Somos mortales porque estamos hechos de tiempo y de historia. Pero hay salidas instantáneas a través de la cultura, que es un acto poético, que disuelve el tiempo, para escapar de la historia y de la muerte.
Octavio Paz
Calaveras de azúcar y papel picado que cuentan una historia. Altares de muertos que honran a nuestros ancestros. Flores de cempasúchil como la senda que conduce a los que se nos adelantaron. Y la misma pregunta: ¿a dónde van los difuntos?
Y sin embargo, ya nadie lleva luto. Las cremaciones sustituyen a los entierros. El olvido llega para mitigar la pena y el dolor. Resignación: hoy más que nunca, el muerto al pozo y el vivo al gozo.
Así, a pesar de llegar con un argumento cuyos giros pueden ser predecibles, Coco (Lee Unkrich y Adrian Molina, 2017) es una pieza conmovedora que será piedra de toque en la memoria una de nuestras tradiciones más mexicanas y universales: el día de los muertos.
Los mexicanos, fanfarrones y envalentonados, nos reímos de la muerte porque “no vale nada la vida, la vida no vale nada”.
A través de Miguel (en la voz de Luis Ángel Jaramillo) se presenta el deseo de cantar y ser cantado; aunque esto no será nada fácil. La familia del pequeño es un matriarcado controlado por la energía y la chancla de la abuelita (voz de Angélica María); sumiso, el padre de Miguel (César Costa) busca la continuidad de la tradición familiar: hacer zapatos.
Nada de eso detendrá a Miguel. Su determinación le llevará a un viaje al mundo de los muertos. Y ahí inicia la experiencia Coco.
La representación del inframundo mexicano es maravillosa y sorprendente. Es como “El Paseo en la Alameda” de Rivera: están todos los que deben estar. Hasta Dante, el perro mascota que acompañará a Miguel a “los círculos del infierno”.
Y va más allá en el más allá. El sincretismo aparece: en la base de este infinito, pirámides sostienen barrocas y abigarradas arquitecturas coloniales pensando en Guanajuato sobre una paleta de colores morados, magentas, azules, rojos y amarillos que golpea los sentidos.
El simbolismo refleja una labor exhaustiva sobre el corazón verde, blanco y rojo. Coco es, quizás, la película más respetuosa que se ha realizado desde fuera acerca de México.
Pero es atrevida. En el centenario de Pedro Infante, juega con su desmitificación al presentar un guiño muy especial del legendario cantante en Ernesto de la Cruz (doblado por Marco Antonio Solís); además, hay que anotar puntos extra para Coco cuando se burla de la Frida Kahlo (Ofelia Medina) y su ego desmedido, sobrevalorado.
Coco no renuncia jamás a su perspectiva externa.
Por eso los aliados que Miguel tendrá en ese mundo raro – con alusiones magníficas al centro histórico de la Ciudad de México, al Palacio de Correos, Bellas Artes y Sanborn’s de los azulejos – traen su bagaje literario, como Héctor (Gael García), calaca con sorpresas entre sus huesos y referencias directas a Macario (Roberto Gavaldón, 1960), en la luz que se desvanece, en la memoria que desaparece y en la supuesta glotonería.
Alebrijes, esas creaciones de Pedro Linares en pleno siglo XX, surgen coloridos y fantásticos. Cenotes sagrados, como en Xcaret, resultan el escenario ideal para que la verdad sea revelada. Y un fantástico festival: “Amanecer espectacular” reúne al Santo, Cantinflas, Jorge Negrete, Lorena Velázquez y María Félix en fugaces pero efectivas apariciones.
Tzintzuntzan, San Andrés Mixquic y Janitzio surgen como postales irresistibles y casi inquietantes. Una mixtura rica en estilo y tradiciones bien logradas, como un exquisito mole poblano.
¿Es un error de Coco manipular así el melodrama? ¿Se queda corta en el manejo de un guión de fácil conclusión? Es posible. Un poco más de cuidado en su argumento le habría dado categoría de obra maestra.
El carnet musical de Coco suena entrañable. La melodía principal, “Recuérdame”, tiene valor. Sin embargo, cada vez que se escucha “La llorona” o “La zandunga” es imposible evitar un corazón en tumulto.
Y por si esto fuera poco, su desenlace es demoledor.
Los últimos minutos de Coco resultan sobrecogedores. En el momento cuando el pequeño Miguel – más sabio, maduro e inteligente, de regreso del “viaje del héroe” – logra comunicarse con la más anciana de su casa (en la voz de Elena Poniatowska), toda la cinta adquiere un sentido profundo y diferente.
Coco habla del olvido y el recuerdo. Aquello que mantiene vivos a nuestros muertos. Es una visión externa que ha alcanzado, con su lenta y amorosa exploración de lo mexicano, un chingazo brutal que ni Disney y Pixar podrán comprender.
En nuestros tiempos vividos con la obsesión en el presente, conviene pensar en Coco. El pasado habla: 32 años después, muertos han resucitado del temblor. Y hay quienes no reflexionan en el ayer, se embarcan en borracheras que no terminamos y terminarán como almas en pena.
Allá ellos.
Por Horacio Vidal