Ciudad de México.-
Muchos no lo saben, pero para ser escritor se requiere una enorme valentía. Ya no digamos para el acto mismo de escribir. Todo cuanto el lector haya leído o escuchado respecto a enfrentar la página en blanco, dista de ser una exageración. Recomiendo mucho leer El libro vacío de Josefina Vicens cuyo tema es exactamente ése. Pero si este acto, en sí mismo, ya exige determinación, cualquiera supondría que sería imposible ejecutarlo en otro lugar que no sea una habitación cómoda, tranquila, sin ruido (aunque algunos preferimos acompañarnos con música); que no es posible hacerlo en cualquier lugar. Pues no. La historia de la literatura está llena de autores que crearon su obra en lugares y circunstancias adversos a ese ideal. Uno de esos sitios es la cárcel. Ya el simple hecho de conseguir papel y lápiz resulta complicado, pero no suficiente para contener ni inhibir a gente como Cervantes, Dostoyevski, Wilde, Celine, el marqués de Sade y, por citar a una mujer, la genial Albertine Sarrazin, que fue puesta tras las rejas tras una exitosa racha como asaltante de tiendas, y que se hizo escritora en el encierro. Con todo, nunca deja de fascinarnos que un medio tan adverso haya generado verdaderas obras maestras.
Cuando leí por primera vez a Sylvia Arvizu (Hermosillo, 1978), a través de mi querido amigo Carlos Sánchez que nunca ha dejado de impartir talleres de lectura y escritura en las cárceles estatales y que, en este caso particular, fungió incluso como editor, al publicar el primer libro de esta autora, Breve azul (La cábula, 2008), casi enloquezco. No tenía mucha idea de cómo ni por qué Sylvia se encontraba privada de su libertad. Mentiría si afirmo que no me moría de ganas de conocer su historia, pero creo que lo mismo hubiera dado que fuera una mujer común y corriente. Advertí en su prosa una poderosa voluntad de narrar y de expresarse de la manera más cáustica posible. Había en ella un fuego que controlaba con pericia de faquir para no terminar devorada por él, cosa que me inquietó sobremanera. Esa contención, en sus siguientes libros, se advierte menos lacerante; surgen, incluso, las primeras chispas de humor, aunque el dolor continuara palpitando en las venas de la mano que, literal, sacudía la pluma. La autocompasión brilla por su ausencia, como también (¡y qué bueno!) el fustigamiento. Los lectores de Sylvia hemos terminado por sentirnos cómodos con su necesidad de retener información, de guardarse sentimientos demasiado personales que, cuando brotan, parecieran pertenecerle a alguien más… de brindarnos múltiples versiones de un mismo lugar que solo una escritora de vocación poseería la sensibilidad para matizar y reciclar. Lugar que puede ser infierno para trastocarse, como por arte de un acto de tramoyismo, en nido fraterno y tibio donde las mujeres juegan y se dan la mano.
En su más reciente libro, Morir de tiricia y carcelazo, Premio Libro Sonorense 2021, género crónica (Nitro/Press, Instituto Sonorense de Cultura, 2022), Sylvia aborda por primera vez el tema de la libertad. Es su primer libro escrito fuera de su celda rosa. Lo insólito, en este sentido, es que se trata de una libertad relativa, como si semejante cosa no pudiera ser recobrada en su totalidad, una vez que se ha perdido. Un día cualquiera le anuncian que esa noche podrá dormir junto a su hija, algo que, evidentemente, no se esperaba, por mucho que lo hubiera pensado y acariciado. Le llega de golpe, más como un rayo que como un milagro, ni siquiera le dan oportunidad de asimilarlo. De esas veces en que cuesta desplazarse porque no se sabe si se está soñando. Pero la mayor ironía, que ni la propia autora alcanza a explicarse, es que deberá regresar cada fin de semana a reocupar la celda que, se supone, había abandonado por la puerta grande. Vericuetos de la burocracia kafkiana de México. Pudiera tratarse, incluso, de un elemento fantástico, pero no, cada palabra, cada frase emitida aquí zumba en nuestros oídos como solo la realidad neta y descarnada. La narradora padece lo que es factible denominar como “libertad a medias”, algo absurdo si tomamos en consideración que la libertad, o es absoluta o no es. De tal modo que la angustia, el desgarro que se advierte en su tono nos llega acompañado de ecos y gritos de una hiperrealidad esquizofrénica…porque si la libertad no es total, tampoco puede serlo la reconstrucción de la vida y la identidad. A través de la escritura, por esta vez, Sylvia Arvizu no busca traspasar los muros que la cercan, sino recrearse a través de su narrativa, que, si bien está extraída enteramente de una realidad poco grata, le permite ejercer control sobre la pormenorización de los hechos. A esta situación anómala, agréguesele que su liberación tiene lugar en 2020, es decir, se verá forzada a perpetuar el encierro en su propia casa a consecuencia de la pandemia.
Casi al mismo tiempo que ocurre “el milagro” que solo lo es a medias; que recupera la posibilidad de abrazar a su familia sin custodias de por miedo, sin más miradas que las de los que conforman eso que se pierde junto con la libertad (la intimidad) ocurre una desgracia que, si bien no es comentada al margen del estricto recuento de sucesos, haría suponer que tiene alguna relación con la liberación de la narradora, directa o indirecta, acaso simbólica. El asesinato artero de uno de los miembros de su familia, henchido de energía y juventud, la vuelve a poner de cara a una suerte de paredón emocional que se proyecta en forma de vulnerabilidad trémula, de profundos silencios y dudas que gritan entre líneas.
Como en otras ocasiones, Sylvia toma a personas de su entorno para desarrollarlos como personajes que exudan y palpitan. Personajes que, por su condición de seres reales, no cuentan con más justificación que la que ellos mismos pudieran exponer. No obstante, estamos ante una espléndida perfiladora de caracteres que, estoy segura, pronto incursionará en la ficción. Pocos tienen oportunidad de aprender la gran lección de vida que es asumir que no existen los absolutos; que, salvo casos severos de psicopatía, no existen la maldad ni la bondad sin claroscuros y ese es uno de los aspectos más fascinantes de su narrativa. Eso, y su gran capacidad de mirarlo todo, incluido su propio dolor, desde fuera de su cuerpo; desde un punto vital pero ciego de quien contempla la vida como un espectador compasivo.
Silvia Arvizu retratada por Los Angeles Times