¡Dios mío! ¡Sólo un momento de bienaventuranza!
Pero, ¿acaso eso es poco para toda una vida humana?
Noches blancas, Fiódor Dostoievski
La friendzone: una de las condenas sociales más conspicuas en el siglo XXI. Un fenómeno interpersonal que ha merecido comentarios y análisis, no solo en redes o en sitios web, sino en foros y plataformas académicas.
Se sabe que afecta de manera principal al sexo masculino. Quizás es por la tradición amorosa que establece, como herramienta del varón, su propia iniciativa: somos los hombres quienes estamos obligados a dar siempre el primer paso.
Prometo no enamorarme (Alejandro Sugich, 2018) es una película que aborda el asunto de la friendzone desde una propuesta arriesgada, íntima y minimalista. Establece como su columna vertebral al sonido y la música. Y demuestra que la actual “zona de amistad” ha existido desde tiempo inmemorial.
“Noches blancas”, célebre novela corta de Fiódor Dostoievski publicada en 1848, es la raíz de esta cinta. Su adaptación al mundo de hoy ha producido, se insiste, un filme donde menos es más.
Iván (Alfonso Dosal) es un DJ en busca de sonidos urbanos; Julieta (Natalia Varela), chelista, española y profesional, acaba de ser plantada por su marido, por lo que se siente devastada; este encuentro fortuito será el punto de partida para que ambos protagonistas caminen hacia la noche: se trata de un solo día, 24 horas en la vida de un hombre y una mujer.
Prometo no enamorarme cuenta, a su favor, con la química y la naturalidad de Dosal y la Varela. El intercambio de ideas, creencias, anhelos y conveniencias se presenta casi sin condescendencia.
Mucha atención al diálogo sostenido en la tienda de viniles. Es todo un descubrimiento cultural respecto a la música. Tchaikovsky, ¿el primer sampleador? Genial.
Los planos largos y las conversaciones íntimas entre ambos histriones se sostienen en forma favorable gracias a sus actuaciones.
“Helena. Sí, sí. Yo te veo más como una Helena de Troya que como una Julieta de Shakespeare” – le dice Iván a Julieta – “No, en serio, sí. Las Julietas se mueren por amor; las Helenas cruzan los océanos y empiezan guerras”.
Sólo ese parlamento – chingón – vale el boleto para ver el filme.
La CDMX es otro personaje. Los hallazgos, reales, de oasis de tranquilidad, le proporcionan a esta película el ambiente necesario para recordar producciones recientes, Once (John Carney, 2006) y la inolvidable Manhattan (Woody Allen, 1979) aparecen como piedras de toque.
El sonido, desde el inicio de Prometo no enamorarme, surge como el trabajo notable, noble y distinguido. No solo por la dedicación de Iván por recuperar y aprovechar las resonancias de la ciudad, sino por su aprovechamiento durante todo el metraje. Las señales de un posible romance y sus obstáculos han sido atribuidas al ruido urbano y a los tonos de llamadas o mensajes celulares. Prometo no enamorarme es una película jala oídos, sin duda.
Por supuesto, el tiempo que la pareja se concede va a generar un encuentro musical: arte efímero que presagia – a partir de la melodía elegida por Julieta – el desenlace de la película. Manuel Alejandro, dixit.
La música – de alta cultura o de origen popular – está presente durante toda la proyección. No es gratuito que “el villano” en Prometo no enamorarme sea interpretado brevemente por Alfonso André, el reconocido baterista de Caifanes/Jaguares.
Nada ha sido dejado al azar en esta película. Y ha sido con el propósito de permitir la improvisación que contribuye a la sinceridad de la producción.
El sonorense Alejandro Sugich, como director, ha tomado decisiones arriesgadas. La mayoría son acertadas. Y aunque Prometo no enamorarme tiene sus bemoles: Luis (Pedro de Tavira), una suerte de alcahuete con sus sentidos alterados, es quizás el papel más acostumbrado, la película alcanza niveles de dignidad bastante satisfactorios.
Sugich parece más cómodo al realizar cintas cuya deuda principal está en subrayar la tradición masculina. Ya sea el valor de la amistad, contra todos los obstáculos, en Casi treinta (Alejandro Sugich, 2013), como en Prometo no enamorarme, una idea romántica de la testosterona ha acompañado a sus propuestas.
Y eso no es malo. La friendzone, definitivamente, es cosa de hombres.
Por Horacio Vidal