Hermosillo, Sonora.-
No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague (aunque algún suscriptor despistado no querrá recordarlo). Finalmente escuché la canción de moda, o al menos de la que todos hablaban hace meses: Ella baila sola, del fenómeno Peso Pluma. Fenómeno de fenomenal, no de freaky, valga aclarar.
Semanas atrás, paseaba yo en mi carcacha por las calles de este rancho cuando en la radio topo una rola (Nota historiográfica: en la década de 1990, el término rola se empleaba para designar única y exclusivamente una pieza de rock). Tiempo después supe que no era la canción de moda, sino un remix de la tal. Me gustó lo poco que oí y una duda me asaltó: A la torre, ¿y si me gusta?
Con dicha sospecha amanecí a los días y encendí el televisor directamente desde Youtube: tecleé baila y en seguida apareció la sugerencia. Le di play y comenzó un video bien producido, pero a los segundos le puse only audio para no distraerme con lo visual. Sordo como Beethoven, no distinguí la letra de la polka, pero alcancé a cachar «morra» y «plebes», términos naturales para mí y por ello bien recibidos en mi oído, quizá en un arranque de regionalismo, cansado ya de Timbiriche y Los Temerarios, Café Tacuba o Miguel Bosé. Acabada la pieza concluí que es pegajosa en su música y actual en su temática, en su peso identitario, pues nos guste o no, la narcocultura de mierda es el fenómeno del momento. Para muestra, el siguiente botón.
En mayo pasado realicé una breve pesquisa sobre jóvenes y corridos bélicos en el Valle del Yaqui. En una de las entrevistas, pregunté a Selene Quiroz, profesora de secundaria en dos poblados del Valle del Yaqui, cómo veía a sus alumnos en relación a esa música y en general frente a la narcocultura. Su respuesta fue rápida:
—El gobierno federal nos mandó una campaña para prevenir el uso del fentanilo. Comencé por preguntarles qué pensaban de las drogas y unos dijeron «no son malas», y otros de plano dijeron «son buenas». Les pregunté por qué pensaban eso y contestaron: «Si todo mundo anda cantando esas canciones, quiere decir que no son malas (las drogas)»…
La percepción de las audiencias y el impacto de los artefactos culturales hegemónicos en sus conductas no está a discusión, si bien supone una de las aristas más peliagudas en las sociedades del siglo XXI. ¿Hasta dónde somos lo que comemos, escuchamos o vemos? Sirva para ilustrar la complejidad del asunto el testimonio de Marisol Zayas, joven ella, profesionista y habitante de la colonia Cajeme, barrio bravo de la muy brava Ciudad Obregón:
—Pues mira, yo la verdad para la música, en lo que me fijo es en el ambiente, y en la bailada como tú dices. Sinceramente, las palabras yo sé que son un desastre. No tiene ningún mensaje la canción, yo lo sé, peero el ritmo es el que me gusta.
La declaración de la también profesora, pero esta de chamacos especiales, invariablemente me transportó a mi lejana juventud, cuando yo mismo cantaba a todo pulmón una pieza hiperviolenta de hip-hop intitulada La plaga, más conocida como El pecador, cuyas letras constituían una abierta apología de la violencia como ruta de vida. Siendo yo un pacifista decantado, nada me estorbaba mejor que esas rimas, pero he ahí el poder del arte hecho música, del ritmo y la cadencia, del no sé qué que qué sé yo.
Por todo ello, concluyo que ni tan tan ni muy muy. Vámonos despacio con el desprecio por esta música y también con su ciega celebración. «Despacio que llevo prisa», sentencia la sabiduría popular en una línea que en su semántica encarna el meollo de este embrollo: dice y no, es… y no.
Por Benjamín Alonso Rascón
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