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Fue el espectáculo más grande del mundo. En el verano de 2017, el Circo Barnum & Bailey ofrecía su última función, después de 146 años de divertir y asombrar al mundo con un repertorio fabuloso: trapecistas que desafiaban la gravedad, acróbatas, magos, payasos y fieras amaestradas. Era un montaje que parecía ser para siempre, hasta que nuevos tiempos y costumbres resultaron más poderosos.
El famoso litigio en defensa de los elefantes, que no fue decidido en cortes, sino en medios masivos de comunicación, al final obtuvo la victoria. Carpas y pistas del Barnum & Bailey fueron desmontadas. En su última gala se cantó el “Auld Lang Syne”, esa ocasión por última vez.
Sin embargo, la vida trashumante de la arena y sus vagones repletos de personajes y bestias, habían cautivado la imaginación de cine y literatura desde el principio de los siglos. A partir de El circo (Charles Chaplin, 1928) hasta El gran show man (Michael Gracey, 2017), comedia y tragedia, esperpento y belleza sobreviven en nuestra memoria eterna.
Y si alguien fantasea como nadie en valores y pecados del ambiente circense es Tim Burton. Su filmografía da cuenta de ello. El arco se proyecta en múltiples pantallas: La gran aventura de Pee Wee Herman (Tim Burton, 1985), Beetlejuice (Tim Burton, 1988), Batman Regresa (Tim Burton, 1992) y El gran pez (Tim Burton, 2003) son pruebas irrefutables.
La proverbial obsesión del director norteamericano por los freaks lo ha llevado a abrevar de la fuente bufa una y otra vez. Así, su elección para realizar la versión contemporánea de Dumbo (Ben Sharpsteen, 1941), se antoja lógica y contundente, ¿quién más podría reinventar esta historia?
Este es el Circo de los Hermanos Medici, en 1919. Max (Danny De Vito) es su tenaz y optimista empresario. De la Gran Guerra, ha vuelto por sus fueros Holt Farrier (Colin Farrell) y también regresa por Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins), sus hijos.
Una sensata inversión de Max trastoca los planes de Holt, otrora jinete y acróbata estelar: la elefanta preñada que pronto alumbrará la próxima atracción, un paquidermo que puede ser amaestrado desde su nacimiento. Por supuesto, el producto provoca decepción y rechazo. Tiene unas orejas descomunales. Nadie pagará por ver semejante adefesio.
Y serán Milly y Joe quienes descubrirán el extraordinario talento que ha llegado. El elefantito puede volar.
Cuando el milagro se demuestra, se despierta la ambición de V.A. Vandevere (Michael Keaton), millonario propietario de Dreamland, gigantesco parque de diversiones. El poderoso arriba al humilde Circo de los Hermanos Medici acompañado por su hermosa figura decorativa, Colette, la trapecista (Eva Green), y ambos arrojan una oferta imposible de rechazar.
Y he aquí lo más conspicuo e interesante en Dumbo. Burton siempre ha jugado de parte de los raritos. Los marginados, pues. En este filme, al jugar con la bipolaridad de Vandevere, Tim presenta a Dumbo como víctima del capitalismo salvaje, mártir de su propia celebridad, atracción fatal entre la taquilla, el merchandising y la esclavitud.
Es imposible ver a Dreamland como otra cosa que no sea la crítica más dura y demoledora contra el Imperio Disney: ¡En tu cara, pinche Mickey culero!
Dumbo, en su argumento, presenta una estructura sencilla, diríase simple y hasta superficial. Quizás su principal problema es que Burton no sabe que hacer con el melodrama. Ha respetado, en su entraña, la historia original; sin embargo, al reinterpretar el momento más conmovedor del relato – el encuentro entre el elefantito y su madre encarcelada, “Baby mine, baby be mine” – lo hace desde la distancia y por breves instantes. No logra conectar con el corazón de la audiencia.
Tim Burton prefiere aplicarse en la acción y en la parafernalia circense, por supuesto. Las secuencias de Dumbo, volando, son maravillosas. Como también las escenas entre De Vito y Keaton. Ver de nuevo reunidos a este par es un platillo que se degusta con placer.
Además, fotografía, dirección de arte – escenografías y vestuario incluídos – , así como la partitura de Danny Elfman, sometida por el trabajo de Frank Churchill y Oliver Wallace en 1941, sobre todo por “Pink Elephants on Parade”, son contribuciones de dignidad para esta película.
El circo, como el espejo, tiene dos caras. Por una parte, el gozo, la fascinación y el embeleso. Y está la burla, el escarnio y el morbo que mueve al público frente a los seres diferentes, Dumbo implicado: su mote viene de dumb, tonto en inglés.
El hombre elefante (David Lynch, 1980) y la primigenia Freaks (Tod Browning, 1932), surgen como referencias puntuales a este trabajo de Tim Burton, que no es redondo, pero sí cuaja como muy entretenido.
“Let´s get ready to Dumbo!”, exclama el maestro de ceremonias, en obvia referencia al grito rimbombante en el mundo del box. Y tiene razón.
Qué leer antes o después de la función
Genoveva y el misterio de las vacas, del malogrado Armando Vega-Gil. Antropólogo, músico, cuentista, ensayista y novelista, el magnífico talento del bajista en Botellita de Jerez, sorprende con una sensibilidad extraordinaria para crear historias para niños.
Genoveva y su abuela emprenderan un viaje por el mundo de los sueños para recuperar mexicanos dulces y, de paso, a todas las vacas del mundo. Un personaje, Archimboldo, aparecerá.
Las vacas, ¿pueden volar?