En la casa de Petra Segovia hay un altar con cempasúchiles, claveles, panes, frutas y velas, docenas de velas.
Los olores se fusionan, los colores se avivan y las serenas flamas tranquilizan el ambiente en esa casa de San Pedro Atocpan, una de las nueve comunidades de Milpa Alta, en la zona rural del Distrito Federal.
Aunque es domingo y hay fiesta, esta vez no suena la música. Es una fiesta con invitados, ollas rebosantes de comida, de arroz cocinado con maestría, de mole con romeros y camarones, ollas de calientitos y sencillos tamales. Es una fiesta con jarras frescas de agua de jamaica. Una fiesta sin alcohol ni música, sin adornos ni alegría.
La casa de Petra Segovia tiene abierto el portón y recibe a señoras de negro y ancianas de cabellos trémulos, portadoras de recipientes que pretenden llenar de comida a cambio de una vela en el altar.
En este pueblito de calles disparejas y empedradas es tradición que si este año muere alguien, la familia debe organizar la fiesta el 1 de noviembre, en la víspera del Día de Muertos, y el boleto de acceso es una vela larga y blanca.
“Ceras a 25 pesos”, dice un letrero en la calle, en una tienda de abarrotes donde las venden por montones.
Así llegan niños, abuelos de caras tristes y señoras que rezan. Llegan desconocidos que pasan sin pudor a la casa, dejan la vela y comen. Las mujeres de los recipientes piden sus raciones para llevar y emprenden el camino a pie hacia otra casa donde probablemente el menú incluye bacalao.
Por tradición, en San Pedro Atocpan creen que el alma de los muertos seguirá a los invitados a la que era su casa y por primera vez sabrá cómo llegar. Así, en los años venideros conocerá perfectamente el camino.
Por eso esta vez hay velas encendidas y velas apiladas junto al altar, sobre el suelo, a un lado de naranjas, guayabas y plátanos, cerca de la ropa y los zapatos de Petra Segovia, viejecita de trenzas grises, fallecida en agosto. Tenía 96 años.
Texto y fotografía por Javier Quintero