Etiología de una epidemia moral

Cual jinete del Apocalipsis, los ciudadanos de Sonora perciben que la corrupción deja a su paso muerte y devastación. Carcome todo lo que toca. Ésta ha segado la vida de muchos niños y niñas en el pasado reciente, pero también ha contaminado impunemente, como en 2014, ríos y entornos productivos de las comunidades serranas. Ha propiciado enfrentamiento entre yaquis en su propio territorio y abierto la puerta para que extranjeros sin escrúpulos construyan en sus playas, alteren el escaso equilibrio de nuestros ecosistemas y llamen a eso desarrollo.

En nuestra entidad se sabe por experiencia que la corrupción es una epidemia moral, contagiosa, presente por doquier y ubicua. Penetra corporaciones al tiempo que deteriora con adicciones la salud de las futuras generaciones. Vulnera la frágil unidad familiar. Tiene un efecto de descomposición inmediata en el tejido social.

Los habitantes de nuestro Estado han sido testigos de que su tolerancia permitió, de la noche a la mañana, la aparición de nuevos ricos y que éstos llevaran a cabo, para su enriquecimiento personal, construcciones faraónicas; lo mismo un acueducto que un parador turístico, erigido éste último, cínicamente, para rememorar la cultura de aquellos a quienes se despojó del vital líquido.

Así, alimentando elefantes blancos, la corrupción ha aumentado la deuda pública, ha excluido a grupos enteros del bienestar y ha generado más marginación e indigencia en las ciudades del Estado. Se ha convertido, para mencionar por último su más reciente metamorfosis, en la plancha y el almidón con que criminales sexenales acicalan su cuello blanco.

La situación de la corrupción en el resto del país no es de todo distinta, corroe con la misma fuerza todo lo que toda. Se ha señalado que “la corrupción y su cultura han ayudado en modo fehaciente a la alta y fuerte institucionalización del régimen político mexicano”, de ahí que se acepte que ésta “ha pertenecido siempre al ámbito institucional y organizativo de la vida pública del país, al punto de volverse irremediable y fatalmente, un elemento consustancial a ello” (Covarrubias 2007: 251).

Hoy sin embargo, la corrupción es más visible que nunca y se le señala. Especialistas en derecho afirman que “durante años el tema de la corrupción era una cuestión simplemente práctica: se realizaba pero no formaba parte de la agenda pública”; en nuestros días se le denuncia por doquier, “el crecimiento del pluralismo social y político, los mayores niveles de escolaridad, la diversificación de las fuentes de información existentes, la independencia de ciertos medios de información, algunos trabajos académicos, etcétera”, se han vuelto “factores que han ido produciendo un desenmascaramiento del fenómeno” (Carbonell y Vázquez 2003, pp. 7 y 9).

A pesar de la evolución en los sistemas de vigilancia y control establecidos por la ciudadanía y los organismos no gubernamentales, existen sin embargo voces que se mantienen escépticas respecto a nuestra posibilidad de poner le freno, a que seamos capaces y eficientes para lograr detenerla. Se argumenta que la corrupción en México es tan sofisticada, que hasta cuando se lucha contra ella termina beneficiando a los corruptos (Sheridan 2014).

Hay que reconocer que en nuestros días, hay razones que justifican esa actitud de impotencia, ese sentimiento de abandono. Ello debido a la dimensión que ha adquirido el fenómeno, derivando en lo que ha sido llamado la “paradoja de la ilegalidad”. Ella consiste, en que por un lado tenemos más información del problema (y teóricamente instrumentos más eficientes para su prevención y control), sin embargo los datos revelan que pese a esto su incidencia no tiende a disminuir sino, todo lo contrario, va en aumento (Granados 2015).

Efectivamente, los costos que se reportan en 2017 en México son reveladores de este decaimiento moral en el país y de su propagación epidémica. Según los datos más recientes, proporcionados por Transparencia Internacional, los niveles de corrupción aumentaron al grado que generan pérdidas en el país de alrededor de 1.5 billones de pesos al año (Quadratin 2017). Pareciera que el problema se dejó crecer premeditadamente. El año pasado se reportaba que el 90 por ciento de los mexicanos considerabamos que la corrupción era ya un problema grave y frecuente, por lo menos eso arrojó la tercera Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental de 2015, elaborada por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (Proceso 2015).

La ubicuidad de la bestia

A la etiología de esta enfermedad nacional, se adjudican otros pasivos. Se ha advertido que la corrupción debilita los gobiernos, hace más difícil la gobernabilidad y la estabilidad de una región o un país, al tiempo que genera desconfianza en los ciudadanos hacia los gobernantes y por consiguiente debilita el tejido social (Quadratin 2017). Coincidiendo con ese punto de vista, teóricos del derecho han afirmado que la corrupción debe considerarse la amenaza más grave para el régimen político y el Estado en dos sentidos: “primero, la corrupción puede penetrar el sistema de justicia penal a tal grado que resquebraje significativamente la confianza de la sociedad”; y segundo, “puede alcanzar la política electoral y los niveles superiores de construcción de políticas públicas hasta aproximarse a la captura del Estado” (Bailey 2014: 165).

En ese mismo sentido, se ha advertido que los niveles de corrupción a los que hemos llegado han generado una crisis en la imagen que la sociedad civil tiene del sector público; lo que se traduce en un descrédito social que ‘‘puede poner en riesgo la estabilidad de la democracia”. Para otros, la situación actual de corrupción ha llegado al límite, “tras muchos años de complacencia y de omisión en el combate a la corrupción”, parecieran haberse “agotado los espacios para la pasividad y el aplazamiento” (Urrutia 2016).

Con estas opiniones y la descomposición manifiesta que muestran los indicadores, parecería que hemos alcanzado el punto de no retorno. Como ejemplo, se ha afirmado que nos alejamos cada vez más del “Estado ideal”, en el que las “demandas sociales no llegarían a la calle”, que padecemos ya una enfermedad causada por lo que se ha denominado “infección autócrata” y “hemorragia neoliberal”, cuyos síntomas son injusticia, corrupción delincuencia y violencia. Vivir en un “Estado ideal” se vé más remoto que nunca. Éste se concibe como el orden político donde “las desigualdades y la corrupción serían mínimas, y los mecanismos legales suficientes para procesar cualquier reclamación y prevenir o castigar cualquier delito, por lo que los conflictos entre individuos o grupos de la sociedad se resolverían cabalmente por cauces institucionales” (Basave 2015: 91). Por el contrario, se afirma que en nuestro país hay la tendencia a padecer amnesia y depresión o disfuncionalidad de leyes e instituciones, todo ello se vé, según Basave, “reflejado en una gran debilidad” del Estado.

Ahora bien, como parte de los síntomas que por motivo de la corrupción padece nuestra sociedad, debe sumarse la falta de procesos judiciales justos, ya que México se percibe muy rezagado en cuanto a sistema procesal, justicia civil y trato no discriminatorio ante la ley (Loser y Kohli 2012). Dado que en el combate a la corrupción, la criminalidad y la impunidad, “el 95 por ciento de las ofensas no se resuelven ni se castigan”, un “desempeño tan bajo ha erosionado enormemente la credibilidad del Estado de Derecho” (212). Juristas como Miguel Carbonell, argumentando que “no hay cifras exactas que nos permitan medir con precisión las diferentes manifestaciones de la corrupción”, prefieren hablar mejor de corrupción judicial e impunidad como binomio, y argumentar acerca de su crecimiento y penetración con base en estudios particulares (Carbonell 2012: 1).

Así vista, la corrupción, Bête Noire del órden político nacional, es un fenómeno multifactorial, omnipresente, que penetra la diversidad de aspectos de nuestra vida pública, al grado que se dificulta acorralarla. Si sólo se le puede conocer en sus manifestaciones particulares, como sugiere Carbonell, ¿con qué metodologías e indicadores se puede dar cuenta de lo que es?

Por fortuna, la corrupción se aborda hoy con metodologías e indicadores precisos; a través de procedimientos científicos que miden sus rasgos, comportamientos y las estrategias de autoconservación que adopta. Deseo exponer a continuación, el amplio espectro de diseños procedimentales, variables y metodologías, con los que esta bestia ha sido abordada los últimos años. Una revisión como la que llevaré a cabo en el próximo apartado, no puede ser sino simplificadora y pasajera. No obstante, puede resolver parcialmente la pregunta acerca de cómo se construyen los datos necesarios para conocer y combatir la corrupción.

Metodologías e indicadores

Una de las formas más comunes de elaborar metodologías e indicadores para el combate de la corrupción, es derivarlas de los acuerdos y convenciones internacionales. Se ha señalado como las “convenciones constituyen acuerdos vinculantes entre varios países celebrados por escrito, que recogen las normas y estándares comúnmente acordados por los Estados Parte y que dan fe del alto grado de compromiso político adoptado, lo que implica una serie de consecuencias en las naciones que participan” (Basco, 2010: 4). En esta lógica, se desprenden las variables e índices de corrupción de los marcos institucionales y legales con los que se rigen los países. Así trabaja por ejemplo la Organización de Estados Americanos con la información que necesita la Convención Interamericana en Contra de la Corrupción (CICC) para establecer sus índices; pero también la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico en su Convención contra el Soborno de Funcionarios Públicos, o las Naciones Unidas en la Convención Contra la Corrupción (UNCAC). Las metodologías para la elaboración de índices cuantificables de medición derivan de los estándares y requisitos que establecen los países signatarios para prevenir, detectar, corregir y penalizar actos de corrupción.

A la par de lo anterior, se documenta la existencia de tres grandes tipos de indicadores para medir la corrupción; a saber, las encuestas de opinión pública, las encuestas a instituciones especializadas o expertos, y los diagnósticos institucionales. Se ha afirmado que “durante los últimos años ha habido una profusión de instrumentos de medición de la corrupción, tanto a nivel de países como transnacional. La más destacada encuesta de opinión pública”, se ha afirmado, “la hace en el plano internacional […] el Barómetro Global de la Corrupción, de Transparency International” (García 2011: 11). A ellas se suman, para el caso de América Latina, el Latinobarómetro y estudios como el de Anatomía de la corrupción, impulsado éste último por el CIDE y el Instituto Mexicano para la Competitividad. En esta estrategia se emplea la creación de metodologías, indicadores y rangos que permiten medir, entre otras cosas, fenómenos como percepción, competitividad, sobornos, integridad ética y creación de marcos jurídicos para su combate (Casar 2016).

Hay sin embargo estudios que prefieren desmarcarse de metodologías convencionistas y economicistas antes señaladas. Existe una tercera vía, en menor cantidad, pero es digna de consideración por su carácter innovador, más allá de prejuicios conductistas. Partiendo del convencimiento de que la corrupción, por su naturaleza clandestina y usualmente ilegal, rara vez se puede abordar en la investigación a través de la observación directa, se ha propuesto hacerlo experimentalmente. Siguiendo la Teoría de Juegos, la psicología y la economía comportamental, se construyen herramientas para elaborar predicciones teóricas en talleres o laboratorios sobre el comportamiento individual de quien se corrompe o llega al ponerse en condiciones de soborno. Se ha señalado que “este enfoque permite crear observaciones a propósito, en un entorno controlado en el cual es posible observar las variables que nos interesan y manipularlas”. Así, el estudio experimental de la corrupción es relativamente nuevo. “Más que un sustituto a los trabajos cuantitativos y cualitativos, se trata de una metodología complementaria que permite arrojar luz sobre algunas preguntas difíciles de responder” (Boehm, Isaza y Villalba 2015: 117). Con ella es posible medir reciprocidad, incertidumbre, autocontrol y riesgo, así como agencia, motivación, autopercepción, relación escolaridad-clase social-disposición al soborno y también resiliencia.

La creación de metodologías e indicadores para la medición y descripción de la corrupción no excluye lo que se dice, promete y compromete. Tal es el caso de los enfoques centrados en el discurso. Éstos no se centran en sujetos individuales o políticos, sino pueden alcanzar al mismo tiempo prácticas como la periodística o los servicios públicos. Son de particular ayuda para establecer frecuencias semánticas, cadenas nominales, significantes vacíos, estructuras retóricas o marcadores léxicos. Las contribuciones de la crítica literaria, la lingüística y la teoría comunicativa, de autores como  Teun van Dijk, Isabela y Norman Fairclough, Laclau, Verón, Howarth y Stavrakakis (Stein-Sparvieri 2013), son fundamentales en este tipo de enfoques. Los procedimientos son normalmente apoyados en el nivel tecnológico con software especializado. Con ellos se explica la circulación de percepciones, imaginarios y prácticas discursivas relacionadas con la corrupción, sobre todo su dimensión subjetiva e intersubjetiva (Fairclough y Fairclough 2012).

A la par de los anteriores enfoques, instituciones como el Banco Interamericano de Desarrollo, ha propuesto metodologías e indicadores para vincular el combate a la corrupción con problemáticas específicas, una de ellas es la seguridad ciudadana. Con ese objetivo se ha enfocado en la “cadena de valor” de las instituciones y empresas; es decir, en “los principales procesos que aportan más a la generación de valor en una organización o programa, de manera que al revisarse todos los principales procesos de manera integral, es posible perfeccionar su desempeño”. La intención es “diagnosticar los riesgos de corrupción a lo largo de las etapas necesarias para la provisión del servicio de seguridad ciudadana, e identificar medidas prácticas que permitan reducir su incidencia”. Con esta intención se crean indicadores para conocer la vulnerabilidad y fortalecer la infraestructura de las organizaciones, desarrollar tecnología, gestionar recursos humanos y conseguir información para el combate a la corrupción y la inseguridad (García 2010: 9).

Esta revisión general no estaría completa sin hacer mención de los importantes enfoques de fiscalización empleados en la Administración Pública, tanto nacional como latinoamericana. En las décadas recientes, la principal herramienta utilizada de manera consistente para intentar detectar y acreditar las irregularidades administrativas (léase casos de corrupción), es la práctica de auditoría. Las metodologías e indicadores que se desarrollan para el combate de la corrupción forman parte por lo general, de las medidas con que operan los órganos internos de control. Contabilidad gubernamental y marcos presupuestales regulatorios, así como lineamientos y políticas de adquisiciones son lo principal en los procesos analíticos. Enfoques como la Nueva Gerencia Pública ayudan en este sentido a la determinación de estrategias para el seguimiento de fraudes, desvíos o medidas desviadas de las normas gubernamentales. En países como el nuestro, una de las principales tareas, sería por ejemplo fortalecer los mecanismos de detección de fraudes (Ramírez 2011: 34). El caso de OHL, el involucramiento de la Presidencia y los resultados mostrados por el Fiscal General responsable de investigar la adquisición de la Casa Blanca, advierten en la necesidad de introducir cambios significativos en la legislación mexicana vigente.

A manera de conclusiones

Tal y cuan diversa es la definición de corrupción, así de diversa resulta la variedad de enfoques, metodologías y creación de indicadores para su explicación y combate. Hay consenso sin embargo en señalar, qué la corrupción es un fenómeno sólo abordable a través de enfoques interdisciplinarios, cuantitativos y cualitativos. También hay consenso en que sus métodos, indicadores, técnicas y enfoques posean una irreductible naturaleza multidisciplinaria, lo que no quiere decir que su estudio sea rebelde a su tratamiento sistemático, objetivo y duradero. La corrupción, para decirlo en palabras comunes, no goza de la ventaja de ser un objeto de estudio anárquico. Es huidizo quizá, pero no al grado de hacerlo incomprensible a la ciencia social y económica, a la Teoría de la Elección Racional o a los estudios organizacionales.

En los párrafos anteriores hemos apuntado los principales enfoques que hacen del estudio de la corrupción un tema medible, estructural, predecible y reductible al control de agencias, organismos, sujetos y decisiones unipersonales. De la idea de justificar a la corrupción como una forma de patrón cultural, evitando por ello su combate efectivo, no tiene razón alguna de ser. Como mexicanos y sonorenses, conocemos a la bestia. Definitivamente, es hora de hacerle entre todos una camisa de fuerza a la medida.

Por Aarón Grageda Bustamante

Referencias

Bailey, John. (2014). Crimen e impunidad: las trampas de la seguridad en México. Ciudad de México: Debate.

Basave, Agustín (2015). Mexicanidad y esquizofrenia. Los dos rostros del mexiJano. Ciudad de México: Océano exprés.

Basco, Ana Inés (2010). “Metodología del diagnóstico del marco institucional para la lucha contra la corrupción”. XV Congreso Internacional del CLAD. República Dominicana, 9-12 de noviembre.

Bohem, Fédéric; Isaza, Carolina E. y Villalba Díaz, Martha Liliana (2015). “Análisis experimental de la corrupción y de las medidas anticorrupción. ¿Dónde estamos, hacia dónde vamos?” Opera 17, junio-diciembre, 105-126.

Carbonell, Miguel; Vázquez Rodolfo (coords.). (2003). Poder, derecho y corrupción. Ciudad de México: IFE, ITAM, Siglo XXI Editores.

Carbonell, Miguel (2012). Corrupción judicial e impunidad: el caso México. En Méndez, Ricardo (coord.). Lo que todos sabemos sobre la corrupción y algo más. Ciudad de México: UNAM, pp. 1-9.

Casar, María Amparo (2016). México: Anatomía de la corrupción. CIDE / IMCO.

Fairclough, N. & Fairclough, I. (2012). Political Discourse Analysis: A Method for Advanced Students. USA-Canada: Routledge.

García Mejía, Mauricio (2010). Metodología para el diagnóstico, Prevención y Control de la Corrupción. Documento de Debate. Nueva York: BID.

García Mejía, Mauricio (2011). “Metodologías para el diagnóstico, prevención y control de la corrupción en programas de seguridad ciudadana”. Revista del CLAD 49, 5-56.

Granados, Otto. (2015). La corrupción consentida, Nexos, abril 2015, edición digital. http://www.nexos.com.mx/?cat=3319 [Consultado: 9 de junio de 2017].

Loser, Claudio; Kohli, Harinder. (2012). Futuro para todos. Acciones inmediatas para México. Ciudad de México: CEESP, IMCO, México Evalua.

Proceso (2016). 90 por ciento de los mexicanos harto de la corrupción, Proceso, 26 de mayo de 2016, portal. http://www.proceso.com.mx/441798/90-los-mexicanos-harto-la-corrupcion [Consultado: 2 de junio de 2017].

Quadratin (2017). La corrupción en México causa pérdidas de un billón y medio de pesos, señala estudio de Transparencia Internacional, emeequis, 8 de octubre de 2017, portal. http://www.m-x.com.mx/2017-04-08/la-corrupcion-en-mexico-causa-perdidas-de-un-billon-y-medio-de-pesos-senala-estudio-de-transparencia-internacional/ [Consultado: 9 de junio de 2017].

Ramírez Rodríguez, Gustavo Ernesto (2011). Análisis de modelos de fiscalización y combate a la corrupción. Casos de éxito y variables que los determinan (subsector hidrocarburos). Tesis de maestría. México: FLACSO.

Sheridan, Guillermo. (2014). La corrupción: uso y costumbre, Letras Libres, octubre 2014, edición digital. http://www.letraslibres.com/mexico-espana/la-corrupcion-uso-y-costumbre [Consultado: 2 de junio de 2017].

Stein-Sparvieri, Elena (2013). “La corrupción política y su expresión en el discurso periodístico”. Subjetividad y procesos cognitivos 17 (2).

Urrutia, Alonso. Corrupción pone en riesgo la democracia, La Jornada, 4 de octubre de 2016, http://www.jornada.unam.mx/2016/10/04/politica/005n1pol [Consultado: 9 de junio de 2017].

 

Sobre el autor

Aarón Grageda Bustamante es profesor e investigador de tiempo completo en la Universidad de Sonora. Investigador invitado en el Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology. Miembro del Comité de Participación Ciudadana del Sistema Estatal Anticorrupción en Sonora.

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