La casa de doña Ale sigue en pie. Bueno, en realidad sólo las paredes exteriores. Ahí se dio el gusto de criar, junto a su hija, a sus nietos y a una buena porción de sus bisnietos.
Pero mucho antes de eso, Rita, la menor de sus dos hijos, se casó y sostuvo por años un matrimonio tormentoso, al parecer los suficientes para engendrar seis hijos, cuatro hombres y dos mujeres. Por su parte el añoso esposo de doña Ale falleció poco después que Rita se casara.
Es probable que el hecho de que el primogénito de Doña Ale fuera varón haya tenido algo que ver. Sin embargo, se desconocen las circunstancias precisas por las que se decidió que doña Ale se mudara a vivir con la joven pareja, quienes decidieron emigrar a Hermosillo de Cd. Obregón, buscando mejores condiciones de vida. Allá en un verano, ciertamente no tan caluroso, de 1955.
Valentín, el esposo de Rita, empezó trabajando muy joven en el mercado de abastos de Ciudad Obregón. No tuvo oportunidad de estudiar más allá de la primaria, pero afirma que siendo aún adolescente se las ingenió para ser de los primeros en tener un local bien acondicionado para vender fruta y verdura en una de las cuatro esquinas; es decir, uno de los locales más codiciados. Pero como la mayoría de los negocios honestos en México, solo funcionó por un par de años. Así llegaron a Hermosillo, donde se asentaron en la entonces tranquila y periférica colonia San Benito. Esta vez el negocio de Valentín fue una dulcería en el Mercado municipal #2, y también funcionó bien por unos años, hasta que ocurrió un incendio que resultó en pérdida total.
Ante tal calamidad, Valentín decidió aceptar el apoyo de amigos para echar a andar una frutería en la frontera de Nogales. Sin embargo, al plantear la situación a su esposa Rita, se llevó la sorpresa de que ella había decidido, de forma irrevocable quedarse en Hermosillo con sus hijos y su madre. A Valentín no le quedó más remedio que respetar su decisión. Así se despidió de sus seis pequeños hijos con la esperanza de que fuera una situación temporal. Ante la incertidumbre de las condiciones del trabajo en la frontera, finalmente consideró prudente que la familia esperara en Hermosillo, mientras él establecía su negocio.
Y sí, corrió con mucha suerte pues las semanas se hicieron meses y el negocio de las frutas y verduras prosperó. Durante ese periodo Rita procuraba visitar regularmente a Valentín, quien no dejó de insistir que la necesitaba en Nogales con los niños para estar todos juntos y sobre todo para que le ayudara a hacerse cargo de la caja registradora del negocio y para atajar el constante robo hormiga por parte de clientes y empleados. Argumentos a los cuales Rita respondía con enfado, minimizándolos e insistiendo que más bien era momento de dejar ese negocio en manos de los empleados y regresar a Hermosillo.
Hasta este punto es evidente que ocurrió algún tipo de interferencia en la comunicación e intimidad de la pareja, puesto que a juzgar por el semiamargo desenlace de esta historia, ninguna de las dos partes comprendió la urgencia y severidad de sus demandas hacia el otro. En un momento crucial para el futuro, no sólo de ellos, sino de los seis pequeños espectadores de la historia de amor de sus padres, que de repente se prendió en llamas y se redujo a grises cenizas por el resto de sus ‘vidas’.
Fue en una de esas visitas regulares. Rita se bajó del autobús en la central de Nogales, caminaba por la calle Obregón y ahí lo vio caminando también, muy sonriente de la mano de otra mujer que la igualaba en belleza y juventud. En ese momento ella sostenía la mano de la menor de sus hijas. Rita, con el corazón roto, caminó los mismos pasos de regreso a la central de camiones, apurando a la infanta asustada y confundida, pues en ese entonces no alcanzó a comprender la reacción de su madre.
A nadie le interesó lo que Valentín tuvo para decir al respecto. Su argumento de que necesitaba a alguien de confianza en la caja registradora resultó insubstancial e irritante. La corte suprema lo encontró culpable, dictó sentencia y la hizo cumplir. Al llegar a Hermosillo, Rita le platicó todo a su madre, quien entonces se encargó de recordarle por el resto de sus días, a ella y a sus seis nietos, la mala decisión que la tonta Rita había tomado al elegir a ese hombre como su esposo.
Aunque nunca los abandonó, ni física, ni económicamente, los hijos de Valentín de manera gradual perdieron el respeto por su padre. Fue creciendo en ellos cierto rencor por una falsa e infundada percepción de abandono. Fue Doña Ale quien se encargó de mantener la herida abierta y en crecimiento. El tema de la infidelidad de Valentín se hizo popular en toda la colonia, ya que Doña Ale y la misma Rita lo platicaban abiertamente con vecinas y frente a las criaturas, quienes muchas veces pretendían mejor no escuchar, simulando jugar, atrapando cachoras y tirándose con resorteras cargadas con frutos del árbol de Neem, en el patio de la casita ubicada en algún punto de la avenida De la Reforma.
Valentín pudo olvidar a su familia de Hermosillo y empezar de nuevo en Nogales con su nueva amante y el negocio. Rita pudo terminar toda relación con Valentín y conseguir un trabajo u otro esposo para sacar adelante a sus hijos. Por desgracia, nada de esto ocurrió.
Sin ser plenamente conscientes de ello, la truncada pareja decidió dar un nuevo paso, juntos, hacia una nueva y decadente etapa en la relación: nunca se divorciaron, Valentín continuó proveyendo para sus hijos desde Nogales y Rita jamás volvió a aceptarlo como su esposo.
Valentín eventualmente regresó a Hermosillo y por los siguientes treinta años fue recibido a regañadientes -y sólo por una horas los fines de semana- en la casa que por un breve periodo fue su hogar: se sentaba a comer con sus hijos un par de horas nada más.
Valentín aún acude a esas tortuosas citas con religiosidad. Ninguno de los dos tuvo otra pareja o más hijos. Hace un par de años que, en un pestañeo, el cáncer le arrebató la vida a Rita y los hijos de Valentín siguen aceptándolo en su mesa, pensando que su pobre viejo es un cretino que los abandonó, asumiendo que son mejores que él por tenerle compasión. Es la versión oficial de la historia. Aunque hay partes que no tienen sentido ni cuadran en lo absoluto.
Doña Ale fue la tatarabuela de alguien y gracias al libre ejercicio de sus ideas irracionales, su linaje ha involucionado hacia un matriarcado canibalístico. Todo a partir de la influencia que ejerció en la nana Rita para que autosaboteara su matrimonio con el tata Valentín. Lo denomino caníbal porque ha resultado en el desmembramiento psicológico de cada personaje que no se ajusta a las mismas expectativas irracionales del alto mando, aún reinantes.
En términos de autoestima y bienestar, las consecuencias han sido devastadoras para los integrantes de ambos géneros por igual. Sin embargo, el proceso con mayor aceleración ha sido la castración sistemática de cualquier actitud emprendedora, dominante o independiente en los hombres de esa familia, siendo el matrimonio-empleo-reproducción las únicas directrices aprobadas. Con tal severidad que pareciera que las mujeres en esa familia unificaron criterios para criar a sus hijos varones con la prohibición de ser relevantes en cualquier sentido, para que piensen que sus anhelos, razonamientos y opiniones son tontas, sus acciones siempre cuestionables y sus emociones y deseos totalmente dispensables.
Para algunos resultará muy trillada, otras quizá la considerarán exótica, pero lo cierto es que la historia en sí misma es relevante. En especial porque clarifica con precisión los crímenes perfectos de los patriarcados recalcitrantes sobre generaciones de mujeres, sometidas a un proceso que a duras penas se le puede nombrar ‘crianza’ y que lo único que habilita con éxito es su función reproductiva y decorativa. Pues bien, en esta familia resulta que ocurrió exactamente lo opuesto. Excentricidades del infame surrealismo mexicano, supongo.
Texto y fotografía por Rafael Barajas Valenzuela