Saludamos el debut de Paty Godoy en CRÓNICA SONORA 🙂



Cuando comencé la lectura de Para salir del paso, acababa de terminar de leer No-cosas del escritor coreano Byung Chul-Han y, de forma inesperada, encontré un hilo invisible que conectaba esa obra con la de Omar Gámez Navo. Me explico.  

En el prólogo, Chul Han hace referencia al libro La policía de la memoria, donde la escritora japonesa Yoko Ogawa nos narra una curiosa e inquietante historia. 

En una isla sin nombre un extraño fenómeno comienza a suceder: ciertos objetos, animales o cosas de la vida cotidiana empiezan a desaparecer de forma inexplicable. Cosas que ya no podrán recuperarse nunca.

Un día los pobladores despiertan y han desaparecido los pájaros, las flores o los barcos, luego objetos aparentemente banales como los perfumes, los sombreros, los listones para el cabello… Con ello, las personas también comienzan a olvidar los nombres de esas cosas y las sensaciones que estas les provocaban. 

La novela, en el fondo, nos describe un régimen totalitario que destierra los objetos y sus recuerdos con ayuda de la policía de la memoria, que se encarga de arrestar o matar a quienes no cumplen con el mandato. Es así como la fuerza motora de la memoria –los recuerdos de lo que amaron, les hizo feliz o les entristeció– va despareciendo en una disolución progresiva.

Esta historia distópica es para el coreano Chul Han una analogía perfecta con nuestro presente, donde sin darnos cuenta lo digital ha comenzado a vaciar nuestra realidad de cosas. Lo explica así: “La digitalización desmaterializa y descorporeiza nuestro mundo. También suprime recuerdos. En lugar de guardar recuerdos, almacenamos inmensas cantidades de datos”. Hoy ya casi nada es solido y tangible. 

Nos hemos convertido, escribe Chul-Han, en una suerte de cazadores de información, que “nos vuelve ciegos ante las cosas silenciosas, discretas, incluidas las habituales, las menudas, las comunes”, que son las que nos anclan a la vida, al ser. 

Hago este preámbulo para decir que «Para salir del paso» transita en el sentido totalmente opuesto a esta triste e inquietante realidad donde lo digital, lo artificial, se impone a la magia de lo sólido, de lo tangible, de la memoria.

El libro de Navo es en realidad un ejercicio de memoria. De recuperación de la memoria, sobre todo la infantil, que es la que nos conecta con la raíz.

“Conocíamos muy bien el pueblo, sabíamos de los mejores escondites, arboles altos, arbustos y territorios donde construíamos guaridas…”, escribe Navo, sobre ese niño que fue, y que quizá sigue siendo, “un niño de pueblo, sin tiempo ni lugar para aburrirse” (pag. 19)

Como su amigo el Tapis, –a quien un día lo vieron por el pueblo recogiendo todos los pasos que había dado para que después de muerto no fueran pisados por la gente o los animales, porque sería como si lo pisarán a él–, así, Navo regresa a su pueblo “de nombre extraño y casi impronunciable”, a Novobaxia, a recoger sus recuerdos, con la idea –imagino– de que después de muerto, nadie pueda apropiarse de ellos y desaparecerlos.

Como el recuerdo de los días en los que su fascinación por Ana, “la tamalera más bonita del pueblo”, lo hizo convertirse en un niño voyerista.

O aquel otro en el que su abuelo le hizo sentir el niño más seguro del mundo cuando volvían al pueblo a bordo de su “carreta de llantas grandes” e intentaban ganarle a una tormenta. “Nunca me he vuelto a sentir tan seguro cuando alguien intenta reconfortarme ante algo feo que se acerca”, escribe Navo.

O el recuerdo de aquella lejana Semana Santa en el que los habitantes de Navobaxia dieron una lección de dignidad cuando nadie asistió al esperadísimo concierto del grupo musical Los Lujman porque los músicos no se dignaron a vestirse de gala como indicaba la ocasión. El pueblo se tomó como un desaire ese gesto y nadie se acercó a verlos ni a bailar su legendaria Gira-gira.

Las crónicas de Navo son, como digo, una ejercicio de memoria, y la memoria, ya sabemos, es también un acto de resistencia, que ayuda a que no olvidemos las cicatrices –las propias y las ajenas– que va dejando el paso del tiempo.

Como esa gran cicatriz que es Yavaros, donde a través de la mirada de Navo, vemos “cascajos y ruinas” donde antes hubo un prospero negocio sardinero. Ahí, en medio de esa decadencia, Navo es capaz de encontrar belleza “cuando regresa la memoria”.

“No se si tengo menos imaginación que la que tuve a los 10 años o esos lugares ya no son aquellos campos de otro planeta en los cuales las tardes se tornaban de un opaco y extraordinario color sepia; tampoco son aquellos desiertos pegados al mar a donde me gustaba huir de ballenas que me perseguían a toda velocidad desde el mar…”, escribe.

Los libros siempre nos hablan de muchas cosas, son muchas cosas. Pero  si tuviera que elegir, Para salir del paso es para mí un libro sobre la memoria. Una antología repleta de esas magdalenas proustianas, que al mojarlas en té, –o quizá en este caso es más pertinente decir, en una caguama del Club Obregón– nos transportan a ese lugar que llamamos niñez, donde la memoria está esperando que vayamos a rescatarla. 

Este libro es eso, una invitación a no olvidar, aunque nos arriesguemos a que la policía de la memoria nos arreste, o, peor aún, nos asesine por desacato. Pero si así fuera, bien valdría la pena morir por ello.

Por Paty Godoy*

*Texto leído por la autora en la presentación de Para salir del paso, de Omar Gámez Navo, en el Museo de Arte de Sonora, el pasado 19 de setiembre.

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Heriberto Duarte, Omar Gámez, Paty Godoy y Benjamín Rascón en la presentación de la obra de Gámez Navo. Fotografía de Instituto Sonorense de Cultura.


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Sobre la autora / autor

PATY GODOY
Sonorense. Periodista con más de 20 años de experiencia en prensa, radio, tv y entorno digital. Ex corresponsal en España. Desde hace 7 años es directora del Festival de periodismo y nuevas narrativas "Contar(nos)” y actualmente es conductora del programa “La Linterna” de Radio Sonora.

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