Silvia Maytorena fue a Bogotá y se intoxicó con una arepa. A cambio de eso devoró teatro y del bueno.
Generosa, como es ella, nos comparte su experiencia colombiana en prosa y fotografía.
Buen provecho, parceros.
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Apreciar la gran diversidad escénica de Colombia y su hermosa tradición teatral en quince días, en solo una ciudad, y con todas las subidas y bajadas de la colonia La Candelaria, cuyos 2600 metros de altura no perdonan, es una locura que volvería a cometer aunque tuviera que intoxicarme de nuevo con aquella arepa clandestina… Y es que el pasado mes de marzo fui a Bogotá con motivo del XV Festival Iberoamericano de Teatro que se lleva a cabo año con año en dicha ciudad. Fuimos, mejor dicho, un grupo de estudiantes y profesores de la Licenciatura en Artes Escénicas de la Universidad de Sonora.
Hablar de teatro en Colombia es como querer hablar de música en Youtube: para todos gustos hay géneros, métodos, compañías y actores. Si hay una constancia en la escena colombiana es el entrenamiento, que se traduce en una indiscutible calidad en la puesta escénica. Existe un constante codeo con el teatro de otras fronteras, el cual se origina a partir del Festival Iberoamericano y todos los otros festivales aledaños, que, aunque más pequeños, son igualmente importantes. Un ejemplo es el Festival Alternativo, organizado por el teatro y la por supuesto La Candelaria, ubicado en la colonia que lleva su nombre. Este es un proyecto con 50 años de existencia y resistencia.
La mezcla de culturas, formas de hacer, perspectivas e ideales han nutrido de manera observable la vida escénica de la capital colombiana, es por ello que “el teatro está de fiesta” no es sólo el lema del festival sino que efectivamente asistir a esta ciudad, en estas fechas, resulta un verdadero festín escénico: desde sus calles inundadas de artistas callejeros defendiendo su hacer en la acera, hasta las producciones más asombrosas en los teatros más grandes de la ciudad.
La enorme necesidad artística de Bogotá se refleja por toda su Carrera (avenida) Séptima, en la que ser un artista callejero -a diferencia de lo que vivimos en México- no se concibe desde una perspectiva negativa. Su larga tradición por tomar las calles ha dignificado el trabajo de todos los artistas emergentes que adoptan la avenida como su escenario.
Otro de los aspectos que en lo personal disfruté mucho de la escena latinoamericana floreciente en Bogotá fue la vena política que manejan casi la mayoría de sus compañías, por ejemplo: El teatro Galpón (Ecuador), El teatro de los Andes (Bolivia), Malayerba (Ecuador), Carlota Llano, con dirección de Fernando Montes en Mujeres en la guerra (Colombia), y por supuesto La candelaria, entre muchas otras. Todas ellas parten de una idea creativa que porta una elegancia en su ideal activista. Es decir, no sacrifican la estética y la calidad ante su discurso, esto aleja a las propuestas de los lugares comunes del teatro didáctico o en incluso de la charla panfletaria.
Y si bien es cierto que el arte no soluciona la guerra y los muchos otros conflictos sociales, económicos y políticos que abruman a nuestra sociedad, pienso que es sin duda una herramienta que ayuda a sanar heridas, pero que, sobre todo, convierte a la escena en un punto de reflexión incluyente.
Esto último (lo incluyente) aún sigue en proceso y lo puedo observar en mi ciudad, Hermosillo, como un proceso sumamente aletargado con una escena que aunque pequeña es diversa pero también elitista. Sin embargo, esto no es un problema que sólo aqueja al desierto, pues algunos estudiantes y artistas me confesaron que el Festival Iberoamericano ha disminuido año con año su programa gratuito. Y con el precio de los boletos en incremento, las personas locales poco a poco han perdido el acceso a su propia tradición teatral.
Empero, existe el trabajo de proyectos como La Candelaria (sí, de nuevo) que ofrecen al espectador obras de la calidad del festival anfitrión a precios que se ajustan a los bolsillos de la mayoría. Así como este proyecto, existen muchos otros espacios donde el teatro busca su lugar. Un ejemplo de ello es el Primer Coloquio Internacional de Teatro, organizado por la escuela Antonio Nariño y nuestra universidad, la Universidad de Sonora, en el marco del Festival, y al cual se añadieron otras instituciones como la Facultad de Artes ASAB (Academia Superior de Artes de Bogotá) y la UPN (Universidad Pedagógica Nacional).
Esta serie de actividades se convirtieron en el perfecto pretexto para presentar cuatro ejercicios escénicos: El Cleto (teatro de calle) y Brujas de Salem, a cargo del grupo de sexto semestre de la Licenciatura en Artes Escénicas opción actuación, bajo la dirección de la maestra Elizabeth Vargas; y El Retablo de las Maravillas y La zapatera prodigiosa, a cargo del grupo de octavo semestre de la misma licenciatura, bajo la dirección del maestro Marcos Gonzáles. Además de las ponencias de los dos docentes ya mencionados y del maestro Luis Ricardo Gaitán.
Todo esto, además de volarnos la cabeza, nos dio la oportunidad de crear un diálogo de desmontaje con los alumnos y maestros de las otras universidades, lo que enriqueció enormemente nuestro trabajo. He de agregar que los colombianos no tienen miedo a preguntar ni ser cuestionados; me refiero a que “no tienen pelos en la lengua” y aunque sin desacreditar al debate ejercido en mi universidad, he de decir que aún nos falta madurar (a los estudiantes) en el ejercicio del diálogo.
Este intento por describir un viaje indescriptible es sólo una manera personal de aterrizar el bombardeo de información, imágenes, sensaciones, sabores, olores y vivencias que experimenté estos últimos días que, claro, no habrían sido posibles sin un alto consumo de café colombiano… Y sí, todas esas vivencias no son evidentes en este texto. Aun así considero que establecen un punto de partida primordial para trabajos próximos.
Ahora que si quieres saber más, siempre puedes invitarme un café. Y si la conversación se alarga, he de advertirte que me gusta la cerveza oscura.
Texto y fotografías por Silvia Maytorena
¡Súper, amiga! 8:o)
Me parece que este esfuerzo es de gran importancia poder replicarlo en otros lugares en donde la cultura y el arte necesitan expandirse para promover varios aspectos de la vida social, como por ejemplo: la tolerancia, la dignidad, la garantía y respeto de los derechos humanos, la economía, la política, el desarrollo, el estudio, en fin, muchos aspectos que permitan el vivir con dignidad y amor propio.
Muchas gracias, mi nombre es Eduardo Colindres Otero, soy salvadoreño y agradezco mucho esta sorpresa de ver tan bonita página. Bendiciones.
Un abrazo,
Lalo