sutil diferencia.
Hitler y su bufonesca, lúdica actuación; militares, burócratas y espías al servicio de la suástica y el vientre; multitudes levantando el orgulloso saludo nazi; paisajes bucólicos de Berlín en espera de la muerte y la homosexualidad en el espíritu sádico de un militarismo flamboyante, pero solidario y empático sirven para tratar de demostrar que no todos los nazis son alemanes y no todos los alemanes son nazis.
La ridícula idea sobre “la superioridad de una raza”, o “las colas y los cuernos ocultos de los judíos” son creencias esgrimidas por el Führer. Cuando tales aberraciones son repetidas por Jojo, suenan cándidas; pero al ser compartidas por adultos que rodean al menor surge la risa tranquilizadora: “eso ya pasó”.
¿En verdad “eso ya pasó”? Jojo Rabbit exhibe cinismo, crueldad y ternura en manifiestos políticos precisos que advierten acerca del autoritarismo: altas cuotas de popularidad del gran hombre y un evangelio/discurso dispuesto a culpar al otro de errores, omisiones y simulaciones cometidas por quien detenta el poder.
Entre “Let’s burn some books!” y “Let´s burn the house and blame Churchill” no hay diferencia. Son situaciones absurdas que mueven a risa.
Pero no son más ridículas que muchos de los mantras que hoy se escuchan como discurso mañanero: “tengo otros datos” y “son los conservadores, son los neoliberales” demuestran que la impronta del Führer no se ha rendido del todo.
Ni los niños de 10 años dispuestos a creerle todo.
Qué leer antes o después de la función
El tambor de hojalata, de Günter Grass. La descarnada y poética vida del pequeño Oscar Matzareth, nacido en 1924, cuando la ideología nazi iniciaba su influencia en Alemania.
Oscar ha decidido dejar de crecer a los tres años. Esto lo convierte, no en Peter Pan, sino en un enano. Acompañado por su tambor de hojalata, regalo de su abuela, presenciaremos una historia mágica y cruel.
Destaca el episodio en el que Oscar, con su tambor, transforma un mitin nazi en una orgia dionisíaca.
¡Ah, el perfume de las pulsiones de vida y muerte!
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