Ante el infortunio de navegar tras setenta y dos días de manera fortuita, a Rodrigo de Triana, marinero comandado por Colón, le fue posible divisar una tierra que supondría –mucho tiempo después- el hallazgo de un nuevo continente y la diversidad de las más impávidas culturas, así como el extrañamiento producido por las más torcidas conjeturas e interpretaciones sobre el nuevo mundo. Alguna de ellas fue asumir dicho descubrimiento como el hallazgo de la Atlántida de los diálogos de Platón, otra fue el adjudicar a los naturales la descendencia directa de las tribus perdidas de Israel y desaparecidas de la escena bíblica.
Es posible inferir que a partir de estas ideas existía un hombre europeo que no distaba de ese pensamiento mítico que le endilgaba a los nativos, de los cuales se ha dicho que interpretaron contemplativamente la llegada del hombre blanco como el retorno de Quetzalcóatl. Al fin y al cabo seres humanos que requieren otorgarle significado a una realidad apenas descubierta, en recurrencia con sus formas convencionales de apreciar la realidad: el mito y la religión.
Este encuentro de dos culturas se habría de prolongar y dar pauta a la creación de los más asombrosos relatos que parecerían presagios y/o crónicas de la imaginación: desde los vaticinios mesoamericanos (como los Presagios Aztecas y el Chilam Balam) hasta la aparición de hombres barbados sobre bestias similares a venados, portadores de los más extraños enseres como espejos, pañuelos, vidrio, armas y pólvora. Lo mismo ocurre desde la contraparte europea al atestiguar en su peregrinar a seres extraños, desnudos, engendros sin vello corporal ni facial, algunos de los cuales incurrían en el canibalismo y de quienes se ponía en duda la existencia de su alma. En cuanto a los paisajes, los españoles tenían dentro de su campo visual lagos desde los que se avistaban ciudades de plata, como la gran Tenichtitlán que sembraría la búsqueda quijotesca de lugares como el Dorado o Cíbola y Quivira.
Posteriormente habría de suceder lo que se ha interpretado históricamente como un proceso de dominación o bien de aculturación y sincretismo. Este habría de durar cuatro siglos, periodo que ha narrado las largas faenas emprendidas en búsqueda de metales preciosos, el repliegue del hombre europeo y la dominación de pueblos indígenas, la creación de estructuras administrativas y corporaciones coloniales así como la intención misionera de evangelizar y acabar con el paganismo indígena a través de los valores y fe cristianos.
Todo ello traería -a lo largo y ancho de un devenir histórico- la introducción de procesos como la minería, la agricultura al estilo europeo, el barroco, la cría de ganado, así como la creación de instituciones como la Iglesia, la Inquisición y la encomienda. Llámesele Conquista y Colonia, ambos llamado Descubrimiento de América o mejor dicho, para efectos de la rigurosidad conceptual, el Encuentro de dos mundos.
Este acontecimiento tiene distintas posturas simbólicas en las que hay quienes permanecen indiferentes y quienes lo ven como el inicio de la imposición española, visiones de las que se derivan los términos que denominan a la Conquista y a la Colonia como periodos históricos. En la actualidad suele haber un día calendarizado a fin de conmemorar o celebrar dicho día. Se le suele llamar el Día de la Raza, este representa básicamente el encuentro y unión de dos culturas. Los congéneres argentinos lo celebraron por primera vez desde 1913. En México, la primera celebración fue en 1928, durante el gobierno de Álvaro Obregón y por sugerencia del filósofo y creador de la Raza Cósmica José Vasconcelos, quién curiosamente vanagloriaba en su pensamiento y obra a la “raza mestiza”, término para referir al producto de lo español con lo indígena.
El mestizo para Vasconcelos era superpuesto al anglosajón, indígena, negro y mongol, es decir concebía a la “raza mestiza” como superior, con miras hacia una sociedad utópica que dominaría el orbe. ¿Será que era un discurso desprovisto de inclusión social? Sin duda, pues exaltaba y reivindicaba un nacionalismo y patriotismo muy ad doc con el discurso de la época posterior a la Revolución, aunque lejos de la forma en la que hoy se piensa el Día de la Raza.
¿Será que estarán peleados el nacionalismo y el actual y reivindicado regionalismo con los valores del Día de la Raza? ¿Será que nuestra historia nos ha inculcado descontinuar con esos valores? Me refiero en el sentido de conmemorar el 12 de octubre y las posibles interpretaciones y posiciones ideológicas que emanan a partir de esta celebración. ¿Qué pasa en la actualidad con motivo de estos aspectos?
Como mencioné anteriormente, desde 1928 se celebra cada año el Día de la Raza. La idea fundamental en la actualidad es la inexistencia de indiferencias entre los pueblos, la posibilidad y el derecho a vivir mejor y humanamente en apego al respeto, aceptación y tolerancia del otro, así como de sus costumbres, valores y cultura en general. Sin embargo, en el caso del indígena, por mencionar un ejemplo de la exclusión étnica, se le suele ver como una expresión del folclor nacional, sin un reconocimiento y respeto de facto a sus territorios. Basta con mirar al sur de nuestro estado para darse cuenta del exacerbado conflicto por la escasez de agua y el nulo reconocimiento e inclusión de su lengua en el sentido de creación de normativas y procesos burocráticos no solo en castellano.
Haciendo una suerte de paréntesis diré que nuestro entorno se complejiza y el componente racial no suele operar en términos biológicos, pues si de aspectos como la inclusión, multiculturalidad, respeto y tolerancia se trata, es también importante tomar en cuenta el componente ideológico; de ahí que sea necesario pensar en la emergente salida de comunidades LGBT que más allá de su reconocimiento no suelen recibir un total apoyo a sus demandas en la escena legislativa y en el derecho a disfrutar de sus gustos e intereses.
Confirmo también que dicha fecha nos obliga a repensarnos en términos históricos. Históricos en el sentido de conciliarnos con el pasado, dejar la vileza de un odio hacia el otro. Repensar un 12 de octubre padre de un Hernán Cortés que formó parte de un proceso de hispanización en Mesoamérica, un símil de César llevando la romanización a las Galías. No un héroe pero tampoco un canalla, sino un personaje importante que forma parte de nuestro pasado. Una hija, la Malinche, la supuesta madre de los mexicanos, desprovista de su caracterización de “la chingada” que Octavio Paz concebía en su Laberinto de la Soledad. O bien, inspiradora de un término peyorativo que alude a la conducta complaciente frente a lo extranjero cuando el entorno actual exige la apertura cultural mas no entrega hacia otras naciones.
Hablando de naciones, lo cual me trae a colación retomar los términos del nacionalismo y regionalismo, los nacionalismos como sentimiento de apego a una nación o pueblo suelen dividirnos pero también crean unidad, el símbolo de una gran familia. Tal es el caso de paisanos que reivindican sus derechos en “el otro lado” o grupos indígenas que perviven en una perpetua lucha por el reconocimiento de sus derechos, autonomía y recursos naturales. Por su parte los regionalismos son una viva voz, un sonido emergente cual si fuera eco de un destello sonoro que reivindica la identidad de muchos Méxicos y mexicanos o bien de muchos pueblos y culturas que sobrepasan los estados-nación y trascienden las fronteras políticas.
Aunque también son un motor hermético y de vileza frente al otro, frente al guacho, frente al extranjero, frente al que no come carne asada, frente al que no viste botas y no toma Tecate. Son generadores de la esclavitud moderna al recurrir al empleo de mano de obra barata proveniente del sur del país, como puede verse en los campos de cultivos o en las casas que ostentan tener trabajadoras domésticas. Consiento que los extremos no son buenos pues debe existir un equilibrio.
Será que seguimos en constantes hallazgos al igual que Rodrigo de Triana, en una búsqueda de nosotros dentro de grandes mares y océanos al estilo de Ulises en su regreso a Ítaca; pero también descubriendo y comprendiendo a los otros. Sin duda, como señala Heráclito, cambiamos y fluimos al igual que el río. Como sociedad nos transformamos y complejizamos. Con relación a lo anterior me pregunto, ¿seguiremos interpretando y comprendiendo al otro desde las más torcidas conjeturas? Sin duda, considero importante comprender, reconocer y aceptar al otro: al provinciano, al capitalino, al indígena, al extranjero. Debemos saber que habla en náhuatl, yaqui, castellano e inglés aunado a una diversidad de argots dentro de los diversos grupos a los que pertenece.
Por otra parte, a qué raza se estaría refiriendo Vasconcelos. Qué ha pasado tras ello. Por un lado, Vasconcelos hacía referencia a las sociedades colectivas latinoamericanas, llámense indígenas, mestizas e hispanas y a la búsqueda de su unión en un afán de evolucionismo utópico sustentado en el nacionalismo. Sin embargo, siendo claros, a la ideología del escritor heredera del pensamiento de Justo Sierra y del porfirismo se le impregnó la estela revolucionaria, institutora de un partido hegemónico con un enmascarado pluralismo político promotor de la creación de instituciones públicas funcionales en su momento e insatisfactorias en la actualidad y que actualmente dejan mucho que desear, así como un proteccionismo indígena muy cuestionable en tanto a una libertad sucumbida por la inseguridad y el despojo. Además de una historia contada por lo vencedores y de la cual cada quien agarra agua para su molino.
Ante el panorama anteriormente planteado sólo queda considerar el repensarnos en el terreno de la multiculturalidad, es decir, con base en la existencia e inclusión de muchas culturas dentro de una misma entidad geopolítica y en contra de la homologación cultural, política y legislativa de un entorno ampliamente cambiante. Si somos “muchos diversos”, ¿por qué no comenzar aceptando e incluyendo dicha pluralidad?
Por Andrés Abraham Gutiérrez
Un joven yaqui y un joven alemán arreglan una puerta desvencijada en Huírivis
Fotografía de Benjamín Alonso